Por Ignacio Villota Elejalde
Vivimos tiempos, siempre los hemos vivido, en que las grandes
religiones, entendidas como ciencias acabadas, con sus montajes ideológicos y
certezas logradas ponen en peligro el requisito básico de la convivencia
humana, la tolerancia, e intentan lograr el triunfo de las ideas religiosas y
sus, a veces, logros económicos por medio de la imposición, de la violencia y
de la muerte.
Durante estos últimos años hemos asistido a la irrupción
violenta, a la masacre y el terror de grupos fanatizados del mundo musulmán
que, llevados por un sentido literal asfixiante de su libro sagrado, se
inmolan, aterrorizan y asesinan, llevando a las poblaciones y a los políticos a
miedos incontrolables que, incluso pueden conducir a mentes normalmente
sensatas a conclusiones ideológicas y políticas peregrinas. El fin de los
fanáticos musulmanes sería rehacer las glorias políticas culturales y
religiosas de sus califatos.
Nosotros en el cristianismo sabemos algo de todo esto. No sé
si incitados por teólogos llenos de certezas, o acaso también, por comerciantes
flamencos, ingleses o franceses que vieron en la aventura del Próximo Oriente
la posibilidad de pingües negocios, la Iglesia, a través de aquel grito del
papa Urbano II “Dios lo quiere”, se lanzó a la aventura de la I Cruzada. Había
que rescatar los Santos Lugares por los que Jesús transitó. Convencidos de
poseer la razón y de que era la voluntad de Dios echar a los musulmanes de
aquellas tierras eminentemente cristianas, en opinión del Papa, los cruzados
ejercieron la violencia durante muchos años. No aterrorizaban en el sentido
moderno de la palabra, con dinamita y bombas de racimo, pero sí asediaron,
mataron y ejecutaron a infieles hijos de Mahoma.
Nosotros, los creyentes cristianos, siempre hemos de estar
alerta ante la sutil tentación de confundir las creencias con las certezas, y
andar a “certezazos” con los de dentro o los de fuera que no estén de acuerdo
con ellas. Y para hablar de estas cosas nos sirve el Evangelio de estos días.