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J.A. PAGOLA
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En muy poco tiempo, los seres humanos
estamos tomando conciencia de nuestra fragilidad. Hemos descubierto que no solo
hay personas débiles. La humanidad entera es débil. De pronto, la
pandemia del coronavirus nos revela que la humanidad es una especie en peligro. En
pocos días nos vamos haciendo más humildes y más inseguros. El virus nos está
obligando a pensar, reflexionar y meditar.
En un mundo superpoblado en el que no nos
ponemos de acuerdo para reaccionar ante el cambio climático, cuando la
naturaleza se va deteriorando, cuando hay especies de animales que se van
extinguiendo… no es extraño que los virus que también son parte del
ecosistema empiecen a reaccionar de modo inesperado. Estos días se
están difundiendo en las redes sociales toda clase de reflexiones. Ha tenido un
fuerte eco lo que sugiere la escritora brasileña Eliane Brum: “El efecto de la
pandemia es el efecto concentrado y agudo de lo que la crisis climática está
produciendo ya a un ritmo mucho más lento. Es como si el virus nos hiciera una
demostración de lo que viviremos pronto”.
No se si será realmente así. En cualquier
caso, el virus no nos permite engañarnos. Nuestra ingenuidad de que el
mundo lo controlamos los humanos se ha disuelto en unos días. Hemos de
cambiar nuestro modo de vivir. El virus nos está enseñando que todos
pertenecemos a la misma especie. Necesitamos urgentemente aprender a vivir de
manera más solidaria buscando el bien común de toda la humanidad.
Un sistema inhumano
El sistema que dirige el mundo en estos
momentos es inhumano: conduce a una minoría de privilegiados a un bienestar
insensato y deshumanizador, y arruina la vida de inmensas mayorías de seres
humanos indefensos. Este sistema hace imposible el consenso de los
pueblos para poner en el centro el objetivo del bien común de la humanidad en
una tierra que sea la casa de todos.
También los cristianos hemos de reflexionar
y meditar para descubrir cómo podemos contribuir a aprender a vivir de manera
más humana y solidaria después de esta pandemia. Muchos cristianos no conocen que la aportación más
importante de Jesús a este mundo ha sido promover el proyecto humanizador de
Dios, lo que él llamaba reino de Dios. Este proyecto no es propiamente una
religión. Va más allá de las creencias, preceptos y ritos de cualquier
religión.
Según Jesús, el misterio último de la vida
es un Dios, Padre de todos. La humanidad es sencillamente la familia de todos
sus hijos e hijas. El único objetivo del Padre aquí, en esta tierra, es
ir construyendo una familia donde reine cada vez más la justicia, la igualdad,
la solidaridad. Este es el camino para hacer un mundo cada vez más
humano donde todos podamos vivir con dignidad. Y también el que nos permite a
los creyentes vivir con la esperanza de conocer un día, más allá de la muerte,
la Plenitud de la vida para toda la humanidad.
Creer en un Dios, Padre de todos, nos puede
ayudar en estos tiempos a sentirnos no solo miembros de la misma especie sino
hijas e hijos de una única familia. El experimentar que todos somos hermanos
puede reforzar nuestra capacidad de crecer en solidaridad. El vivir en actitud
de fraternidad nos puede impulsar a buscar el bien común de toda la humanidad,
empezando por los más pobres y necesitados. La gran llamada de Jesús a
los seres humanos es esta: “Ante todo, buscad el reino de Dios y su justicia, y
todo lo demás se os dará por añadidura” (Mateo 6,33).
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