martes, 1 de septiembre de 2020

Jean – Marie Roger Tillard (1927-2000): el «polygonum»

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En este tiempo en el que se multiplican los estudios y análisis sobre la fe, la religiosidad, el aumento del ateísmo y del agnosticismo, son más que palpables el abandono de la Iglesia y la incertidumbre sobre el futuro. Se piden reformas sobre la formación del clero —que disminuye inexorablemente—, sobre la vida de los sacerdotes y de los religiosos, así como una nueva sensibilidad litúrgica y la renovación del catecismo. Parece que todo está a punto de derrumbarse y hay quienes traen a colación las inquietantes palabras de Jesús de Nazaret: “El Hijo del hombre, cuando venga, ¿encontrará fe en la tierra?” (Lc 18. 8).

He vuelto a releer un escrito del teólogo francés Jean - Marie Roger Tillard: “¿Somos los últimos cristianos?” Texto de una conferencia pública que —conclusión de un Congreso celebrado los días 24 y 25 de noviembre en el Colegio Universitario Dominico de Ottawa en 1996—, impartió en la presentación de un libro dedicado a él como profesor desde 1958 en la facultad teológica del Colegio. Un texto conmovedor e inquietante, evocador y emblemático. Comienza con la historia del judío Yossel Rakover, quien, en medio de la barbarie nazi del gueto de Varsovia, en 1943, grita a Dios y confiesa su fe, a pesar del silencio del Eterno.

Conocí a Tillard: teólogo de renombre internacional, perito en el Concilio Vaticano II, escritor valioso, hombre apasionado del diálogo, tanto con la Ortodoxia como con el mundo anglicano. De impresionante y elegante apariencia, con una mirada sombría, con un no sé qué de tristeza interior.

Contacté con él al final de su vida, golpeado por un tumor incurable, en Ottawa. Hacía mucho frío, algo que también tenía un significado simbólico. Frío porque los pasos en la unión de los cristianos eran muy lentos. No me expliqué de otra manera el recurso al caso de Yossel Rakover y su grito, casi blasfemia: “Creo en el Dios de Israel, aunque haya hecho de todo para destruir la fe que tengo en Él”.

Tillard, a quien tenía delante en el Colegio dominico, en su habitación, llena de libros de todo tipo, me hablaba con una voz dulce y misteriosa de un hombre que, en el frío, en la tormenta, en el silencio de la noche, en la amarga y continua lucha contra el mal, continuaba gritando su fe. Cuando me hablaba, era la historia de la Iglesia la que pasaba delante de mí: la de los orígenes y la del presente. Iglesia local como comunión e Iglesia universal, comunión de Iglesias. Innumerables citas, tanto de la Escritura como de la Tradición, referencias a concilios de todas las épocas, a los escritos de los santos padres y a textos de teólogos.

Me impresionó la referencia al polygonum, un arbusto de su isla de San Pedro y Miquelón, en el Atlántico. “Es un arbusto que me gusta mucho: por su color, su elegancia, sus hojas, su función ecológica y, sobre todo, por su simbolismo. Si brota un polygonum en algún sitio, por mucho que lo intentes, ya no podrás hacer nada para que desaparezca. Para tu sorpresa, un día reaparecerá, y volverá a germinar. Basta con un pequeño trozo de raíz escondido entre dos terrones de tierra para que vuelva a brotar. ¿Por qué?  En primer lugar, no hay duda alguna, porque es una planta fuerte, que resiste toda la violencia del tiempo y de los hombres, que la arrancan, la cortan, la queman con herbicidas perversos. Pero, sobre todo, porque existe un acuerdo secreto entre esta planta y el suelo, enriquecido y purificado por sales minerales, de las cuales sus raíces están llenas. La tierra de mi isla pedregosa, que a menudo azotan los vientos violentos, ha establecido una alianza con el polygonum para no convertirse en una roca estéril. Me parece que sus detractores son unos desagradecidos con este arbusto”.

El gran teólogo continuó: “El simbolismo es claro. En lo más profundo del deseo, hay una alianza entre la humanidad, también devastada por los huracanes, y el Evangelio. Si intentas erradicarlo, este volverá a surgir un día, a pesar de las persecuciones, los baños de sangre o las propagandas ideológicas. Porque, gracias a la referencia a Dios dejada por Él mismo en el deseo de Él, la humanidad siempre se negará a permanecer sin esperanza”.  

El mal galopaba. El cáncer no le daba tregua. Terminó nuestra conversación con una reflexión que me dejó sin palabras. “A riesgo de parecer anacrónico, quiero terminar afirmando la necesidad de la contemplación. En efecto, creo que sin ella no podemos entender lo que implica esta confianza, de la que he hablado. Yossel Rakover, Teresa de Lisieux son contemplativos. Descubren en sí mismos, entre lágrimas y silencio, un misterioso espacio habitado por el Espíritu de Dios. Aquí es donde se incluye la certeza de la fidelidad. Una certeza obstinada... Trae consigo una inmensa libertad y paz. Incluso, aunque, como pasa, la Iglesia haga sufrir a la gente, aunque los hombres de la Iglesia sean injustos y cerrados de mente”.

Así conocí a Tillard, a dos pasos de su muerte, en el frío gélido del invierno canadiense, esperando la primavera, cuando el polygonum, burlándose de sus detractores y de cuantos se esfuerzan por erradicarlo, se convierte en un arbusto que sigue dando vida a la isla sacudida por la tormenta.

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