Es posible otro afrontamiento de la crisis ministerial
PRIMERA PARTE
Sin embargo,
este diagnóstico del teólogo francés –acertado en el fondo- necesita ser
matizado en dos puntos: el primero, referido a la condición de minoría de la
iglesia y, el segundo, para precisar lo que se entiende por “paganismo”.
En primer
lugar, es cierto que la Iglesia ya ha pasado a lo largo de su historia por una
situación semejante, pero es preciso reconocer que el escenario en el que nos
estamos adentrando no deja de ser una inquietante novedad para una institución
cuya existencia ha transcurrido (durante la mayor parte de su historia) en un
régimen hegemónico y en unas condiciones sociológicas en las que lo realmente
extraño y sorprendente era no ser cristiano o católico. Y si es cierto que esta
constatación –de la que se empieza a ser consciente de una u otra manera–
obliga a repensar muchas pautas de comportamiento, mediaciones y estrategias
hasta no hace poco incuestionados e incuestionables, no deja de ser menos
cierto que la comunidad cristiana no parece estar preparada ni mentalizada para
proceder al cambio de perspectiva que demanda.
Y, en
segundo lugar, es preciso recordar que no se va a regresar a una situación de
paganismo puro y duro, sino de secularización coexistente con una religión
difusa. Quizá el ejemplo más patente de esta amplia religiosidad sociológica y
bajísima pertenencia efectiva es la que arrojan los datos estadísticos, por
ejemplo, de la iglesia en Suiza donde el
5 % de sus ciudadanos se declara ateo, el 80 % cristianos y, sin embargo, sólo
entre el 5 y el 10 % son practicantes. Algo de esto empieza a ocurrir en
algunas iglesias locales de España, particularmente en Cataluña y en el País
Vasco.
Entre ser resto o residuo. La Iglesia se está jugando su ser o no ser según el
camino que se emprenda. Si, por ejemplo, la estrategia que se asume es la de la
inhibición (esperando a que los tiempos mejoren o a que llegue el momento de la
jubilación sin mayores sobresaltos), se están poniendo las bases para que la
comunidad cristiana acabe siendo un residuo ya que la tarea que se desempeñe
consistirá, en el mejor de los casos, en mantener lo actualmente existente.
En la estrategia inhibicionista
lo importante es cuidar y mantener la agrupación sociológica de creyentes (sean
éstos permanentes u ocasionales) ya que son ellos quienes garantizan lo imprescindible
para que una parroquia (o una agrupación de varias de ellas) pueda seguir
funcionando, aunque sea bajo mínimos: un horario de acogida y de despacho, la
atención a las demandas cultuales (particularmente, sacramentos de la iniciación,
así como funerales, misas de salida y eucaristía dominical) y una economía lo
más saneada posible. No suele haber más pretensiones, por ejemplo, en una buen
parte de las remodelaciones (frecuentemente entendidas como mera y simple
agrupación de parroquias) que se han realizado en muchas diócesis.
La estrategia inhibicionista es propia, sobre todo, de quienes no
desean complicarse para nada la vida ni pagar los costos que supondría dejar a
las generaciones futuras un proyecto de remodelación con el que salir, al
menos, al paso de lo que parece venirse irremediablemente encima.
Ignorando la consistencia de los hechos aportados y la razonabilidad
de las previsiones que se establecen, prefieren ir tirando y que sean otros
(los de arriba, los de abajo o los que vengan por detrás) quienes asuman la
responsabilidad y, sobre todo, los costes de tomar decisiones pastorales con un
cierto coraje pastoral. Y cuando irremediablemente llegue ese momento, es muy
probable que ya no quede por administrar más que una disolución o un cierre que
hubiera podido ser evitado si se hubiera tenido el arrojo y la audacia
evangélica requeridas en su día.
Es más que evidente que el peligro que no logra eludir esta estrategia
es el de que lo poquito que todavía exista se vaya apagando irremediablemente.
La comunidad cristiana corre alto riesgo de ser un residuo desechable,
difícilmente reciclable y condenado a una irrelevancia tan dulce como segura y
mortal. Hay llamadas a la moderación y a la tranquilidad que son anticipos de
una liquidación en buena parte evitable.
Pero si la opción que se adopta se decanta por favorecer el nacimiento y el acompañamiento por laicos de comunidades
evangelizadoras que superen las meras agrupaciones socio-religiosas,
entonces es probable que se estén poniendo los fundamentos para que emerjan de
la crisis una Iglesia y unas comunidades cristianas con conciencia de ser un
resto, aptas, por tanto, para hacerse presentes como fermento -desde su minoría
sociológica- en la sociedad. Tales son, por ejemplo, los casos de las diócesis
y de Poitiers (Francia) y de Udine y Bolzano-Bressanone (Italia).
En estas iglesia locales se ha procedido a una remodelación pastoral
no en función de las posibilidades de presbiterios existentes (tal y como se
está realizando, por ejemplo, en la diócesis de Bilbao y en otras muchas de
España), sino en función de las necesidades de las comunidades parroquiales. En
el modo y manera de actuar de esas dos iglesias locales se encuentra un
“inédito viable” del que están ayunas la inmensa mayoría de las diócesis
españolas y, también, las del País Vasco.
La diócesis de Poitiers. En la diócesis de Poitiers se decantaron por
potenciar –a partir del último quinquenio del siglo XX– los equipos pastorales
integrados por cinco laicos que (debidamente preparados) reciben la encomienda
de animar las llamadas “unidades pastorales de base”, es decir, la agrupación
de dos o tres antiguas parroquias de la zona rural.
De entre ellos, uno tiene
la responsabilidad del anuncio de la fe, otro se encarga de promover la vida de
oración y un tercero de fomentar la
caridad y sus obras. Estos tres laicos son designados por el Obispo. El cuarto
y el quinto los eligen las unidades pastorales de base asignándoles los asuntos
económicos y la coordinación del grupo. Este núcleo es ayudado en su tarea por
un número de laicos que solía oscilar entre 10 y 20 personas.
Como viene siendo
habitual en las diferentes iglesias locales de Francia, el obispo les confiere
la misión pastoral en una celebración litúrgica.
Gracias a estos
equipos de laicos han empezado a abrirse más de cien iglesias cerradas,
fundamentalmente en el mundo rural.
Lo sucedido en
Poitiers es particularmente interesante por lo que supone de crítica al modo
reorganizativo que ha tenido en cuenta únicamente las posibilidades de servicio
presbiteral y no las necesidades de la comunidad cristiana. Cuando se procede exclusivamente
reajustando las unidades pastorales en función del número de sacerdotes
disponibles, resulta muy difícil eludir –como así había sucedido en esta
diócesis- una desertificación pastoral.
A los curas se les
encomienda acompañar estos equipos ayudándoles a vivir su tarea a la luz del
Evangelio. No se les pide que hagan funcionar estos equipos en los que, por
cierto, hay laicos que lo pueden hacer muy bien, sino que favorezcan una
lectura evangélica de las decisiones que van adoptando. También se les pide que
sean hombres de comunión entre las diversas comunidades del arciprestazgo
-sosteniéndolas y animándolas- y que tengan muy presente siempre la misión
evangelizadora de la iglesia. La atención a tareas de este calado pasa por
superar la tentación (muy propia de un presbiterio con una edad avanzada) de centrarse
únicamente en el servicio sacramental.
En este el marco hay que comprender que el
obispo de Poitiers pidiera a los sacerdotes que no celebraran más de tres misas
cada fin de semana: una el sábado a la tarde y dos los domingos. En los lugares
en los que no fuera posible la presencia dominical del sacerdote, se invitaba a
la gente a reunirse para rezar en su iglesia. Al actuar de esta manera
testimoniaban que la fe no había muerto en ese lugar y evitaban que se creyera
que la iglesia solo se abría para celebrar funerales.
La experiencia de
estos años –señalaba Mons. A. Rouet en su día– ha permitido diferenciar muy
bien entre la oración del domingo a la mañana y la eucaristía. Nosotros, comentaba,
evitamos la expresión Asamblea Dominical en Ausencia de Presbítero (ADAP)
porque son comunidades que no se reúnen en ausencia de un presbítero, sino para
encontrarse con Cristo. Conviene no perder de vista que la práctica está
aumentando –incluso si no hay misa cada domingo- en aquellos sitios en los que
han entrado en funcionamiento estos equipos de base.
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