domingo, 30 de julio de 2023

Pedro Arrupe, el inesperado héroe de Hiroshima

Fuente:    Il Sismografo

28/07/2023


Foto: Pedro Arrupe comparece ante una comisión de periodistas estadounidenses para explicar los efectos de la bomba atómica en Hiroshima

(Ramón Álvarez - La Vanguardia)

El contexto.

Sospechoso para ambos bandos por su afán de crear una comunidad religiosa en un Japón hostil para cualquier occidental, Pedro Arrupe pasó en escasos días de ser una víctima colateral para Estados Unidos en su decisión de acabar con la Guerra del Pacífico de forma fulminante –así, en su textualidad– a un héroe para los despojos del Imperio del Sol Naciente por su arrojo en el auxilio de las víctimas de la bomba nuclear que asoló Hiroshima, la primera lanzada sobre población civil.

El jesuita que tanto había insistido en seguir los pasos evangelizadores de san Francisco Javier en Japón fue, junto a la comunidad jesuita asentada en Hiroshima, una víctima más de aquella barbarie. Aunque él, la treintena de novicios a los que formaba y los otros cuatro religiosos que profesaban su fe en la iglesia construida en el centro de la ciudad lograron sobrevivir milagrosamente. En buena medida, porque tanto el seminario que dirigía Arrupe como el templo eran de obra y amortiguaron tanto la onda expansiva como el calor que desprendió la explosión, que alcanzó el millar de grados.

En su aberrante decisión, la Administración Truman no sólo era consciente de la presencia de una comunidad cristiana formada por religiosos occidentales en Hiroshima, sino que consideró que su sacrificio, como el de centenares de miles de civiles japoneses, era inevitable para doblegar la voluntad del emperador Hirorito y forzarlo a una rendición humillante, por más que saliese impune junto a su familia por la propia voluntad de los ganadores.

En el momento de la terrorífica explosión, Arrupe y sus novicios se encontraban en la casa que la compañía tenía en Nagatsuka, a apenas seis kilómetros de la zona cero, donde sí se encontraban los otros cuatro sacerdotes jesuitas. En lugar de determinar la evacuación, el superior ordenó a los novicios que acudiese en busca de alimentos y medicinas para atender al mayor número de heridos. Asimismo, en cuanto las llamas que acabaron de destruir la ciudad se fueron apagando, lideró una expedición al centro de la ciudad en busca de los hermanos que allí estaban.

El testimonio del padre Arrupe de la gran tragedia humana que dejó la bomba atómica en Hiroshima, descarnado, fue la primera visión con ojos occidentales de la barbarie que había generado una decisión estratégica tomada en frío a miles de kilómetros. Así lo explicó dos años después ante una comisión de periodistas estadounidense y así lo dejó escrito en sus memorias, de las que recogemos un fragmento extractado.

 

El discurso

Para hacerse cargo de cuál era el escenario sobre el que la bomba atómica representó su tragedia, conviene recordar algo de lo ya dicho acerca de la ciudad y añadir algunos datos complementarios. Sus habitantes pasaban de 400.000, es decir algo más de Sevilla. Y su extensión incomparablemente mayor, porque fuera de unos cuantos edificios de cemento que en el centro de la ciudad se levantaban magníficos, dominando el llano, todos los demás eran típicamente japoneses, de uno o dos pisos, construidos con maderas como elemento de resistencia, y cañizos, barro, cartón y papel fuerte como complementarios. Y en el suelo esto siempre, paja de arroz en un tejido de estera fina que había de ser un combustible de rapidez espantosa cuando sonase la hora apocalíptica del llanto final.

Militarmente tenía un valor innegable. No era una ciudad que bordase cielos con el humo bélico de factorías guerreras, pero era un puerto militar de embarco y desembarco de tropas, tal vez el más importante de los que miraban confiados a los mares del sur. Todas las semanas, con una constancia que nunca interrumpió la guerra, veíamos el doble desfile de los uniformes nuevos que iban al frente para recibir su circuncisión de sangre, y los que venían destrozados con el dolor de la lucha, y la esperanza de la victoria.

Los jesuitas teníamos entonces dos casas en Hiroshima: una en el centro de la ciudad que era la parroquia, y la otra en Nagatsuka, a seis kilómetros del casco acogedor de la metrópoli que era el noviciado. En ella me encontraba yo desde hacía varios años. Treinta y cinco jesuitas formaban el núcleo de la comunidad. Lo más llamativo de toda la guerra, en el sector de Hiroshima, fue la paz absoluta en que la aviación americana dejó a la ciudad. Relativamente cerca se encontraban otras grandes urbes como Kure, y algo más allá Osaka y Kobe, que habían sido ferozmente bombardeadas.


Lo más llamativo de toda la guerra, en  Hiroshima, fue la paz absoluta en que la aviación americana dejó a la ciudad

La población de Hiroshima, en un principio, se iba a dormir a las cuevas horadadas en los montes vecinos, pero viendo que el tiempo transcurría sin que la tranquilidad fuese turbada por otra cosa que el pitido desagradable e insistente de las sirenas, fue recobrando la confianza perdida en los primeros momentos. Pasado algún tiempo, prefirió exponerse a morir entre sábanas que a vivir entre telarañas, cogiendo reumas, padeciendo pulmonías, terminando por morir con todas las incomodidades de su nueva existencia subterránea.

La vida se deslizaba sin anormalidades. Todos los días, a las cinco y media de la mañana, un B-29 cruzaba el cielo de la ciudad que en una sola ocasión dejó caer una bomba sobre nosotros. Tanta fue su constancia que con naturalidad y un poquillo de ironía fina fue bautizado con el nombre del correo americano. El seis de agosto del 45, fue el único, el primero y el último, que entró por camino nuevo. A las 7.55 h un segundo toque de alarma nos indicó que el enemigo se acercaba.

A mucha altura pasó otro B-29 sin que nadie se preocupase de ello. ¡Eran tantas las veces que veíamos cruzar a distancia formaciones aéreas de 200 y más aparatos! A las 8.10 h se dieron los toques de fin de peligro y la población se dispuso a continuar su vida por el camino ordinario de la rutina. En mal momento dejaron de tocar las sirenas. Apenas habían transcurrido cinco minutos, eran las 8.15 h, cuando un fogonazo como de magnesio rasgó el azul del cielo.

Todos los días, un B-29 cruzaba el cielo de la ciudad y con ironía fue bautizado como el ‘correo americano’

Yo que me encontraba en mi despacho con otro padre, me puse inmediatamente en pie y me asomé a la ventana. En aquel momento, un mugido sordo y continuado, más como una catarata que a lo lejos rompe, que como una bomba que instantáneamente explota, llegó hasta nosotros con una fuerza aterradora. Tembló la casa. Cayeron los cristales hechos añicos, se desquiciaron las puertas, y los tabiques japoneses, de barro y cañizo, se quebraron como un naipe aplastado por una mano gigantesca.

Aquella fuerza terrible que creíamos iba a desgarrar el edificio por los cimientos nos tiró por el suelo con la bofetada de su empuje. Y mientras nos tapábamos la cabeza con las manos, en gesto instintivo de defensa, una lluvia continua de restos destrozados fue cayendo sobre nuestros cuerpos tendidos inmóviles en el suelo. Cuando aquel terremoto se acabó nos pusimos en pie, temiendo ambos ver herido al otro. Afortunadamente nos encontrábamos incólumes, sin más consecuencias que las naturales contusiones de la caída.

Fuimos a recorrer la casa. Mi gran preocupación eran los 35 jóvenes jesuitas de los que, como superior, era responsable. Cuando pasé por el último de los cuartos vi que no había un solo herido y que aquella explosión no había causado más que daños materiales de destrucción. Con esa natural curiosidad que se experimenta después del peligro, todos a una salimos al jardín para ver dónde había caído la bomba que nos había hecho rodar, tan poco cortésmente, al compás de sus vibraciones.


Aquella fuerza terrible que creíamos iba a desgarrar el edificio nos tiró por el suelo con la bofetada de su empuje

Pero nuestros esfuerzos por encontrar la huella esférica de su caída fueron inútiles. Allí no había el menor rastro. El jardín, la huerta, todo como antes. Y en un contraste violento con la naturaleza que irradiaba vida en el nacer de agosto, la casa ajada y lacia, con las tejas rotas, violentamente amontonadas, sin esa elegancia simétrica que les da el estar encabalgadas cada una sobre la anterior. Cristales no quedaba ni uno intacto. Y a través de las ventanas, brutalmente abiertas y desquiciadas, el interior herido, con los tabiques rotos y el polvo todavía en esa danza circular que mantiene vida hasta que se posa.

Subimos a lo alto de la colina para buscar un mayor radio de visión. Y desde allí, extendiendo la vista por la llanura del este, vimos el solar arrasado de lo que fue Hiroshima. Ya no era. Estaba ardiendo, como una nueva Pompeya. El cráter invertido de la bomba atómica había arrojado sobre la ciudad víctima la primera llamarada de un fuego blanco intenso. Y al contacto de su calor terrible, todos los combustibles ardieron como cerillas metidas en un horno. Y como si esto fuera poco, las viviendas de madera que se derrumbaron bajo la onda de la explosión, cayeron sobre brasas de los hornillos caseros que pronto se convirtieron en llamaradas de hoguera.

Ante aquel espectáculo que ni siquiera habíamos podido imaginar nos quedamos clavados en el suelo. Luego, recogiendo datos ajenos a impresiones propias, pudimos reconstruir toda la escena. A las 8.15 h de la mañana un avión B-29 americano dejó caer una bomba que hizo explosión en el aire a una altura de 1.560 m. El ruido fue muy pequeño, pero lo acompañó un fogonazo que fue el que a nosotros nos hizo el efecto de una llamarada de magnesio. Durante unos momentos, algo, seguido en una roja columna de llamas, cayó rápidamente y estalló de nuevo, esta vez terriblemente, a una altura de 570 m sobre la ciudad.

 

Salimos y desde la colina vimos el solar arrasado de lo que fue Hiroshima, la ciudad ya no existía

La violencia de esta segunda explosión fue indescriptible. En todas direcciones salieron disparadas llamas de color azul y rojo. Inmediatamente un trueno espantoso acompañado de insoportables ondas de calor que cayeron sobre la ciudad arrasándolo todo. Ardió cuanto podía arder; y las partes metálicas se fundieron. Todo esto fue la tragedia del primer momento. Al siguiente, una gigantesca montaña de nubes se arremolinó en el cielo. En el mismo centro de la explosión apareció un globo de cabeza terrorífica. Y con él una ola gaseosa a 500 millas por hora de velocidad barrió todo lo que se encontraba en un radio de 6 km. Por fin, diez minutos más tarde, una especie de lluvia negra cayó en el noreste de la ciudad.

Los japoneses, que ignoraban que había explotado la primera bomba atómica, con esa armonía imitativa de su lenguaje, designaron aquel fenómeno con la palabra pikadon. Pika era para ellos el fogonazo deslumbrador, y don el ruido explosivo que siguió después. A nosotros, como a todo el mundo, aquello nos resultaba inexplicable. A los cuatro años de guerra habíamos visto caer muchas bombas y explotar muchas granadas. Sin embargo, aquello era algo nuevo que en nada admitía comparación con lo hasta entonces conocido.

Quisimos desde el principio entrar en la ciudad. No era curiosidad macabra. Tampoco era para buscar heridos, ya que éstos eran tantos que venían a nosotros sin necesidad de salir a su encuentro. El motivo que nos impulsaba era recordar que en el mismo centro de Hiroshima, en una de las partes más damnificadas por la bomba, estaban los restos de nuestra residencia y tal vez nada más que los cadáveres de nuestros padres. Era pues, un deber de hermandad. Sin embargo, no podíamos dar un paso hacia ellos. El fuego cerraba todos los caminos, saltando de casa en casa y acorralando las calles con las lenguas rojizas de incendio.


Aquello nos resultaba inexplicable, habíamos visto caer muchas bombas, sin embargo, aquello era algo nuevo

Haríamos de la casa un hospital. Con qué ardor acogieron todos la idea. Con qué doloroso entusiasmo se dispusieron a colaborar. Me acordé que había estudiado medicina. Años lejanos ya, sin práctica posterior, pero que en aquellos momentos me convirtieron en médico y cirujano. Fui a recoger el botiquín y me lo encontré entre ruinas, destrozado, sin que en él hubiese aprovechable más que un poco de yodo, algunas aspirinas, sal de fruta y bicarbonato.

Eran más de 200.000 las víctimas. ¿Por dónde empezar? Había que obrar sin remedios y esta realidad impuso los procedimientos que cabían utilizarse. Nos encontrábamos con naturalezas gastadas por una guerra durísima, en las que los alimentos escaseaban desde hacía mucho tiempo. Tenían los fondos tuberculosos, substrato común de muchos millones de japoneses que habíamos de fortificar a fin de que duplicase sus energías para la convalecencia. Era, pues, necesario darles de comer en abundancia... y no teníamos en la despensa nada.

Nosotros, como cualquier otro japonés, vivíamos con el escaso racionamiento de arroz que nos pasaban. Y éste era tan menguado que no había posibilidad ninguna de hacer economías. Reuní a todos los jóvenes jesuitas que estaban bajo mi jurisdicción y en cuatro palabras les di la pauta de lo que tenían que hacer: ‘Vayan –les dije– a donde Dios les guíe y traigan cosas de comer. No me pregunten más. Me da lo mismo el sitio. Prestado, comprado, regalado. La cosa es que puedan comer y reponerse todos los heridos que habrá aquí cuando ustedes vuelvan de la búsqueda’. Nadie dijo nada. La idea estaba clara. La realización... Dios diría. Salieron todos.


Eran más de 200.000 las víctimas, ¿por dónde empezar? Además, había que obrar sin remedios

Los pobres aldeanos de los alrededores, que desde una distancia salvadora habían contemplado la bomba y el incendio, dieron con generosidad de lo que tenían y se ofrecieron a proporcionarnos de lo que no tenían. Y así fue. Ninguno de nuestros heridos se quejó de hambre, porque siempre pudimos darles más de lo necesario. Esta primera precaución coronó con el éxito nuestros esfuerzos. Sin saberlo, tan sólo porque Dios quiso que así fuera, atacamos de una manera inconsciente la anemia y leucemia que iba a desarrollarse en la mayoría de los atacados por las radiaciones atómicas.

Había ante todo que limpiar aquellas heridas que tenían diversos orígenes. Muchas eran consecuencias de contusiones producidas por el desplome de los edificios. Eran fracturas de huesos, y cortes, pero no como los de un sable o una bala que dejan limpios los labios de la herida, sino como los originados por el desplome de un edificio, por la presión de vigas que se hunden sobre uno, por las lluvias de las tejas pulverizadas, que desgarran la masa muscular y dejan incrustadas en ella partículas de serrín, cristal, madera... y esquirlas de los propios huesos destrozados.

Pero lo dominante, tal vez, eran las quemaduras. Como la de aquel que vino a las varias horas de la explosión con una ampolla que le cogía el pecho y el vientre, por delante y la misma extensión por la espalda. Y así muchos. Víctimas que habían caído bajo los restos de sus casas, y que sólo habían conseguido salir de los escombros cuando ya habían pagado su tributo de sangre al fuego que lo abrasaba todo. Esto era natural en una ciudad construida casi totalmente de madera.


Lo que nos desconcertaba eran las ‘quemaduras’ de muchos que aseguraban no haberse quemado

Lo que desconcertaba eran las quemaduras de muchos que aseguraban no haberse quemado. A la pregunta ritual: ‘¿Qué le ha pasado?’. La respuesta era siempre la misma. ‘No lo sé. He visto una luz, una explosión terrible, y no me ha sucedido nada. Pero al cabo de media hora he sentido que se me iban formando en la piel unas ampollitas superficiales y a las cuatro o cinco horas tenían el aspecto de una violenta quemadura que al día siguiente empezó a supurar’. Hoy ya sabemos que eran los efectos de las radiaciones infrarrojas que atacan los tejidos y producen no sólo la destrucción de la epidermis y la endodermis, sino también del tejido muscular.

Consecuencia inmediata, las supuraciones por toda la zona afectada y efecto mediato, muchas veces, una muerte inesperada que por entonces nos resultaba inexplicable. Había que hacer la punción de las heridas y desinfectarlas a sangre fría porque ni teníamos éter, ni cloroformo ni morfina ni ningún otro anestésico para las operaciones. Dolores terribles los de aquellas curas en cuerpos con una tercera parte y, a veces más, de su piel en carne viva, que les hacía retorcerse de dolor sin que de sus labios escapase una sola queja.

Debían de ser alrededor de las 16 h cuando la evaporación producida por aquel incendio de dimensiones gigantescas se condensó en una fuerte lluvia que apagó la superficie de la tierra. En el fondo, debajo de los troncos chamuscados y de los tejados hundidos, seguía crepitando una brasa que los chubascos no dejaban llamear. Era el momento de romper el cerco de fuego y entrar en la ciudad sitiada. Visión dantesca la que se presentó a nuestros ojos. Es imposible imaginársela y mucho más describirla. Muertos y heridos en confusión terrible sin que se tendiese sobre ellos la compasión salvadora de un samaritano.


Es imposible imaginar lo que vimos y mucho más describirlo: muertos y heridos en confusión terrible sin compasión posible

Ninguno de los que vivimos aquellos momentos podremos olvidarlos jamás. Gritos desgarradores, que cruzaban el aire como los ecos de un inmenso aullido. Porque aquellas gargantas, destrozadas por el esfuerzo de muchas horas pidiendo auxilio, emitían unos sonidos roncos que nada tenían de humano. Y clavándose en el alma, mucho más honda que cualquier otra pena, la que se experimentaba al ver a los niños deshechos, agonizantes, abandonados y sintiendo sobre sí todo el peso de su propia impotencia.

¡Pobre criatura aquella que se retorcía desde hacía ya ocho horas con un pedazo de vidrio clavado en la pupila del ojo izquierdo. Dolores angustiosos, porque, además de ser terribles, nadie los compartía para suavizarlos con un gesto protector, con una palabra de cariño. Más espantosa era la visión de aquel otro que se revolcaba en un charco de sangre con una gruesa astilla clavada en los intercostales. Ocho horas también con estas puñaladas de madera atravesándole el pecho.

¡Cómo nos miraba cuando nos acercábamos a él ¡Si ya no parecía vivo! Sus facciones descompuestas por el dolor habían pasado de la lividez primera a un color aceitunado verdoso. Su boca medio abierta, estaba babeando de agonía, y sus manos, en un movimiento convulso medio desesperado recorrían mil veces el camino del pecho. Y allí, sin fuerzas para sufrir más, se detenían sin poder arrancar aquella madera astillada que le mataba. ‘Padre, sálvame, que no puedo más’. Y sus ojos se avivaron un momento para pronunciar esta súplica que salió sibilante de sus labios contraídos en un espasmo supremo no sé si de confianza o de desesperación.


Clavándose en el alma, mucho más honda que cualquier otra pena, la de ver a niños deshechos, agonizantes, abandonados

Y como él, cada uno con una tortura que su mayor verdugo no habría imaginado, miles y miles de criaturas que no habían merecido ser víctimas de la guerra y que estaban purgando pecados ajenos. ¡Qué terror más desesperado debió de sentir aquel pobre niño que nos tropezamos cogido de dos vigas y con las piernas calcinadas hasta las rodillas. Se derrumbó sobre él la casa, pero ni tuvo la generosidad de dejarlo inmune ni la compasión de dejarlo muerto. No, quedó vivo. Lo mordió entre las fauces sucias de dos vigas toscas, que apretaban sin matar para prolongar su martirio. Cinco horas tardamos en llegar a donde se encontraban los cinco jesuitas. Todos heridos, pero ninguno muerto.

En nuestro avance lento de procesión macabra por las calles muertas de la ciudad llegamos a la orilla del río, no lejos del centro mismo de la explosión. Otro recuerdo imborrable en la colección de aquellas escenas dantescas que parecían no tener fin. En el momento de la tragedia y en horas sucesivas, cuando las quemaduras se empezaron a manifestar en todas sus dolorosas consecuencias, los heridos, para huir del fuego buscaron en la orilla del río un refugio contra las llamas.

Medida fatal que costó la vida a muchos millares de desgraciados. Hundidos en el limo de aquel delta que desemboca casi sin desnivel, dejaron que pasasen las primeras horas de su infortunio, perdiendo durante ellas sangre y vitalidad y energías... Cuando a la caída de la noche empezó el mar su lenta labor de contrabalanceo, las aguas dejaron de bajar, y, un momento más tarde, roto el equilibrio en favor de la marea alta, el nivel de todos los brazos del delta empezó a elevarse de una manera lenta pero continua.

 

Qué angustioso era oír los lamentos de todos aquellos heridos condenados a una muerte lenta, irremediable

Terrible suplicio el de aquellos infelices que veían la marcha ascendente de las aguas. Prisioneros de su debilidad y de la tierra cenagosa en que temerariamente se habían sumergido, oían la carcajada, aquel día macabro, de las olas que rompían en cada paredón. Pronto llegaría la última. Sus bocas se llenaban hasta el borde y en el estertor de su asfixia, todavía encontraban fuerzas para despejar los pulmones una vez más. Hasta la nueva ola. Hasta la que fuese definitiva y cubriendo sus cabezas no se retirase más.

¡Qué angustioso era oír los lamentos de todos aquellos centenares de heridos condenados a una muerte lenta, irremediable, que la conocieron como un destino cierto mucho antes de que las primeras víctimas empezasen a resolverse en las agonías de su largo combate! A la mañana siguiente, todo el lecho del delta estaba empedrado de cadáveres hinchados con el agua salobre del Pacífico. Ni uno solo se había podido escapar.

 

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