La reforma litúrgica conciliar
y la contrarreforma en curso.
Recuerdo agradecido y aviso para navegantes
Jesús Martínez
Gordo
En la
prehistoria de la reforma litúrgica vigente se encuentra el interés de los
episcopados alemán, francés, belga y holandés por adaptar las diferentes
celebraciones a la cultura y lengua de los diferentes pueblos, así como por
dotar de una mayor participación a la comunidad cristiana, favorecer más la
creatividad y la sobriedad y, sobre todo, subrayar la centralidad de la presencia
de Cristo y de la Palabra de Dios.
La canalización
de las anteriores inquietudes lleva a revisar la liturgia barroca y la piedad
devocional de los siglos anteriores, algo que se plasma en la aprobación en
1963 del primer documento conciliar: la Constitución sobre la liturgia
(“Sacrosanctum Concilium”), un texto en continuidad con la reforma realizada en
su día por Pío X y Pío XII y nada revolucionario.
Los obispos del
primer sínodo (1967) -convocado después de la finalización del Concilio- alaban
la reforma litúrgica en curso, subrayando, de manera particular, la mayor
participación del pueblo, su sencillez, el empleo de lenguas vernáculas, el
sentido pastoral de la misma y expresan su conformidad con las rectificaciones
de las nuevas plegarias. Alguna observación menor merece la reforma propuesta
del breviario ya que se entiende que, al ser un tipo de oración originariamente
monástica, ha de presentar una mayor adaptación al clero. Hay, sin embargo, una
minoría de obispos que acusa a la reforma iniciada de ser demasiado
experimentalista y de dejar en el camino el “sentido sacrificial” de la
eucaristía.
Pablo VI
promulga en 1970 un nuevo misal en el que subraya la centralidad del domingo,
la importancia de la asamblea litúrgica y la participación ministerial del
laicado. Su aprobación supone la anulación y prohibición del precedente, el
romano, reelaborado por Pío V al acabar el concilio de Trento (1570). A esta
decisión papal le suceden otras que afectan a casi todas las áreas de la vida
litúrgica.
Si bien es
cierto que la reforma litúrgica es excelentemente recibida (como se constata en
el sínodo episcopal de 1967), también lo es que empiezan a escucharse voces que
la rechazan (el caso de Mons. M. Lefebvre) o que comienzan a criticarla con
dureza. Concretamente, J. Ratzinger verá en ella -según escribe años después-
el inicio de un proceso de autodestrucción de la misma, indicando que su
aplicación “ha producido unos daños extremadamente graves” ya que, al romper
radicalmente con la tradición, ha propiciado la impresión de que es posible una
recreación de la misma “ex novo” (J. Ratzinger, ““Mi vida. Autobiografía”,
Madrid, 2006, 105.177).
A la luz de este
diagnóstico hay que enmarcar la decisión del Papa Benedicto XVI autorizando la
celebración de la misa en latín e indicando la conveniencia de que las
oraciones más conocidas se reciten, igualmente, en latín y que se utilicen,
eventualmente, los cantos gregorianos (Exhortación postsinodal “Sacramentum
caritatis”, febrero 2007).
A esta
exhortación sucede, en julio del mismo año, la Carta Apostólica “Summorum
Pontificum” por la que se permite –cierto que extraordinariamente- el uso de la
liturgia romana anterior a la reforma impulsada por Pablo VI en 1970.
Es muy elocuente
que Monseñor Bernard Fellay, sucesor de Lefebvre como superior de la
Fraternidad San Pío X (excomulgada en 1988 tras ordenar a cuatro obispos
ignorando la autoridad del Papa), alabara la vuelta atrás de Benedicto XVI y
considerara dicha decisión como una muestra de buena voluntad para afrontar con
serenidad los problemas doctrinales en cuestión, sin esconder, por ello, las
dificultades que aún subsisten.
Además, a la luz
del crítico diagnóstico de J. Ratzinger sobre la reforma litúrgica conciliar se
explica su voluntad de traer a la comunión católica a los lefebvrianos
levantándoles la excomunión, así como la concesión de un estatuto jurídico
análogo al de los fieles anglicanos que se han pasado a la confesión católica por
rechazar la ordenación de mujeres y también la nota del Osservatore romano
sobre la autoridad doctrinal del magisterio católico y, concretamente, del
concilio Vaticano II (2 de diciembre de 2011). Una nota que evidencia las
dificultades que está teniendo el diálogo con los lefebvrianos y,
concretamente, su aceptación de las actas conciliares.
Sería mezquino
criticar esta voluntad integradora del Papa. Y más, en quien tiene la
responsabilidad de la comunión eclesial y de la unidad de la fe. Pero la
honestidad con la verdad lleva a constatar la unidireccionalidad de esta
voluntad integradora que está en el corazón mismo de la responsabilidad
primacial: no se está activando igualmente con otras sensibilidades católicas
desautorizadas (sin llegar, como es el caso de los lefebvrianos, a la
excomunión) e implicadas, por ejemplo, en la liberación y promoción de la
justicia, en el dialogo interreligioso y en repensar la sexualidad humana a la
luz de los avances antropológicos y sin descuidar, por ello, las exigencias
evangélicas.
Finalmente, hay
que recordar lo que pensaba Pablo VI sobre una posible decisión como la
adoptada por Benedicto XVI. Cuando su amigo Jean Guitton le propuso que
permitiera en Francia la misa de Pío V, el Papa Montini le respondió: “Eso,
jamás (…). La llamada misa de san Pio V se ha convertido –como se puede
constatar en Êcone- en el símbolo de la condena del Concilio. Esto es algo que yo
no aceptaré nunca, en ninguna circunstancia (…). Si aceptara esta excepción,
todo el Concilio quedaría cuestionado. Y, consecuentemente, su autoridad
apostólica” (J. Guitton, “Paolo VI segreto”, San Paolo, Cinisello Balsamo,
1981, 144-145)
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