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Rafa Aguirre
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Es ésta una insólita
Semana Santa. Con las iglesias cerradas, sin procesiones, sin los desplazamientos
de quienes salen a disfrutar de unos días de vacaciones. Semana Santa
con la vida de la ciudad paralizada, con las calles desérticas, con la
gente confinada en sus casas. Una experiencia personal, familiar y
social excepcional, que se estará viviendo de formas muy diferentes,
pero que dejará profundas huellas.
Sobrevuela el miedo
y la incertidumbre porque no sabemos ni cuándo ni cómo saldremos de
esta pandemia. En situaciones similares de otros tiempos se recurría
a la religión social y públicamente: se hacían rogativas, promesas
y procesiones. Se pedía a Dios que liberase de la muerte, que sanase a
los enfermos y acabase con la enfermedad. En cambio en esta pandemia
del coronavirus, de dimensión universal y que se extiende con enorme
rapidez parece, al menos en nuestra sociedad, que la religión ha desaparecido.
Ni se atribuye la epidemia a un castigo divino ni se recurre a un dios
milagroso que nos saque de esta situación.
Nos hemos acostumbrado
a no contar con Dios. La sociedad científica y técnica da por supuesta
la autonomía tanto de la historia, que es responsabilidad de los seres
humanos, como de la naturaleza que tiene su propio dinamismo y sus
leyes. Aceptar el paradigma cultural de la modernidad implica asumir
con coraje la propia responsabilidad y respetar el misterio de
Dios, sin proyectar nuestras imágenes y deseos.
Pero estos días nos
invitan a dar un paso más. Esta insólita Semana Santa, con iglesias
cerradas y sin manifestaciones públicas de religiosidad, pueden
ponernos ante los ojos lo más específico del Dios cristiano. El Viernes
Santo los cristianos recordamos el silencio de Dios, su ausencia, en
el momento en que era crucificado aquel a quien confesamos —con un lenguaje
necesariamente metafórico— hijo de Dios. Pero no solo recordamos
algo acaecido en el pasado, sino que ese pasado sigue presente mientras
dura la historia.
Dios calla, parece
ausente, en medio de esta epidemia y de tantas y tantas injusticias,
desgracias y sufrimientos como se dan continuamente en la historia.
Cuando Jesús estaba crucificado le burlan diciendo: «Si eres hijo
de Dios, que te baje de la cruz y creeremos en ti». Jesús estaba en la
cruz porque con su vida había expresado a un Dios que era misericordia
con los descartados y libertad frente a los poderes políticos y religiosos.
¿Dios estaba en el Calvario? Sí, sufriendo con el crucificado, sosteniéndolo,
acogiéndolo en la plenitud de su vida. Confesar en el Jesús crucificado
la máxima expresión histórica de Dios implica una transformación radical
de la forma convencional de pensar a Dios en las religiones.
La teología cristiana
no acaba de sacar todas las consecuencias de la cruz de Jesús. Dios no
se revela como poder histórico. Dios es amor y, como tal, no se impone,
invita a confiar, acompaña siempre, se ofrece como la roca firme de
nuestra vida, abre un horizonte insospechado de esperanza, nos hace
caer en la cuenta de nuestra fragilidad y, a la vez, de nuestra dignidad
irreductible, despierta posibilidades de resistencia y generosidad.
Dios acompaña y alienta, pero no es un poder que interviene. O que solo
lo hace a través de tantos y tantas, que en estos días están arriesgando
su vida en favor de otros, generalmente desconocidos, lo que hace
aún más gratuito su amor.
El Viernes Santo no
se dijo la última palabra. El saludo de Jesús es siempre el mismo:
«¡No tengáis miedo!» La fe no consiste en aceptar unas doctrinas, sino
en confiar que nuestra vida y toda la realidad, en última instancia,
procede, está sostenida y desemboca en un gran amor, en Dios. La fe no
es creer lo que no vemos, sino creer contra lo que vemos: que el amor prevalecerá
sobre el odio, la no violencia sobre la fuerza y la vida sobre la muerte.
Es lo que los cristianos decimos cuando confesamos que el crucificado
ha sido resucitado por Dios.
Son circunstancias
históricas sobrevenidas las que replantean las grandes cuestiones
que tiene que abordar una sociedad. Embarcados en una fe total en el
progreso un pequeño virus nos encara con la radical fragilidad de
cada uno y con la vulnerabilidad de la especie humana. El reto es salir
de esta crisis más humanos y más solidarios. Abandonar la mezquindad
política y dar prioridad al respeto a la naturaleza, impulsar la
ciencia, hacer un mundo más justo porque la pobreza es la pandemia permanente
que más víctimas produce.
Se toman medidas para
atajar las consecuencias económicas y sociales de la crisis. Pero tendrá
repercusiones morales y culturales, menos tangibles de inmediato
pero, quizá, de más hondo calado a la larga. Esta extraña Semana Santa
puede ser un tiempo de encontrarnos con nosotros mismos, de valorar la
relación personal, de enfrentarnos con el misterio de la condición
humana.
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