sábado, 16 de febrero de 2013

Contra la erradicación de ‘buenas prácticas’ diocesanas


 Sebastián Garcia Trujillo


Para comenzar, una parábola. Una esposa pregunta a su marido: “¿me amas?”[1]. El marido la mira sorprendido, como si ambos esposos estuvieran en sintonías distintas, hasta que, un tanto molesto porque se trata de una pregunta reiterativa, el varón se levanta y acude a la biblioteca (“Busca un libro de poemas, porque quiere  decirme una cosa bonita”, piensa la mujer).
 
 El marido extrae de la estantería el Código de Derecho Canónico y, tras mascullar: ‘a ver si te enteras, de una vez’, lee a la esposa: “La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida (Dios mío, ‘un consorcio’, piensa la esposa), ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole (horror, lo de prole se refiere a mis hijo/as), fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados” (Título VII, art. 1055).

La mujer, aturdida, insiste: “Te pregunto si me amas, es decir, si te fías de mí, si me valoras positivamente, si me crees capaz de tener criterio propio útil para las situaciones complicadas que se nos presentan, si aceptas que nos complementamos y que, en algunas cosas, cada uno de nosotros llega más allá que el otro, si…”.

El marido, cada vez más mosqueado (¿irritado?), eleva la voz, como si sospechara que la mujer se está haciendo la sorda, y sigue leyendo, remarcando con rintintín cada una de las sílabas: “Las propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad, que en el matrimonio cristiano alcanza una particularidad firmeza por razón del sacramento” (Título VII, art. 1056). La mujer, desanimada, baja los brazos, mientras masculla: “No te enteras, Contreras”, que, mutatis mutandis, recuerda (y sirva de moraleja a la parábola) aquello de san Pablo: “¡Gálatas insensatos! ¿Quién os ha hechizado?... una cosa quiero que me expliquéis: ¡Habéis recibido el Espíritu por cumplir la ley o por haber escuchado con fe”? (Gal 3, 1-2).      

Traigo a cuento esta parábola a raíz de lo sucedido en varias sesiones del Consejo Pastoral Diocesano de Bilbao, que se repitió, una vez más, en la del sábado 9 de febrero del 2013. Estábamos reunidos más de sesenta personas, se presupone de lo más granado de la diócesis de Bilbao en cada uno de las actividades pastorales de nuestra comunidad cristiana. Reflexionábamos sobre un tema delicado, que ahora no viene a cuento señalar, porque podría ser cualquier asunto de tratamiento controvertido. Una vez más (y van….), se le preguntó al sr. Obispo por el valor que iba a dar a las aportaciones tan trabajosas de los miembros del Consejo Pastoral Diocesano. La primera reacción del sr. Obispo fue no darse por enterado. Ante la insistencia posterior, el sr. Obispo hubo de contestar y, como en la parábola del inicio, lo hizo acogiéndose a la literalidad del Código de Derecho Canónico: “Según el Código de Derecho Canónico, dijo, este consejo es meramente consultivo y así lo voy a considerar yo en mis decisiones. Esto no significa, añadió, que sus aportaciones vayan a ir directamente a la papelera. Yo las tendré en cuenta”.

Esta respuesta exige de todos nosotros una fe en la buena voluntad del sr. Obispo, que, como prueban no pocas decisiones tomadas por él hasta ahora, no parece que se ha ganado (entre otras, su propia elección, primero como obispo auxiliar y luego titular de esta diócesis, sin tener la participación de los consejos diocesanos; la inexplicada elección de un segundo vicario general, que da pie a la sospecha de que lo que pretende es contrarrestar la influencia del vicario general elegido por las bases; la elección del rector del seminario, propuesta, como hecho consumado, al Consejo del Presbiterio tras hacerse pública su designación por el sr. Obispo; iniciativas pastorales sin el respaldo de los párrocos afectados; la escasa y decreciente incidencia del Consejo del Presbiterio (también meramente consultivo) en temas que le incumben; el traslado de la sede del seminario; la nueva estrategia vocacional, el apoyo acrítico a los movimientos neoconservadores…).

El asesoramiento meramente consultivo de los organismos diocesanos recogido por el Código de Derecho Canónico es una forma aproximada a los que se conoce comúnmente como despotismo y, dentro de la gama de despotismos posibles, está más próximo al despotismo absoluto (“El Estado soy yo”), anterior al desarrollo de la democracia), que al despotismo ilustrado más suave de la Modernidad: el poder lo ejerce el grupo de los listos, de los aristócratas, de los  jerarcas, de los amigos…[2]. Sucede, empero, que este modelo, tan querido por las autoridades de la Iglesia Católica, está en los antípodas del propuesto por Jesús en el evangelio: “Sabéis que entre los paganos… los poderosos imponen su autoridad. No sea así entre vosotros, quien entre vosotros quiera llegar a ser grande que se haga vuestro servidor” (Marcos, 10, 42-43).

Cada día son más los motivos que debieran impulsar a los cristianos a proponer modelos de ejercer la autoridad alternativos al elegido por el Código de Derecho Canónico que tan querido le es al sr. Iceta[3].

Hay que señalar, en primer lugar, que el Código de Derecho Canónico no recoge formas de gobierno inspiradas ni por Jesús ni por sus apóstoles, sino que es fruto de los avatares históricos del momento en que es redactado. El anterior al actual, aprobado en 1917, refleja las conclusiones parciales del Vaticano I. Este Concilio estuvo condicionado por la disminución del poder político del Papa como consecuencia de la pérdida de los Estados Pontificios y por el asentamiento creciente de las instituciones democráticas en el mundo (no pocos estados se declararon aconfesionales) a las que se opuso, digamos que de forma un tanto precipitada (¿histérica?) la Iglesia Católica.

Para compensar esta disminución del poder papal, el Concilio Vaticano I acentuó hasta el extremo los rasgos del poder del Sumo Pontífice (infalibilidad papal, centralización de poderes en la curia romana), a fin de que el Papa recuperara el influjo social que había perdido. El Concilio Vaticano I hubo de concluirse precipitadamente, sin que los padres conciliares tuvieran la oportunidad de equilibrar el poder papal con el de los obispos, tal como estaba previsto Este clima de poder absoluto papal propició una redacción del Código de Derecho Canónico piramidal y centralista.

El Concilio Vaticano II (1962-65) trató de reequilibrar el ejercicio de ministerio de autoridad en la Iglesia con el reconocimiento de la colegialidad de los obispos y el protagonismo del pueblo de Dios. En esta línea es muy significativo el cambio realizado por los padres conciliares en la Constitución Lumen Gentium. En la redacción propuesta por la curia vaticana se ponía en primer lugar a los jerarcas y en último lugar a los fieles laicos. Los padres conciliares, sin embargo, invirtieron este orden, poniendo en primer lugar al pueblo de Dios por delante de la jerarquía, cambio que apoyaron por abrumadora mayoría, los padres conciliares.

Lógicamente la nueva redacción del Código de Derecho Canónico, llevada a cabo en 1983, debiera haber recogido esta nueva explicitación de la teología del ministerio de la autoridad en la Iglesia Católica. Así lo esperaba, por ejemplo Karl Rahner, cuando mostraba su esperanza en el recién fundado sínodo de los Obispos,“en el caso, decía, que no se limite a proceder en una forma meramente consultiva”[4].

Pero el Concilio Vaticano II ha sido aguado en sus mejores aportaciones por el protagonismo recuperado, especialmente desde el pontificado de Juan Pablo II, de aquellos que defienden propuestas rechazadas en el Concilio Vaticano II[5]. Una de las manifestaciones más palmarias de este retroceso respecto del espíritu (y la letra) del Vaticano II son precisamente las propuestas recogidas en el actual Código de Derecho Canónico, que sostiene el carácter meramente consultivo del Consejo Pastoral Diocesano.

Lo malo de este anacronismo en el ejercicio del ministerio de la autoridad (al que pudiéramos añadir otros similares, como la situación de la mujer en la Iglesia católica; la obsesión con el celibato sacerdotal, cuando los mínimos exigidos a la evangelización están desatendidos; el puritanismo católico en la moral afectiva y el laxismo en la moral económica, etc…), lo malo de estos anacronismos, digo, es que aumentan de forma artificial las dificultades reales a la transmisión del mensaje salvador de Dios al mundo actual, que es el quehacer fundamental de los seguidores de Jesús. “¡Guías ciegos, que filtráis el mosquito y os bebéis el camello!” (Mat, 23, 24).

Lo más destacable de la situación actual es que nos retrotrae a una polémica que, tras mucho esfuerzo y oración, teníamos solucionada. Cuando, a raíz de la Asamblea Diocesana de 1984-87 para la adaptación de nuestra diócesis a las directrices del Concilio Vaticano II, se planteó el ‘estatus’ de los órganos de reflexión diocesanos (Consejo del Presbiterio, Consejo Pastoral Diocesano, etc…), se llegó a un equilibrio satisfactorio, que muestra que, de hecho, el que los consejos diocesanos sean consultivos y/o deliberativos, no es tanto un decisión formal (el Código dice…), sino de voluntad (opción) eclesial.

Las normas entonces vigentes establecían, como ahora, el carácter meramente consultivo de de los consejos diocesanos, pero don Antonio Añoveros (1971-79), obispo a la sazón de la diócesis de Bilbao, declaró que, “salvo que las propuestas de los Consejos fueran contra su conciencia” asumiría como propias las conclusiones colegiadas -con el obispo a la cabeza, evidente- a las que se llegara en los mismos. Formalmente los Consejos seguían siendo consultivos, pero el compromiso explícito del sr. Obispo hacia que de hecho fueran deliberativos. A lo largo de los años, incluso tras la aprobación del nuevo Código de Derecho Canónico, no hubo problema alguno ni teórico, ni práctico, y sí un enriquecimiento mutuo de las aportaciones e implicaciones de todos los partícipes en los respectivos consejos diocesanos. Esta práctica siguió vigente sin incidencias durante el episcopado de Luis Mª de Larrea (1979-1995), en ambos casos con Juan Mari Uriarte como obispo auxiliar.

Todo se frustró cuando don Ricardo Blázquez (1995-2010) sobrepuso la interpretación literal del Código de Derecho Canónico a las buenas prácticas vigentes en nuestra diócesis. Don Mario Iceta (2010- …), por lo que se ve, también prefiere la dirección centralizadora -personalista- y juridicista de la diócesis a la recuperación de la primavera que se anunció en el Vaticano II y en la Asamblea Diocesana. Nos toca pasar frío.
                                                        


[1] Algunas versiones señalan que la mujer está realmente enamorada y que el marido le ha sido impuesto en pleno siglo XXI, siguiendo una costumbre vigente en el siglo XIX. ¿Habrá personas en el siglo actual que viven y piensan, en determinados temas al menos, como en el siglo XIX?
[2] WIKIPEDIA. El despotismo ilustrado es un concepto político que surge en el siglo XVIII, que se enmarca dentro de las monarquías absolutas y que pertenece a los sistemas de gobierno del Antiguo Régimen europeo, pero incluyendo las ideas filosóficas de la Ilustración, según las cuales, las decisiones del hombre son guiadas por la razón. Los monarcas de esta doctrina contribuyeron al enriquecimiento de la cultura de sus países y adoptaron un discurso paternalista. También se le suele llamar despotismo benevolente o absolutismo ilustrado; y a quienes lo ejercen, dictador benevolente.
[3] RAHNER, K., “El Concilio, nuevo comienzo”. Conferencia a propósito de la clausura del Concilio Vaticano II, el 12 de diciembre de 1965, en Munich: “En efecto, (en el Concilio Vaticano II)  se ha manifestado que el principio colegial y sinodal de la Iglesia -no obstante tener ésta su cabeza en el sumo pontificado- no deja de ser una magnitud de poder real en la Iglesia, que ha vuelto a salir más claramente a la luz si eventualmente se había oscurecido”.

[4] RAHNER, K., “El Concilio, nuevo comienzo”. Conferencia a propósito de la clausura del Concilio Vaticano II, el 12 de diciembre de 1965, en Munich.
[5] CODINA, V., Hace 50 años hubo un concilio, CyJ, 182, p. 22-23: “La minoría conciliar que fue ‘derrotada’ por el Vaticano II, poco a poco ha ido enarbolando la interpretación y conducción del Vaticano I (Alberigo). Lentamente hemos ido pasando de la primavera al invierno conciliar (K. Rahner), a una vuelta a la gran disciplina (J. B. Libanio), a una restauración eclesial (G. C. Zizola), a una noche oscura eclesial (J. I. González Faus)… Muchos de los documentos eclesiológicos del magisterio que se han ido produciendo en tiempo de Juan Pablo II, como Apostolos suos (1998) sobre las conferencias episcopales, Communionis ordo (1992) sobre las iglesias locales y la Instrucción sobre la colaboración de los fieles laicos en el ministerio de los sacerdotes (1987), marcan un claro retroceso respecto a la inspiración más profunda del Vaticano II”.

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