viernes, 15 de febrero de 2013

Luces y sombras de un pontificado de transición


Jesús Martinez Gordo

El pontificado de Benedicto XVI, que se inauguró en la primavera de 2005, abrió un tiempo en el que parecían pasar a un segundo plano el lenguaje y la forma autoritativa desplegados por J. Ratzinger en la fase precedente, como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe.

Es cierto que Benedicto XVI va asumiendo poco a poco un estilo mucho más propositivo. Esto es algo que puede apreciarse, por ejemplo, en sus encíclicas “Deus caritas est” (2005, “Spe Salvi” (2007) y “Caritas in veritate” (2009) o en sus consideraciones sobre la laicidad inclusiva del Estado o en sus indicaciones sobre la necesidad de que la iglesia se recoloque valientemente en el nuevo marco político que está emergiendo en Europa o en la publicación de una Cristología personal para la que solicita una lectura “simpática” y un debate teológico enriquecedor.

Y también es cierto que sorprende gratamente cuando defiende la conveniencia de ser más audaces en el ecumenismo o cuando denuncia el capitalismo depredador que se encuentra en la raíz de la actual crisis económica y política o cuando manifiesta su interés por la dolorosa situación del continente africano y se rebela contra su inmensa explotación. Un capítulo aparte merecen las valientes y firmes decisiones que adopta para erradicar la pedofilia en la Iglesia y cualquier encubrimiento de la misma.

Éstas son, por lo menos, algunas de las aportaciones y decisiones que llaman positivamente la atención del pontificado que se va a clausurar el próximo 28 de febrero.

Sin embargo, las luces siempre vienen acompañadas de sombras. Es normal en toda obra humana. Y el gobierno de la Iglesia católica también lo es.

Entre ellas habría citar sus comentarios sobre el Islam y la violencia; su diagnóstico de la conquista de América latina (y las dificultades que ha tenido para comprender empáticamente lo que acontece en dicho continente); su aparente fracaso en el intento de renovar la curia vaticana; su desmesurada denuncia sobre la supuesta “prostitución” del teólogo; la “Notificatio” a Jon Sobrino; la recuperación de la misa en latín; la defensa a ultranza del preservativo; los puentes de plata tendidos a los anglicanos que se quieren pasar al catolicismo por desacuerdo con la ordenación de mujeres y el llamado caso “Vatileaks”. He aquí algunos de los datos que eclipsan el cambio pronosticado por ciertos cardenales e, incluso, teólogos el día de su elección.

Son estas últimas decisiones y posicionamientos magisteriales los que han llevado  a muchos de sus críticos a sostener que numerosos diagnósticos y posicionamientos personales como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe e, incluso, de tiempos anteriores, han acabado en decantamientos doctrinales y en decisiones papales o, en todo caso, han sido referencias indiscutibles para sus colaboradores más cercanos en el Vaticano.

Tal es el caso, por ejemplo, de sus criticas valoraciones sobre la renovación litúrgica propiciada por Pablo VI (produjo “unos daños extremadamente graves”) y su apuesta por recuperar la misa en latín o su reciente decantamiento por una traducción literal del canon romano. Sorprendente fue en su día la valoración que le merecía el papel de los teólogos en el concilio y postconcilio: con la autoconciencia de ser los únicos representantes de la ciencia, por encima de los obispos. Semejante diagnóstico explica la posterior recolocación de los teólogos como difusores del magisterio episcopal y papal y la retirada de la “missio canonica” a un grupo significativo de ellos.

Otro tanto se puede decir sobre la supuesta debilidad magisterial de buena parte de los obispos, particularmente en el Concilio (dando alas a la llamada “iglesia popular”) y la desaparición a partir de 1985 del imaginario iglesia “pueblo de Dios” en favor de la Iglesia como “comunión”. En la misma longitud de onda se ubica su denuncia sobre el peligro de división y fragmentación que amenazaría a la iglesia postconciliar en nombre de la colegialidad episcopal y de la corresponsabilidad bautismal

Estos son algunos de los diagnósticos que no sólo han reforzado la pérdida de entidad magisterial de las conferencias episcopales o la prohibición de que los sínodos puedan formular peticiones de revisión sobre cuestiones reservadas a la Santa Sede, sino que, sobre todo, han fortalecido una forma de ejercicio del primado que se acerca al existente antes del concilio y que estaba fundamentado en la división entre el “poder de orden” y el “poder de jurisdicción”.

Su tesis, en confrontación con W. Kasper -mientras fue Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe- sobre la precedencia “lógica y ontológica de la iglesia universal sobre la iglesia local” ha supuesto una revisión del decreto conciliar “Christus Dominus” 11 en el que se sostiene que en la diócesis “se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo que es una, santa, católica y apostólica”, relegando “ad calendas graecas” la posibilidad de que las Iglesias locales también puedan ser sujetos de derechos y deberes en la comunión católica.

Si bien es cierto que no le ha faltado razón cuando ha denunciado la llamada dictadura del relativismo y la prevalencia de la verdad sobre la libertad, también lo es que no ha dado con una articulación suficientemente equilibrada entre verdad, amor y derechos humanos en el seno de la Iglesia y, particularmente, en el gobierno de la misma.

En apretada síntesis: es bastante probable que uno de las decisiones más problemáticas haya sido la confianza reiteradamente depositada en su amigo, confidente y mano derecha (T. Bertone) como Secretario de Estado. La historia tendrá que clarificar en qué medida muchos o algunos de los mayores problemas de su pontificado también pivotan en buena medida en esta decisión.  En cualquier caso, parece difícilmente cuestionable que su pontificado va a quedar positivamente marcado para siempre no tanto por la gestión desplegada mientras estuvo al frente de la barca de Pedro, sino por el reconocimiento de que ya no tiene las fuerzas requeridas “para ejercer adecuadamente el ministerio petrino” y, a diferencia de Juan Pablo II, por su renuncia.

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