J. I. González Faus. Hoy se recurre demasiado a la ciencia al hablar de Dios, pero la ciencia tiene poco que decir al respecto. Pretender que la clásica pregunta “por qué existe algo y no más bien nada” queda respondida por la ciencia con el big-bang y la evolución, es una majadería: pues esa respuesta no hace más que retrasar la pregunta: “por qué ha habido un big-bang y no un big-nothing”. El tema Dios no es cosmológico sino antropológico. Sin embargo, la ciencia puede exigir algo en el campo de la fe: como mínimo esa coherencia con la razón que tanto buscó el papa Ratzinger.
Y aquí entra el tema de este artículo: porque las canonizaciones exigen milagros; y no me parece muy razonable la manera como se aborda en nuestra Iglesia el tema del milagro.
No es momento de discutir ahora si Dios puede o no “quebrantar las leyes de la naturaleza” que se supone preceden de Él, aunque parece claro que no es ése su modo de proceder. Lo que nos ha ido enseñando la ciencia es que nosotros no conocemos del todo esas leyes de la naturaleza (y menos si entra en ellas nuestro complicado psiquismo). Declarar que la ciencia no puede explicar hoy una curación, no garantiza que no será explicable dentro de unos años o siglos, difuminando su condición milagrosa al abrir otras explicaciones posibles. El rigor científico nos obligaría a reclamar como milagros para una canonización curaciones como la que se cuenta del cojo de Calanda: reaparición de miembros amputados o cosas así. De eso sí que podemos decir con seguridad que la ciencia nunca podrá explicarlo, caso de producirse.
Pero, aunque tuviéramos un caso de ésos, tampoco podríamos afirmar con pleno rigor que ha sido debido a la intercesión de tal difunto concreto: ¿cómo excluir que, mientras unos amigos o parientes, estaban rezando por aquel enfermo al beato Josemanuel, otros en otro lugar u otras monjas contemplativas estuvieran rezando al beato Joseantonio? ¿Cómo sabríamos entonces a quien atribuir el milagro? Si viviera hoy Luciano de Samosata (que escribió un par de diálogos irónicos metiéndose con los cristianos de su época), sería fácil imaginar que escribe otro diálogo, en el que dos candidatos a santo se pelean en el cielo por la paternidad de un milagro, como se peleaban las mujeres de Salomón por la maternidad de un niño… Yo no quiero ser volteriano como el de Samosata, pero tampoco quisiera dar ocasión para que otros lo sean.
Por si fuera poco, da a veces la sensación de que los candidatos a los altares sólo pueden hacer milagros si proceden de ambientes ricos. Ser santo cuesta mucho dinero. Y eso tampoco es indicio de mucho rigor científico. En la historia de la Iglesia llama la atención la gran superioridad numérica de santos canonizados ricos, sobre santos pobres. Ello no obedece a ninguna mala intención; es simplemente consecuencia de unas estructuras y normas que favorecen que los ricos puedan ser canonizados con más facilidad que los pobres. Lo cual tampoco es indicio ni de mucha racionalidad ni de mucha conformidad con el evangelio.
A estos factores objetivos se añaden hoy otros de corte más subjetivo: desde hace tiempo parece que la institución eclesial busca canonizar a gentes que fueron defensoras de la actual estructura eclesiástica, sugiriendo así de matute la idea de que la Iglesia no necesita ninguna reforma, puesto que ha producido tales santos. Antaño se destacaba como una de las cosas admirables de la Iglesia católica que era capaz de canonizar a aquellos mismos a los que había perseguido. No hay espacio para mostrar cuánta verdad contiene esa observación, pero hoy ya no parece así: sólo parecen canonizables los defensores del sistema. Los hombres o mujeres incómodos suelen estrellarse contra un muro de reticencias. O, en todo caso, se los beatifica “con guardaespaldas” como se hizo con el bueno del papa Roncalli, emparejándolo con su antítesis más acabada: Pío IX.
Este modo de obrar también resta credibilidad al procedimiento. Y no digamos cuando, tras historias de enfrentamientos bélicos, se canoniza sólo a gente de uno de los dos bandos: se arguye que esa canonización “no se hace contra nadie”; pero lo que se calla (poco honradamente) es que sí resulta en favor de un bando.
Hace poco se me quejaba un señor, buen amigo y esforzado creyente, porque no podía entender “cómo la Iglesia canoniza a un hombre que llegó a presentar como modelo para la juventud al monstruo corruptor de Marcial Maciel. Sin saberlo, por supuesto pero, de todos modos, es un riesgo que no debería correr la Iglesia. Pensemos qué habría pasado si en esa ignorancia hubiese incurrido Msr. Romero”…
Hasta aquí mi amigo. Le respondí dos cosas: la primera el célebre aforismo atribuido a santo Tomás y que desmitifica todo ese mundo de las canonizaciones: “si alguien es sabio, que nos enseñe; si es prudente, que nos gobierne; si es santo… que rece por nosotros”. Y la segunda que el magisterio eclesiástico, tal como se ejerce hoy en día, siempre se guarda un comodín en la manga: quien consulte los libros más clásicos de teología, encontrará que al canonizar a un santo, la Iglesia “sólo compromete su autoridad en asegurarnos que esa persona está en el cielo”. La verdad es que para semejante viaje hasta el cielo no se necesitaban tales alforjas de canonizaciones.
Pero dicho esto, debí haber añadido otra cosa a mi amigo: hoy sólo se nos presenta a los santos como intercesores y no como interpeladores para nuestras vidas; preferimos santos que nos hagan favores pero que nos dejen tranquilos. La intercesión es verdadera para un creyente. Pero no es más que un aspecto de “la comunión de los santos”. Ahí, la verdadera perla de esa comunión es María, la joven campesina de Nazaret. Y el comprensible sentimiento de confianza en la intercesión de seres que nos fueron cercanos y queridos, no necesita canonizaciones.
Pero esa decantación de la santidad hacia la intercesión y no hacia la interpelación a nuestras vidas, amenaza con teñir de idolatría el culto a los santos: el pueblo de Israel cayó constantemente en la idolatría porque, frente a la grandeza indefinible de Yahvé, los pueblos cercanos tenían dioses más concretos: uno para la agricultura, otro para la fertilidad de la mujer, otro para las enfermedades o para las guerras… Y resultaba mucho más cómodo y tranquilizador dirigirse a ellos. Nosotros hacemos lo mismo con los santos: tenemos uno para las cosas perdidas, otro para males de garganta, otro que “como es un santo casamentero –pidiendo matrimonio le agobian tanto–” (claro que eso debía ser antes, porque ahora…). Y así sucesivamente.
Total: que quizás sí que esto de las canonizaciones se merecería un buen repaso. Sosegado y tranquilo, pero que ya sería hora de ir comenzando.
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