martes, 28 de junio de 2022

Dolor solo por amor

He aquí un racimo de meditaciones sobre la cruz, fundadas en las mejores aportaciones de la teología contemporánea

Por:   Jesús Martínez Gordo, teólogo

 

He escrito este libro —indica Gabriel Mª Otalora— intentando “situar la experiencia de la cruz en sus términos teológicos”. Y estos no son los de la exaltación del sufrimiento, sino los de la “Buena Noticia”, leída y vivida en el “día a día”. El resultado son treinta breves capítulos (o “variaciones”) escritos con el corazón, precedidos por una introducción y cerrados por una coda final. Xabier Pikaza presenta y concluye el texto.

Que el lector se encuentre con un libro “escrito con el corazón” —así lo creo—, no quiere decir que ayune de argumentos teológicos. Lo podrá comprobar cuando examine la relación que el autor reconoce entre la proclamación del Reino y la muerte en cruz: “Jesús fue ejecutado porque su amor estorbaba al poder dominante”. O cuando, en coherencia con ese dato mayor, salga al paso del dolorismo: “En el Evangelio no se afirma que el sufrimiento sea algo querido por Dios”, sino consecuencia del amor y la entrega a los demás. Y también cuando reivindica que la centralidad “del amor fraterno del Jueves Santo no acaba en el Viernes Santo, sino en el Domingo de Resurrección”. Con estas y otras afirmaciones pretendo indicar que quien se asome a estas páginas encontrará un racimo de meditaciones sobre la cruz, fundadas en las mejores aportaciones de la teología contemporánea; por tanto, no con un tratado sistemático o ante una investigación presidida por una hipótesis que mostrar para erigir en tesis argumentada.

Pero también tiene entre sus manos un texto que le interpelará y que trato de prolongar de manera, a la vez, empática y crítica. En concreto, dicha “prolongación” me lleva a compartir con el autor, primero, la importancia de articular la cruz con el Domingo de Resurrección, pero a señalar la relevancia —ausente en otras aportaciones actuales y en la presente— del triunfo del silencio, del fracaso, del vacío, de la nada, de la injusticia y, en suma, del “descenso a los infiernos” que es el Sábado Santo.

 

Un mundo crucificado

Y, al hilo de esta primera consideración, una segunda, sobre la coherencia de tener presente, como hace Otalora, a los crucificados, pero también la realidad de un mundo estructuralmente crucificado, empecatado, inhumano e injusto que, existiendo al margen de nuestras vidas y voluntades, contribuimos a hacer más doloroso: somos, a la vez, víctimas y culpables, crucificados y constructores de cruces, sin, por ello, dejar de ser compasivos sanadores.

El autor afronta, en otro momento, el famoso dilema de Epicuro sobre la incompatibilidad de un Dios amor y poderoso con la existencia del mal en el mundo. Y lo hace recurriendo —vista la irresolución teórica de tal disyuntiva— a la categoría de “misterio” y subrayando la urgencia de erradicar o paliar algo del mucho sufrimiento y la injusticia en el mundo. Percibo en esta apuesta una centralidad desmedida del angustioso grito de Jesús en el Calvario: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”; y un sorprendente olvido de la segunda de las tres narraciones de su muerte, aquella que, presidida por la confianza, le lleva a confesar: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Entiendo —entre otros, con Hans Küng y Andrés Torres Queiruga— que esta segunda narración es posible porque se funda en una experiencia e imaginario de Dios que, Creador por amor, no da pie a la idea de un Padre indiferente ante el dolor de su Hijo o, lo que es peor: sádico. Si no afrontamos de esta o parecida manera el dilema de Epicuro, por mucho que nos esforcemos, acabará triunfando el dolorismo —en este caso, teológico— que Otalora, tan admirablemente, intenta combatir. Y, con él, todos los teólogos que le son referenciales. A diferencia de ellos, sostengo que el “misterio” es el de un Padre o una Madre que prefiere crearnos por amor a no crearnos, cierto que finitos y, desgraciadamente, capaces de ser inhumanos; pero también —no se olvide— a su imagen y semejanza. Un Padre o una Madre que, vista nuestra fragilidad, se abaja, nuevamente, por amor; se hace uno de nosotros para, asumiendo nuestra finitud e inhumanidad, acompañarnos y dejarnos abiertas las puertas de la “divinización”.

En síntesis: no creo que la cruz sea una Buena Noticia. Ni en tiempos de Jesús ni hoy. Es el triunfo de la injusticia y de la muerte prematura de un inocente y la puerta al espesor del Sábado Santo. La Buena Noticia solo puede serlo gracias al “salto cualitativo” del Domingo de Resurrección. Y, a partir de este acontecimiento, gracias a la existencia de personas que, fiadas de tal novedad, son coherentes —como Jesús— con el programa de las Bienaventuranzas y el de la parábola del juicio final; incluso, al precio de sus vidas.

JESÚS MARTÍNEZ GORDO

 

 

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