miércoles, 15 de junio de 2022

Practicantes en la Iglesia

Jesús Martínez Gordo

El Diario Vasco

15/06/2022


Después de leer los diferentes informes enviados por las iglesias de S. Sebastián, Vitoria, Bilbao, Pamplona y los de diferentes colectivos —como respuesta a la consulta, abierta el pasado mes de octubre por el Papa Francisco en la primera fase del Sínodo mundial sobre cómo “caminar juntos”— constato una fuerte discrepancia entre ellos. Esta discrepancia, normal —hasta cierto punto— en cualquier colectivo humano, se ha visto reforzada, y convertida en dura división, por los nombramientos de unos obispos que —promovidos a tal responsabilidad por su afinidad con la interpretación involucionista del Vaticano II, liderada por Juan Pablo II y Benedicto XVI— presentaban una mayor sintonía con las directrices que emanaban del sector más conservador del episcopado español que con la necesidad de afrontar, junto a los cristianos y cristianas de sus respectivas diócesis, los retos del momento, en fidelidad a lo dicho y hecho por Jesús. Pero no solo por eso. Creo que la división que constato se debe también a una distinta comprensión de lo que se entiende por “practicante” en las diócesis del País Vasco, aunque no solo en ellas. Mientras que para los colectivos que se suelen tipificar como postconciliares, “practicante” es quien, en conformidad con el programa del monte de las Bienaventuranzas o de la parábola del juicio final, da de comer al hambriento, visita al enfermo, se asocia con quienes se comprometen por la paz y la reconciliación y se posiciona en favor de los parias de este mundo, existen otros colectivos para los que ser “practicante” es, sobre todo, participar los domingos en la misa. Son conocidos como “tradicionales”.

Si para los primeros, la eucaristía —como la pertenencia a una comunidad más amplia que el propio grupo— es importante porque permite mantener fresca y viva la identificación de Jesús con los últimos de nuestro mundo, para los segundos, la participación en la misa, o en alguno de los actos de piedad con ella vinculados, es el criterio definitivo. La Iglesia, suelen decir estos últimos, no es una ONG. Y no lo es por la centralidad que ha de tener la presencia sacramental de Jesús en la eucaristía (“esto es mi cuerpo”), incluso, por encima, de su identificación con los últimos de nuestro mundo (“lo que hicisteis  a uno de estos más pequeños, a mí me lo hicisteis”). Sería injusto, además de falso, sostener que los “tradicionales” no dan importancia a dicha identificación de Jesús con los pobres. Se la dan, pero, muy frecuentemente, solo en clave de caridad y limosna y casi nunca en la de justicia, es decir, no prestando la debida importancia a un criterio que, clásico en la tradición cristiana, desde los primeros momentos, ha marcado —para bien— tanto la espiritualidad y la teología como la historia de la humanidad: Dios ha entregado los bienes de este mundo no para acumularlos, sino  para que nadie pase necesidad. Por eso, en caso de penuria, todas las cosas son comunes.

Si se me permite el comentario, creo que una buena parte de estos cristianos “tradicionales” confunden lo que es pararse o estar un buen rato en un área de servicio para repostar (que vendría a ser el culto y la liturgia) con la autopista de la vida, el lugar en el que, en verdad, “se practica” el programa del monte de las Bienaventuranzas y en el que uno se encuentra, cara a cara, con el Crucificado, asociado a los crucificados de nuestros días. Y, por supuesto, el espacio en el que también es posible disfrutar de infinidad de chispazos, murmullos o anticipaciones de la vida en plenitud de la que nuestra existencia es, en el mejor de los casos, un destello. He aquí otra importante clave explicativa de la división que percibo leyendo los informes oficiales de estas diócesis y los de otros colectivos que también los han dado a conocer recientemente o lo vienen haciendo desde hace tiempo, por ejemplo, Gipuzkoako Kristauak; la Asamblea Ibilian en la diócesis de Vitoria-Gasteiz; el Foro de curas y Berpiztu – Kristau Taldea en la diócesis de Bizkaia y diferentes grupos en la de Iruña-Pamplona.

Pero, además, lo que me llama la atención es el mayor apoyo que los obispos nombrados estos últimos decenios vienen dando al colectivo de “practicantes” en clave más tradicional y caritativa que a los que viven como fuente de vida cristiana la identificación del Crucificado con los crucificados de nuestros días y que participan en la eucaristía porque la entienden y viven como alimento y fuente de alegría que impulsa y mantiene en dichos reconocimiento y presencia. Esta apuesta no solo alienta dicha división entre los “practicantes” postconciliares y tradicionales —provocando el subsiguiente desconcierto— sino que también explica el perfil bajo, muy bajo, que muestran los informes oficiales de estas diócesis, así como la poca o nula ambición de la mayor parte de las propuestas presentadas e, incluso, el arrinconamiento —y hasta desaparición— de algunas que pedían mover ficha en todo lo referente al sacerdocio de la mujer y a su mayor protagonismo en la Iglesia.

 

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