jueves, 19 de noviembre de 2015

LA IGLESIA Y EL EPISCOPADO ESPAÑOL

Por Ignacio VILLOTA ELEJALDE

Comienzo este artículo con una anécdota personal. Hace unos años, leyendo un diario de ámbito nacional, me encontré con una de esas noticias tan típicas de cierta  prensa: “La Iglesia dice….”. Entré en su lectura y se trataba de que el cardenal Rouco Varela había emitido una de aquellas ocurrencias perversas que tantas desafecciones provocaron en la Iglesia. Siguiendo mi constitutivo compulsivo, tomé el teléfono y llamé a un amigo del diario citado, perteneciente a la cúpula de la redacción. Le dije lo obvio: Rouco no es la Iglesia. En concreto, este Cardenal no representa en gran parte más que la cara agria, fundamentalista y, a veces, cruel de la Institución. Le intenté explicar que la Iglesia es una realidad compleja e infinitamente más rica teológicamente y en la vida real que lo que puede representar un personaje como este Cardenal. Que la Iglesia es una parte de la realidad humanizadora que funciona en África, América Latina y en las calles de nuestros pueblos y ciudades. Que Cáritas, soporte importante  del cariño y la compasión en nuestros tiempos, es Iglesia, reconocida esta realidad por tirios y troyanos, enormemente respetada. Le decía también que la Iglesia claro que ha tenido, como institución contaminada por un agobiante juridicismo, múltiples facetas antipáticas e, incluso, crueles y nefastas hasta nuestro días. Pienso en su actitud prepotente que le impulsa a pasar de ser perseguida a perseguidora desde el siglo IV: Inquisición, persecución de herejes, autos de fe, imposiciones político-religiosas en la vida civil, amenazas  y condenas hasta ayer a teólogos llamados “disidentes”. Que la Institución eclesial, a imitación del Bajo Imperio Romano, se apropió de unos poderes espirituales y políticos que, muchos creemos, no provienen de Jesús.  Se inmiscuyó en las conciencias y en las intimidades de las personas con gran arrogancia y despotismo. Es verdad que muchas veces esta cáscara de la Iglesia ha hecho mucho daño y ha forzado grandes desafecciones a la causa de Jesús, que simplemente, como nos lo reitera el Papa Francisco, es la de la compasión, el cariño y la ternura con todos, pero preferentemente con los excluidos. También es  verdad que la Institución, ya desde la herejía arriana, ha hecho más hincapié en los dogmas y las verdades definitivas que en el amor, la esencia del Evangelio. Que durante muchos siglos ha desarrollado todo su poder en la defensa de “sus verdades” que, luego, la Historia ha demostrado en demasiadas ocasiones que no eran las verdades del Evangelio. Le decía a mi amigo del diario que la gran labor de la Iglesia ahora es eliminar toda la escoria que siglos de aquel juridicismo agobiante ha contaminado la sacramentología y la eclesiología, palideciendo la imagen de Jesús y, obviamente, del Cristianismo.


 Pero, al mismo tiempo, en la Iglesia Pueblo de Dios, se ha asistido, durante todos los siglos, a la emergencia de personas e instituciones que han hecho de la ternura y la compasión el lema de su predicación y actuación, según su conciencia, a veces, al margen de la Jerarquía. Hoy no se podría hablar de labor humanizadora en América, tras las tropelías de la conquista, olvidando al Padre Montesinos, a Bartolomé de las Casas, a los jesuitas de la Reducciones del Paraguay, Bolivia, Argentina y Brasil y a tantos hombres y mujeres cristianos que intentaron edulcorar la vida de los nativos y de los negros esclavizados. Eran Iglesia. Hoy la Iglesia no son los Nuevos Movimientos, tan enaltecidos en estas pasadas décadas, con sus luces y gravísimas  sombras, son Iglesia no la Iglesia. Son Iglesia, sobre todo, por poner un ejemplo, los Hermanos de San Juan de Dios, los salesianos, los combonianos y otros muchos, muchísimos más que trabajan por los pobres en los cinco continentes por hacer de sus vidas algo que merezca la pena. Son Iglesia, pero no la Iglesia, desde luego, ciertos delincuentes variopintos del Vaticano, los que sean, pero son Iglesia, muchos más, infinitamente más los hombres y mujeres que en Roma y en todas las partes del mundo sostienen con su trabajo el buen hacer de las parroquias, escuelas y obras asistenciales de raíz cristiana o no.

Aquí es donde nos encontramos con nuestro Episcopado, causa de hastío y mucha irritación en ambientes eclesiales conciliares del país y muchas, demasiadas desafecciones en las filas de los creyentes cristianos, que ha hecho confundir, a los no muy letrados, la Iglesia con ciertas personas sus dichos y sus hechos. Me refiero, sobre todo, a aquellos obispos de la Iglesia española, los que se han hecho oír y ver a partir de sus ocurrencias, sus obsesiones, sus tics psicológicos y su mediocridad humana, social y teológica, siempre al calor de lo que se fraguaba y se indicaba  desde Roma en los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. En el último número del semanal Vida Nueva, se habla de una posible renovación del Episcopado español. El título del artículo es significativo; “Obispos para salir del Búnker”. Es sabido que los últimos años de Pablo VI fueron los de los inicios del restauracionismo teológico y los de la involución en la vida pastoral. Se entendió en los foros vaticanos y en ciertos movimientos eclesiales, reticentes con el Vaticano II, que era el momento de la ortodoxia. Tras la muerte de Juan Pablo I, se tenía diseñado un perfil de Papa que, con gran fortaleza y  si era necesario, con dureza debía llevar a la Iglesia al lugar de donde la arrancaron y donde debía estar: Trento y Vaticano I. Eligieron a un hombre  bien conocido por ellos: una persona  luchadora en la Polonia sufriente que se defendió contra el marxismo imperante y profundamente intransigente moral y dogmáticamente. Era el Cardenal de Cracovia, Wojtila, Juan Pablo II. Hombre de más certezas que creencias, ya se significó desde inicios de los ochenta. Nunca perdonó los “grandes errores” del Cardenal Tarancón durante la Transición política y, antes, en la marcha de la Iglesia española, al hacer su transición teológica y pastoral a la luz de Vaticano II.

De ahí su decisión de un cambio copernicano en  el Episcopado español. Contó, principalmente con un Nuncio, Tagliaferri, y con dos peones básicos, los cardenales Suquía y, sobre todo, Rouco Varela. Inició el cambio del Episcopado para lo que el Nuncio tenía una gran experiencia de su paso por Perú en donde derechizó el Episcopado. Era la hora de un conjunto de hombres, en su gran mayoría muy piadosos, dóciles, obedientes y, bastantes,  muy mediocres. Eran los hombres del momento. Hoy quedan 45 obispos de Juan Pablo II y 24 de Benedicto XVI.

Para teólogos abiertos, pastores en la línea  conciliar, laicos que se habían subido al tren del Concilio u obispos de la época anterior fueron estos dos pontificados unos años tórridos y plúmbeos. Varios de los grandes teólogos españoles, que los había y  hay, fueron denunciados, a veces anónimamente, a la Congregación de la Fe como otros muchos más de la Iglesia universal. Se habla en unos sitios de doscientos y en otros de trescientos. Al frente de tal Congregación  puso Juan Pablo II a un hombre de su total confianza, el Cardenal Ratzinger, futuro Benedicto XVI.

Encomendado el “cuidado”  del dogma y la moral  a Ratzinger, inició Juan Pablo II, su “nueva Evangelización”. Dotado de grandes cualidades de comunicación y firmeza, firmeza arrolladora y, seguramente, de santidad, comenzó el desmontaje del Vaticano II, desde un punto de vista teológico, jurídico y pastoral. Para ello contó con los llamados “nuevos movimientos” de los que, al menos un par de ellos se pasaron varios pueblos en su tomadura de pelo a Juan Pablo II, aunque  donaron al Vaticano pingües fortunas que taparon agujeros y compraron voluntades.

Desde Roma, y contando con el Nuncio y los cardenales de Madrid, se acabó con los obispos proclives a la apertura de la Iglesia. Se eligieron obispos no dotados humanamente, pero sí pertrechados de un gran bagaje de ideas restauracionistas. Se prohibieron intervenciones públicas de teólogos sospechosos, se denunció y persiguió de todas las maneras posibles ideas revisionistas acerca de una teología anquilosada y apolillada, que no daba respuestas a las preguntas del mundo. La intransigencia ante los problemas sexuales llevó a intervenciones auténticamente tristes y pobres, que llevaron a muchos sufrimientos…. y a mucha risa.
Muchos de estos obispos, con su aceptación del Episcopado, arribaron en sus vidas al  cumplimiento  del “Principio de Peter”: “Como individuos, tendemos a trepar hacia nuestro nivel de incompetencia. Nos comportamos como si lo mejor fuese trepar cada vez más arriba, y el resultado lo tenemos a nuestro alrededor: las trágicas víctimas de una irreflexiva escalada”. De “trepas” y “carreristas” ha hablado ya mucho el Papa Francisco. ¿Victimas? Muchas. De ellas hablo en mi “carta de apoyo” al Obispo de Córdoba (DEIA, 1-ix-2015). Ahora me quedo sólo con los ominosos silencios individuales  y colectivos ante los grandes delitos sociales, económicos y políticos en nuestro país. Han configurado una renuncia explícita a la misión profética del cristiano. No quiero dejar de lado el fraude y la  inmoralidad en la utilización de nuestros medios de comunicación, pagados por todos: la COPE y 13Tv.


Conclusión. Me quedo con el título del  artículo de Vida Nueva (Nº 2.963) “Obispos para salir del búnker”. 


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