miércoles, 28 de julio de 2021

“El infarto teológico” de la sinodalidad

Jesús Martínez Gordo

 

Según Antonio Piñero (“La primacía eclesial de Pedro”, Religión Digital,
23.VII.2021), en la introducción que Xabier Pikaza hace del libro de E. Trocmé (“La infancia del cristianismo”, Trotta, Madrid, 2021), la figura de Pedro en Mateo aparece, tras el fracaso judío de la Primera Gran Guerra contra Roma el año 70, “como centro de referencia de todas las iglesias” ya que “proyecta una iglesia universal, unida en torno” a su figura. Tras indicar que ve “algunos problemas en estas palabras—resumen de Pikaza”, analiza otros pasajes neotestamentarios para concluir que no le “queda nada clara” dicha centralidad de Pedro. “Tiene que haber otra explicación”.

No soy exégeta. Por eso, no puedo entrar en este debate entre especialistas que, sin embargo, sigo, desde hace tiempo, con particular interés. Pero, leyendo esta crítica me he acordado de lo que, hace ya un tiempo, dijo al respecto Y. - M. Congar y que he recogido antes de ahora. Creo que merece la pena volver a recordarlo porque ayuda a contextualizar y entender la cuestión del primado de Pedro; una clarificación que, en mi opinión, no se va a alcanzar (si alguna vez hay acuerdo al respecto) por argumentos estrictamente exegéticos, por importantes que sean.

Pero sucede que al recordarlo me he percatado de que ya estamos inmersos, al menos teológicamente, en un tiempo de preparación sinodal sobre el “caminar juntos”; una tarea que también se encuentra íntimamente relacionada con la comprensión y ejercicio del primado de Pedro y, por supuesto, con lo que Francisco felizmente llama “la conversión del papado”. E, igualmente, con la corresponsabilidad de todos los bautizados no solo en la evangelización y celebración, sino también y, sobre todo, en el gobierno y magisterio de la Iglesia. Y esto último es algo que no encuentro, hoy por hoy, presente en las aportaciones teológicas que vengo leyendo en la fase previa al inicio del proceso sinodal que se abrirá el próximo octubre de 2021 y que, llevando a celebrar sínodos en las iglesias locales y en otras realidades particulares (octubre 2021—abril 2022), desembocará en una fase continental (septiembre 2022—marzo 2023) y en la llamada “fase de la Iglesia universal” (octubre de 2023).

 

Las dos interpretaciones del primado de Pedro

El 20 de marzo de 1955, Y. - M. Congar se quejaba amargamente en su diario del trato que le estaba dando el Santo Oficio: “quieren reducir a la nada a un hombre que no es su lacayo” (“Diario de un teólogo (1944—1956)”, Madrid 2004, pp. 404—405). Y explicaba que la causa de tales padecimientos se encontraba en su decantamiento a favor de una de las dos interpretaciones enfrentadas de Mateo 16, 19: “A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los Cielos”.

Para los Santos Padres, sostenía el teólogo francés, lo que se funda en Pedro es la Iglesia. Por eso, los poderes conferidos a Pedro pasan de él a la Iglesia. Este es el contenido y sentido fundamentales del pasaje, en cuyo marco, proseguía Y. – M. Congar, algunos de los Padres (sobre todo, occidentales) admitían la existencia de una primacía canónica —es decir, sólo jurídica— del obispo de Roma dentro de la Iglesia.

Sin embargo, la comprensión patrística de este pasaje evangélico empieza a ser alterada —a partir, tal vez, del siglo II— cuando Roma cree ver en Mateo 16,19 su propia institución. Según esta interpretación, los poderes de Cristo no pasan de Pedro a la Iglesia, sino de Pedro a la sede romana. La consecuencia de semejante exégesis es clara: la Iglesia “no se forma solamente a partir de Cristo, vía Pedro, sino a partir del Papa”. Ello quiere decir que la consistencia y vida de la Iglesia descansan —al estar construidas sobre Pedro— en el Papa y en sus sucesores, cabeza de la comunidad cristiana y, por esto, residencia de la plena potestad (“plenitudo potestatis”).

Toda la historia de la eclesiología es, proseguía el teólogo dominico, la permanente actualización de un conflicto (unas veces, latente y pacífico y otras, vivo y sin tapujos) entre estas dos concepciones del papado y del gobierno eclesial: la que sostiene que el poder de Cristo alcanza a toda la Iglesia vía Pedro y la que defiende que el poder de Cristo pasa a Pedro y de Pedro a Roma. Es un conflicto que llega hasta nuestros días y que no ha finalizado, a pesar de los esfuerzos desplegados por la misma Roma para extender su interpretación al resto de la Iglesia.

Afortunadamente, se dan excepciones notables que indican que Roma no ha logrado su objetivo y que, sobre todo, muestran la persistencia de la comprensión patrística del primado de Pedro, y, por ello, también del gobierno eclesial.

Por ejemplo, la Iglesia en Oriente ha mantenido la posición de los Santos Padres (cierto que despojándola de lo más positivo que tenía). También la Iglesia de África (desaparecida por causa del Islam) ha permanecido fiel a la interpretación patrística de Mt 16, 19. E, igualmente, las comunidades que se unieron a la Reforma. Incluso, en la misma Iglesia Católica nunca ha dejado de existir una cierta resistencia a dicha comprensión romana.

“Nuestra tarea (mi tarea) consiste —sentenciaba el teólogo dominico— en hacer que esta verdad no quede sofocada”. Por eso, “es necesario que, cuando llegue un Papa razonable o cuando aparezca el Pastor Soberano, encuentre todavía a la Iglesia en clamor, como dice Pascal”. Y proseguía, casi proféticamente, al paso que van las cosas, “se puede prever cuál será la próxima etapa de la eclesiología papista”: “consistirá en afirmar que las congregaciones romanas forman parte del magisterio ordinario; que son la parte superior de este magisterio, el cual, por su parte, reside en el gobierno pontificio”.

 

Implementación y frenazo de la colegialidad episcopal

Afortunadamente, el Concilio Vaticano II superó la tesis, insostenible, de que los obispos recibían su jurisdicción (“iure divino”) directamente del Papa, tal y como la ratificó Pío XII en su día (Encíclica “Ad signarum gentes”, 1954).

La constitución Dogmática “Lumen Gentium” recupera el fundamento cristológico del episcopado (los obispos son “vicarios y delegados de Cristo”, no del Papa), así como la colegialidad en el gobierno eclesial e invalida la separación entre el “poder de orden” y el “poder de jurisdicción” al recordar que la autoridad de los obispos no es concedida por el Papa, sino derivada del sacramento del Orden.

Pablo VI reconoce, mediante la carta apostólica “De episcoporum muneribus” (1966), que la autoridad de los obispos es “propia, ordinaria e inmediata” en sus iglesias locales. Además,  erige, mediante el “Motu Proprio” “Apostolica sollicitudo” (1965) el Sínodo de obispos para ayudar al papado en su solicitud por la iglesia universal e instituye las Conferencias Episcopales, dotándolas de cierta capacidad jurídica y magisterial. Son decisiones que le acreditan —recurriendo a la expresión propuesta por Y. – M. Congar— como un “Papa bastante razonable”.

Pero hay otras que lo cuestionan: la “reserva” a la sede primada de toda una serie de cuestiones teológicas y pastorales de enorme calado y actualidad (entre ellas, la posibilidad de ordenación de las mujeres); el sometimiento del Sínodo de obispos a la autoridad “directa e inmediata” del Romano Pontífice y sus enormes dificultades para imaginar (y articular) un gobierno realmente colegial con la colaboración de las Conferencias Episcopales o, cuando menos, de sus presidentes.

El pontificado de Juan Pablo II es, comparativamente, “bastante menos razonable” que el de Pablo VI. Es cierto que pide ayuda en la encíclica “Ut unum sint” (1995) para repensar el ejercicio del primado y la forma de gobernar la Iglesia. También lo es que, incluso, abre el debate sobre la oportunidad o no de regresar al modelo de los patriarcados, vigente en el primer milenio; un debate que la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidida por J. Ratzinger, intenta cerrar rápidamente convocando un seminario “ad hoc” con expertos contrarios a tal posibilidad.

Sin embargo, el suyo es un papado en el que se regresa, de hecho, a la separación preconciliar entre el “poder de orden” y el “poder de jurisdicción”; se refuerza el papel de la Curia vaticana en el gobierno eclesial —al precio de la sacramentalidad y de la colegialidad episcopal— (“Pastor Bonus”, 1988) y se reduce —hasta casi desaparecer— la capacidad legislativa y magisterial de las Conferencias Episcopales (“Apostolos suos”, 2004).

 

El “boom” de la sinodalidad ¿sin corresponsabilidad bautismal?

Francisco, a diferencia de sus predecesores, ha ido bastante más lejos. Y ha ido porque ha fijado consultar, antes de cada Sínodo de obispos, al pueblo de Dios. Es más, ha urgido a determinadas Conferencias Episcopales (por ejemplo, la italiana) a abrir procesos sinodales. Y, sobre todo, ha revisado el estatuto de los sínodos de obispos ((“Episcopalis Communio”, 2018) abriendo la posibilidad de celebrar Sínodos Extraordinarios (1 & 2.3) o Especiales y deliberativos (Ibid., 18 & 2). Todo un reseñable avance al que hay que sumar la convocatoria de un singular proceso sinodal que culminará —como he indicado más arriba— con la celebración de la Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los obispos en octubre de 2023.

Sin embargo, no veo que —acompañando estas decisiones— se estén abordando —al menos, en la comunidad teológica— dos asuntos que me parecen capitales:  uno,  de orden teológico y dogmático y otro, jurídico y organizativo. Veremos si aparecen en el “Documento preparatorio” que, acompañado de un Cuestionario y un “Vademécum” con propuestas para realizar la consulta en cada diócesis, tiene que enviar la Secretaría General del Sínodo, como muy tarde, en octubre de 2021.

La cuestión teológica o dogmática pasa por superar la actual dependencia clericalista y paternalista —propia de una teología y eclesiología jerárquicas— en beneficio de otra en la que sea realmente posible una participación conjunta y corresponsable de todos los bautizados en la triple función de la celebración, de la enseñanza y, sobre todo, del gobierno. Por tanto, insisto en ello, no solo de la santificación o del anuncio —como se ha venido promoviendo, por cierto, de manera muy modesta, hasta el presente— sino también en la dirección de la Iglesia gracias a la participación de todos los bautizados en el sacerdocio de Cristo (LG 10), no en el del ministerio ordenado.

Quien se tome la molestia de repasar el capítulo cuarto de la Constitución Dogmática “Lumen Gentium”, dedicado a los laicos, podrá comprobar cómo su participación en el sacerdocio común y en la función profética es tratada en sí misma y por sí misma, es decir, gracias a su fundamento en Cristo por el bautismo (LG 34 y 35). Y cómo su intervención en el servicio del gobierno es abordada en términos de obediencia a la jerarquía (LG 36 y 37). E, igualmente, podrá comprobar cómo se recomienda a los pastores promover, en el cuadro de esta obediencia, la responsabilidad de los bautizados porque la dirección de la Iglesia es un asunto de los pastores con “la ayuda de la experiencia de los laicos” (LG 37). A esta referencia, en términos de “colaboración” o “participación” del ministerio ordenado —y no en el sacerdocio de Cristo por el bautismo— sucede un lamentable comentario sobre el “amor paternal” con el que los pastores han de atender y tratar a los laicos: un discurso paternalista que no se encuentra en los números anteriores. En la misma onda teológica se mueve el Decreto “Apostolicam actuositatem” en su número 10.

Es evidente, me he dicho más de una vez, que un Sínodo sobre la sinodalidad y en contra del clericalismo que no aborde este “infarto teológico y dogmático” o, al menos “cortocircuito”, entre los números 10 y 36—37 de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia tiene todos los boletos para acabar generando una enorme frustración. Y más, si las expectativas son tan altas como las que se pueden percibir en muchos ámbitos de la Iglesia. El problema del autoritarismo no deriva de la teología del laicado, sino de la del sacramento del Orden. Es esa la que hay que revisar, sometiendo a una profunda revisión la apropiación del fundamento cristológico por parte del ministerio ordenado.

Una aportación realmente sinodal sería aquella que especificara —intentado superar realmente el clericalismo— qué quiere decir, como sostuvieron los padres conciliares, que “el sacerdocio ministerial o jerárquico” es “diferente esencialmente y no solo en grado” del laical, sin dejar de estar ordenados el uno al otro ya que “ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo”. Y que lo hiciera sin descuidar la matriz cristológica (y no solo pneumatológica) de la ministerialidad laical y también de su participación en el gobierno eclesial.

Cada día que pasa me reafirmo en la convicción que, si se abordara esta cuestión intentando superar el clericalismo, es muy probable que nos evitásemos, por ejemplo, la demolición de muchas comunidades en que viene finalizando la apuesta por las llamadas “unidades pastorales”.

Pero he indicado que, además del teológico y dogmático, hay otro asunto de orden jurídico y organizativo (canónico) que también me parece urgente abordar: imaginar y debatir posibles modalidades de “Sínodos de todo el pueblo de Dios” en el que estén presentes no solo representantes de los obispos, sino también de los presbíteros y diáconos, así como de los religiosos y religiosas y, por supuesto, de los laicos y de las laicas. La recuperación de los Sínodos de obispos por Pablo VI fue un paso importante, pero creo que ha llegado la hora de recuperar, igualmente, una sinodalidad que recoja el sentir —al menos, el mayoritario— de todo el pueblo de Dios; no solo el de los obispos. El Sínodo de 2023 es una magnífica ocasión para tratar este asunto y formular propuestas que lo hagan posible.

He aquí la segunda cuestión que me parece capital y que, si se abordara, permitiría calificar el pontificado de Francisco, después de diecisiete siglos de clericalismo, como “excepcionalmente razonable”; o, en términos académicos, merecedor de una matrícula de honor.

 

Las utopías de hoy, evidencias de mañana

Supongo (aunque no falten quienes digan que es mucho suponer) que abordando estas dos cuestiones, además de recuperar la dignidad cristológica de todos los bautizados, poner al laicado en el sitio que le corresponde y empezar a dejar en la cuneta de la historia el autoritarismo, estaríamos recreando —de manera, a la vez, imaginativa y tradicional— la fundación de la Iglesia y de sus poderes, tal y como sostenía Y. - M. Congar, en sintonía con la interpretación de los Santos Padres. Y supongo que podríamos asistir a una renovada comprensión del primado de Pedro y, en particular, de su responsabilidad por la unidad de la fe y la comunión eclesial, sin que desmerezca el debate al respecto entre los exégetas.

Hoy por hoy, no veo otra manera de prevenir el “infarto teológico y dogmático” que ronda a la sinodalidad. O, si se prefiere, el “cortocircuito” entre fundamento cristológico y sometimiento laical al ministerio ordenado (aunque pretenda ser suavizado recurriendo a términos tales como “colaboración” o “cooperación”) que, presente en Lumen Gentium 36—37, es la raíz del clericalismo.  

Aunque todo esto pueda quedar en agua de borrajas, creo que somos bastantes las personas conscientes de que, de la misma manera que los pragmatismos actuales son los pecados de un futuro no muy lejano, las utopías de hoy son las evidencias de mañana. Y creo que también somos muchas las que, en caso de que esto no salga adelante, seguiremos “participando” del consuelo que le quedaba a Y. – M. Congar: que cuando llegue el “Pastor Soberano” nos encuentre “clamando” por una sinodalidad fundada en la corresponsabilidad bautismal. Y formulando propuestas que, por imposibles que puedan parecer, la hagan creíble.

 

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