Por: Jesús Martínez Gordo
El Diario Vasco, 12.XII.
2020
No hace mucho me contaba un amigo que los obispos que vienen presidiendo, durante veinticinco años, la diócesis de Bilbao (quince mons. Ricardo Blázquez y diez, mons. Mario Iceta) y, algunos menos, las de S. Sebastián y Vitoria, habían sido enviados para reconducirlas al “buen camino” de una involución eclesial que, gestada en el Sínodo de obispos de los Países Bajos (1980), fue aplicada, a partir de entonces, sin consideraciones de ninguna clase. Y me recordaba cómo, repasando las “Conclusiones” de este singular encuentro, celebrado en el Vaticano, bajo la presidencia de Juan Pablo II y los “pesos pesados” de la curia de aquel tiempo, el entonces obispo de Roma reivindicó —apoyado en una concepción monárquica del primado de Pedro— la centralidad absoluta del papado hasta en los asuntos más nimios. Como resultado, se empezaron a promover al episcopado —tanto en Holanda como en el resto del mundo— a sacerdotes cuya sintonía con los propuestos modelos de Iglesia y gobierno estaban fuera de toda duda.
Esta política de nombramientos fue
aplicada al pie de la letra en España y en el País Vasco, encontrándose al
frente de la Conferencia Episcopal el cardenal mons. Rouco: “el problema” que
tenían que atajar no era tanto —como todavía se sigue escuchando en algunos
medios de comunicación social— el del supuesto nacionalismo de esas iglesias, cuanto
el de la recepción del Vaticano II en curso. Fue así como se cerró, también en la
llamada “Holanda del Norte”, una época de obispos que, porque presidían sus
respectivas diócesis en fidelidad al Evangelio leído a la luz del Vaticano II,
supieron mantener el equilibrio —siempre difícil, pero fuente de una enorme
creatividad— entre la responsabilidad por la unión eclesial y las exigencias de
una imprescindible “puesta al día”. El resultado de esta política de
nombramientos, activada a partir de 1980, fue la desaparición de este tipo de
obispos y la promoción —como dijo en su día el cardenal Tarancón— de otros, aquejados
de torticolis, de tanto mirar a Roma.
Es referencial, al respecto, la Asamblea
Diocesana (1984-1987) de Bilbao y las propuestas, entonces votadas y aprobadas:
la gran mayoría de ellas, ratificadas por mons. L. M. Larrea y J. M. Uriarte;
otras, muy pocas, referidas a asuntos reservados a la Santa Sede, comunicadas
por los obispos al Vaticano. Y también lo es el bloqueo de todas ellas por
parte de los prelados posteriores. Ha habido quien me ha recordado que, siempre
que se les preguntaba si habían recibido consignas al respecto, tanto mons. R. Blázquez
como mons. M. Iceta respondían que no había nada de nada; que todo eran
“fantasías conspiranoicas”. Y siempre recibían parecida réplica: es muy
probable que no haya consignas porque Vds. —habida cuenta del perfil teológico,
espiritual y pastoral que presentan— son la consigna.
La consecuencia, no buscada, pero
inevitable, de este cambio fue el inicio de una cascada de abandonos que, por
supuesto, no provocaron autocritica alguna en la curia o en el papado ni
tampoco en los obispos directamente concernidos. Al parecer, todo o casi todo,
era consecuencia de una secularización agresiva o del derrumbe de un
catolicismo sociológico. Ya se sabe que en todas las instituciones los hay que —al
igual que en el Titanic— siguen tocando, aunque el barco naufrague… Si se
analiza la situación actual de algunas iglesias en la Europa occidental,
incluidas las del País Vasco, no cuesta mucho concluir que más se parecen a
instituciones arrasadas por lo que se podría denominar el “tsunami wojtyliano” que,
a colectivos humanos, numerosos, potentes, creativos y envidiables por su
fuerza evangélica, como lo fueron en el tiempo inmediatamente posterior al Vaticano
II.
Parece que la “promoción” de mons. Iceta al arzobispado de Burgos puede abrir un nuevo tiempo en las iglesias del País Vasco si, como, es previsible, se asiste al nombramiento de nuevos obispos con un perfil sustancialmente diferente, tanto en Bilbao como, es de esperar, también en S. Sebastián. Sería deseable que estos nuevos prelados sintonizaran más con el Evangelio —leído y vivido desde los montes de las Bienaventuranzas y del Calvario— que con el código de derecho canónico. Como también, que “olieran más a oveja” y menos a naftalina y se olvidaran de ser “obispos de aeropuerto” y dedicaran más tiempo, al empleado hasta el presente, a escuchar las alegrías y las penas de sus diocesanos y de la ciudadanía en general, o que, por lo menos, les prestaran la misma atención que a lo que se cuece en el Vaticano y se dice en algunos medios de comunicación social. Y que, echando aceite en las heridas abiertas, empezaran a tender puentes con tantas y tantas personas y colectivos autoexiliados —y hasta vetados— durante este tiempo de involución eclesial. Ya sé que, vista la manera nepótica de nombrar obispos, habrá quien entienda que estoy formulando un imposible; pero, entre hacer la ola o callarme como un mudo, prefiero quedarme afónico.
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