LAS expresiones "por decreto",
"decretazo" o similares son usadas a veces en el lenguaje político y
periodístico para aludir críticamente a la regulación que hace un
gobierno cuando no ha sido capaz de llegar a un acuerdo con otras partes
negociadoras a las que se dirige una regulación de forma impositiva. Es
el caso, por ejemplo, de las negociaciones con los sindicatos que tras
fracasar se saldan con una regulación unilateral del ejecutivo vía
Decreto, con la consecuente serie de protestas y movilizaciones contra
la misma. El gobierno, por supuesto, tiene legitimidad formal para
canalizar su acción a través del Decreto pero rezuma, según la materia
que regula, un cierto tic autoritario y, a la postre, un cierto fracaso a
la hora de conjugar el poder legítimo con su ejercicio adecuado y
conforme a la realidad social a la que se destina.
Jon M. Landa, * Profesor de Derecho Penal de la UPV-EHU y exdirector de Derechos Humanos del Gobierno vasco
El decreto, no obstante, no puede regularlo todo. En la
jerarquía de fuentes del Derecho hay materias que por su importancia
solo pueden regularse por ley. Es la llamada "reserva de ley" y su
significado no es puramente técnico: expresa que en los asuntos más
importantes de la convivencia la primera palabra, y la más importante,
la debe decir el Parlamento y no el Ejecutivo. El Parlamento deposita la
soberanía y confiere una legitimidad e importancia a lo que de él emana
que lo sitúa a otro nivel. La ley, con otras palabras, supone la
garantía política de que el pueblo soberano define determinados asuntos
como, por ejemplo, aquello que tiene que ver con los derechos
fundamentales. El Gobierno, cuando hay reserva de ley, tiene un papel
complementario de forma que ayudará a ejecutar mediante su acción el
programa regulativo que ya haya asentado el Parlamento.
Esto viene a cuento de la regulación sobre víctimas de
violaciones de Derechos Humanos que el Gobierno vasco había anunciado
para el año pasado y que ya, según algunas informaciones periodísticas,
se retrasa al menos casi hasta verano del año entrante. Lo que en el año
2008, a finales de la legislatura presidida por el lehendakari
Ibarretxe, consideraron imposible e incluso ultrajante, se reactivó
sorpresivamente por quienes, al parecer, solo aceptan que determinadas
materias sean impulsadas cuando son ellos -en este caso esencialmente el
PSE- quienes gobiernan.
Que esta materia que tiene que ver con gravísimos delitos y
violaciones de Derechos Humanos cometidos por aparatos del Estado con
motivación política sea objeto de atención es buena noticia. Como lo es
también que al frente de ello se haya puesto a una persona del prestigio
de Manuela Carmena, cuya trayectoria como demócrata y jurista es
intachable. El problema no está ahí sino en que, a pesar de la buena
voluntad de algunos de sus impulsores, la manera en que se están
diseñando estas políticas es objetivamente indigna. Y es que el Gobierno
vasco, "por decreto", quiere definir quiénes son las víctimas del
Estado -o, como algunos señalan, víctimas de abusos policiales- y cuáles
son los derechos que les corresponden. Estamos hablando, ni más ni
menos, que de la muerte dolosa o de lesiones gravísimas por agentes del
Estado -policías de servicio o fuera del mismo- o con su connivencia y
garantía de impunidad (a través de incontrolados, organizaciones
terroristas…) de cientos de ciudadanos y ciudadanas. Se trata de la vida
y la integridad física y por ello no cabe un tratamiento digno más que
por Ley.
Las comparaciones son odiosas pero, a veces, inevitables. Las
políticas -justas y necesarias- de las víctimas del terrorismo de ETA
siempre contaron con un paraguas legal, con una Ley, que definía quiénes
eran y qué derechos básicos se les debía. Luego, los gobiernos -el
español o el vasco o el de tantas Comunidades Autónomas- completaban y
desarrollaban ese programa regulativo con decretos o a veces con más
leyes, como la vasca del año 2008. Si fuera poco, el propio Código Penal
también ofrece un concepto de delito de terrorismo que podía servir de
referencia y cobertura.
Cuando el Estado, antes o después de que se aprobara la
Constitución, torturó y mató ciudadanos vascos con motivación política,
cuando estableció o permitió patrones de actuación abusiva que producían
muertos y heridos en los controles de carretera, en las
manifestaciones, en altercados y en actuaciones ordenadas a
incontrolados o grupos organizados que luego -y hasta hoy- negaba,
ocultaba y mantenía en la impunidad; ha generado víctimas que están sin
reconocer y sin definir. La primera vez que esta realidad va a ser
objeto de atención por los poderes públicos, aunque sean de la CAV, si
se quiere hacer con un mínimo de dignidad y seriedad, requiere de una
regulación por Ley. Una regulación que entonces garantizaría
definitivamente que vamos en serio y que sacaría a este debate de la
clandestinidad y del rango de segundón ("las otras víctimas") que el
propio Gobierno vasco y representantes cualificados del PSE y del PP
constantemente le adjudican.
Solo si la regulación por Decreto viniera acompañada de una
declaración fuerte de reconocimiento de responsabilidad del Estado, de
gran mea culpa; solo si se acompañara de un compromiso formal y
fehaciente (¿una proposición no de ley en el propio Parlamento Vasco?)
de que esto es solo el inicio del camino que acabará pronto con una Ley
con mayúsculas; solo si el discurso del Gobierno vasco actual fuera
sistemático, de primer nivel reconociendo el enorme daño, la
responsabilidad del Estado y de algunos partidos políticos y
comprometiéndose a que la verdad se impulsará de forma efectiva… Solo
entonces estaríamos abriendo la puerta a tratar esta materia como lo
merecen las víctimas del Estado y la sociedad vasca entera.
Las políticas de acompañamiento y resarcimiento a las víctimas
del Estado, a las denominadas víctimas policiales o, más propiamente, a
las de violaciones de derechos humanos por motivación política, han
estado ausentes desde siempre. La dictadura tenía como programa
cometerlas y la transición, basada en un modelo de amnistía, no quiso
hacerles frente abandonando así a la convulsa Euskal Herria al problema
añadido de avanzar hacia el futuro con una bomba de relojería más
alojada en el seno de su arquitectura social. El olvido oficial y su
negación facilitó que las violaciones de Derechos Humanos del Estado se
convirtieran en política, en mala política, en arma arrojadiza. En las
manos de la izquierda abertzale, las víctimas fueron rehenes de su
estrategia política. En las manos del Estado, instrumento de represión e
incluso vía de lucha contra la actividad de ETA por más que los paganos
directos de sus abusos fueran en un elevadísimo número de casos -la
mayoría- ciudadano que no militaban de forma activa en organizaciones
políticas y, sin embargo, eran detenidas arbitrariamente, torturadas,
lesionadas o incluso muertas. Es común a estas víctimas, véase desde el
ángulo político que se vea, su olvido y abandono. Unos, porque eran
parte del conflicto. Otros, por razón de Estado. Siempre por razones
políticas.
Por eso, cuando el actual Gobierno vasco quiere impulsar
políticas de resarcimiento de estas víctimas, merecen el máximo rango.
Merecen una regulación densa, seria, llena de contenido y por Ley (no
por Decreto). ¿Pero cómo encarar esta asignatura pendiente? Voy a
sugerir dos claves esenciales en positivo y con ánimo de contribución
aunque, al mismo tiempo, son una crítica -constructiva- a los borradores
de regulación que se filtran de lo que el Gobierno vasco actual está
preparando.
En primer lugar, tras décadas de silencio, tras un discurso
negacionista cuando no directamente justificador de las muertes,
torturas, atentados de grupos parapoliciales, tras violar los Derechos
Humanos, negarlo e incluso perseguir a las víctimas... lo que toca es
reconocer su existencia. Dentro de la tríada verdad, justicia y
reparación toca Justicia que empieza, insisto, porque el Estado, el
Gobierno vasco actual, particularmente el PSOE-PSE y el PP, reconozcan
que se actuó mal, muy mal, de la peor manera que un Estado puede actuar.
Si se prefiere, toca que se diga, alto y claro, de forma creíble, que
saben que lo que ocurrió fue gravísimo y que además se intentó -todavía
hoy muchos están en ello- ocultar. Y esto de que el reconocimiento venga
en primer lugar es clave. El Gobierno vasco, en el borrador del primer
Decreto, sin embargo, está planteando en su generalidad y en el detalle
una especie de quita indemnizatoria. Orientan el instrumento legal a que
las víctimas prueben las lesiones y el Gobierno les indemnizará
aludiendo incluso a baremos formales expresos de las lesiones y muerte
en accidentes de tráfico. Esto es un desatino. Los gobernantes no deben
olvidar que los instrumentos legales son vías de comunicación y lo que
ahora toca es que el Gobierno en particular estrene un discurso fuerte
de reconocimiento y que ese se plasme en el instrumento legal. Querer
dar dinero deprisa y corriendo parece traslucir la voluntad de algunos
de que se pase página cuanto antes y que no interfiera con las víctimas
de ETA haciéndoles sombra. Pero, cuidado, a ninguna persona cabal, sea
víctima o no, le dolerá que otros que fueron atropellados reciban lo que
se merecen. Debe haber valentía y dejar los juegos de suma cero y de
espejos de unas víctimas y otras. A cada una lo suyo. Pero en serio.
La segunda clave es la verdad. Reconocer el problema primero,
hacerlo visible y, luego, ponerse manos a la obra a que aflore. Y digo
aflorar porque así como cada fenómeno delictivo tiene sus claves
criminológicas, entre las que corresponden al Estado cuando viola los
Derechos Humanos de sus ciudadanos está, precisamente, el afanarse por
logar y asegurar la impunidad. Se mató, lesionó, secuestró, violó
sexualmente, torturó… y luego se borraron los rastros que sólo obraban
en poder y a disposición de los victimarios. El Estado que se
autoencubre con eficacia precisa, para compensar su actuación criminal,
una inversión efectiva de la carga de la prueba. No hay que esperar a
que las víctimas prueben los hechos: sino crear un mecanismo proactivo
de verdad. Si a algunos les asusta la expresión "Comisión de la Verdad",
busquemos otro término: pero lo esencial es que se pongan medios
personales y materiales, con independencia y autoridad moral, a buscar
la verdad. A ayudar a las víctimas a que puedan decir su verdad. Eso
requiere que la Comisión tenga capacidad de investigación por encima y
al margen del Gobierno y autonomía financiera y de medios a su
disposición. Una comisión títere y yugulada por un Gobinero timorato que
no quisiera enfrentar la verdad con mayúsculas sería objetivamente una
nueva victimación. Frustraría radicalmente las expectativas de las
víctimas y de la sociedad y en vez de ayudar provocaría el resultado
contrario.
Si el instrumento legal y el discurso de acompañamiento del
Gobierno no son capaces de poner en primer lugar y de forma eficiente el
reconocimiento y la verdad, las iniciativas puede que sucumban y sean
tragadas por la sospecha de que, en realidad, no querían hacer verdad,
justicia y reparación en serio sino, una vez más, política con minúsculas.
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