lunes, 21 de mayo de 2012

La renovación de la Iglesia en el pontificado de Pablo VI (1963-1978)


Jesús Martínez Gordo 


 Tras la muerte de Juan XXIII, y una vez finalizada la primera sesión conciliar (1963), se inicia el pontificado de Pablo VI. A él le corresponderá culminar la recién iniciada asamblea episcopal y, sobre todo, proceder a su aplicación, una vez clausurada. Su pontificado es objeto –cuando menos- de dos valoraciones: la que entiende que es quien pone las bases (por su comportamiento ambivalente, incluso en el mismo aula conciliar) para una lectura involutiva del Vaticano II y la que considera que pone en funcionamiento (tímidamente, por supuesto) una cierta renovación de la iglesia que será frenada en los siguientes pontificados, sin dejar de reconocer, por ello, la importancia de algunas de las trabas (mediante reservas papales) que pone a los padres conciliares.


El juicio de Giovanni Franzoni. Los participantes en el XXI Congreso de Teología celebrado en Madrid del 8 al 11 de septiembre de 2011 tuvieron la oportunidad de escuchar el sincero y conmovedor testimonio de G. Franzoni sobre su participación en el Vaticano II y –en palabras suyas- la penosa historia de su traición a manos de Pablo VI sin –siquiera- haber sido clausurado. La recepción involutiva del Vaticano II no arranca, como habitualmente se suele entender, con el pontificado de Juan Pablo II y auxiliado por J. Ratzinger, sino en el aula conciliar, siendo el papa Montini el sucesor de Pedro. Con palabras de G. Franzoni: “fue el mismo Pablo VI quien puso las premisas para que el Concilio pudiera ser, al menos en parte, ‘domesticado’ y el postconcilio ‘enfriado’”. Y un poco más adelante abunda en la misma tesis: el papa Montini “tomó decisiones que amputaron el Concilio en sus potencialidades, y puso las premisas para una interpretación reductiva de los documentos del Vaticano II”.

Avalan esta conclusión, cuando menos, siete polémicas intervenciones suyas a lo largo de los trabajos conciliares y también en el tiempo inmediatamente posterior a la clausura de la asamblea episcopal:

1.- La famosa “Nota explicativa previa” a la Lumen Gentium (concretamente, al capítulo tercero) que va al final del documento conciliar, aguando –cuando no, disolviendo- la colegialidad episcopal.

2.- La proclamación de María como “Madre de la Iglesia”, siguiendo al episcopado polaco­ y desoyendo el parecer mayoritario de los padres conciliares que la veían como “Madre en la Iglesia”, es decir, como discípula de Jesús  y no “sobre” la Iglesia.

3.- La reserva de la cuestión del celibato de los presbíteros ante la petición de algunos padres conciliares para que se ordenaran hombres maduros, (los que serán llamados más adelante, “viri probati”), es decir, padres de familia y con una vida profesional asentada.

4.- La reserva sobre la cuestión de los medios moralmente lícitos para regular la natalidad.

5.- La asignación  de una responsabilidad meramente consultiva a los sínodos de obispos, dejando al Papa libre para acoger o rechazar sus propuestas. En realidad, semejante decisión obedecía a una estrategia que -alimentada, una vez más, por la curia vaticana- pasaba por “de-potenciar el Concilio y, particularmente, la colegialidad episcopal.

6.- El desinterés por dotar a la Iglesia de las instituciones adecuadas en las que visibilizar y concretar la afirmación conciliar de la Iglesia como “pueblo de Dios”. Podría haber creado algo así como un senado de la Iglesia católica en el que estuvieran representados obispos, sacerdotes, monjes, monjas, religiosos, religiosas, laicos, hombres y mujeres, para debatir los grandes problemas. Nada de eso vio la luz.

7.- Finalmente, su negativa a que las mujeres pudieran acceder al sacerdocio.

G. Franzoni entiende que la gran mayoría de estas intervenciones papales obedecen a una bienintencionada preocupación por evitar la ruptura de la comunión, sobre todo, entre la minoría y la mayoría conciliar. Sin embargo, le resulta incontestable que su “obra de mediación terminó por limitar o cancelar la libertad del Concilio y, sobre todo, difirió al futuro problemas que más tarde reventarían, provocando consecuencias desastrosas. Montini estaba obsesionado por la búsqueda de una unanimidad moral sobre todos los textos conciliares: noble propósito, que sólo habría adormecido, más no cancelado, tensiones punzantes”. 

Este severo juicio no le impide reconocer también algunos puntos positivos en su pontificado tales como su inequívoco compromiso en favor de la paz y la justicia en el mundo o la renuncia a la tiara papal, símbolo arrogante del poder temporal -también político- del papado; aunque semejante renuncia no haya supuesto el abandono de un modelo de gobierno absolutista, heredado de la historia.

Sin negar los hechos reseñados por G. Franzoni, no comparto su valoración del pontificado de Pablo VI. Entiendo, más bien, que lo poco que se ha podido experimentar de lo mucho bueno que hay en el Vaticano II se lo debemos a él. Éste es un importante punto que G. Franzoni no tiene debidamente en cuenta y, por ello, no lo resalta como es debido. Muy probablemente, porque los testigos directos de determinados acontecimientos –en este caso, de relevancia mundial- tienen dificultades para marcar distancias y valorar una gestión con perspectiva histórica.

Los tres ejes mayores del pontificado de Pablo VI. A diferencia de G. Franzoni, creo que el pontificado de Pablo VI está presidido por tres grandes objetivos que el mismo papa Montini explicita en sendos documentos de indudable calado:

·        la renovación de la iglesia (“Ecclesiam suam”, 1964),
·        la promoción de la justicia (“Populorum progressio”, 1967) y
·        la evangelización del mundo (“Evangelii nuntiandi”, 1975)

Por razones de tiempo y espacio centro mi aportación en la primera de las encíclicas, es decir, en la renovación de la Iglesia, quedando para otra ocasión el estudio de la promoción de la justicia y la evangelización.

La renovación eclesial. Pablo VI explicita las opciones de fondo de la renovación eclesial en su encíclica “Ecclesiam suam” (1964). Y lo hace señalando las tres preocupaciones que “agitan” su espíritu:

·        purificar la Iglesia de todos los defectos que aparecen cuando se la contrasta con Cristo;
·        acertar con el método que posibilite su renovación de una manera prudente y
·        precisar las relaciones que la Iglesia ha de mantener con el mundo.

La Iglesia, señala Pablo VI, ha de “aggiornarse –como proponía Juan XXIII- en fidelidad a su Fundador y estar atenta a los signos de los tiempos. La comunidad cristiana “no está separada del mundo, sino que vive en él”. Lo cual es una invitación permanente a “estudiar las señales de los tiempos”, “probar... todo y apropiarse lo que es bueno; y ello, siempre y en todas partes”. Obviamente, ésta es una tarea incompatible con la inmovilidad y el rechazo sistemático de todas aquellas costumbres aceptables de nuestro tiempo.

El Papa Montini tiene que articular este interés por la renovación de la iglesia con su responsabilidad por guardar la comunión. Es la atención a este equilibrio –tan inestable como frágil- la que explica (aunque no siempre justifique) el cuidado que presta a los sectores más reacios a los cambios que se están proponiendo. Éste es el contexto en el que hay que entender, por ejemplo, la “Nota explicativa previa” a la “Lumen Gentium” o la proclamación de María como Madre de la Iglesia.

Sin embargo, tales esmeros no bloquean una recepción, cierto que temerosa, del concilio Vaticano II. Prueba de ello es que el Papa Montini favorece la tímida renovación eclesial que se vive en el tiempo inmediatamente posterior a la finalización del concilio Vaticano II. Basta estudiar la reforma litúrgica que propicia (1963-1969); el “Motu Propio” “Apostolica sollicitudo” (15. IX.1965) por el que instituye el sínodo de los obispos; la carta apostólica “De episcoporum muneribus” (15.VI.1966) mediante la que reconoce la plenitud de poderes episcopales; el directorio pastoral para los obispos “Ecclesiae imago” (1973), probablemente, el texto más logrado de su pontificado desde el punto de vista jurídico y pastoral; la constitución apostólica “Regimini Ecclesiae universae” (1967) gracias a la cual impulsa una limitada reforma de la curia vaticana; la creación de la Comisión Teológica Internacional (1969); la carta apostólica “Ecclesiae sanctae” (16.VIII.1966) por la que procede a la renovación de la vida religiosa y, sin ánimo de ser exhaustivos, el relanzamiento del ecumenismo.

Merecen un tratamiento menos elogioso sus reservas al control de la natalidad y al celibato opcional de los presbíteros, la reapertura del debate sobre la identidad y espiritualidad de los sacerdotes y la ambigüedad en que queda sumida la deseada articulación entre secularidad y ministerial laical a partir del sínodo de obispos de 1971.

A lo largo de su pontificado se asiste, además, a las primeras decisiones en favor de un mayor protagonismo de la mujer en la iglesia y a la apertura del debate sobre la posibilidad de su acceso al ministerio sacerdotal y, más concretamente, al presbiterado. Es una cuestión que Pablo VI –a diferencia de Juan Pablo II- cerrará provisionalmente, por tanto, no “definitivamente”.

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