Por Jesús Martínez Gordo
08/05/2023
Es difícil —y más en una institución tan enorme y diversa como la Iglesia católica— que una decisión, por limitada que sea, no se preste a diferentes y enfrentadas reacciones. Es lo que, de nuevo, compruebo cuando repaso las tomas de posición de muchas personas y colectivos estos últimos días ante la disposición, tomada por el Papa Francisco, de incorporar —con voz y voto— un grupo de setenta laicos y laicas (la mitad de ellos, mujeres) al Sínodo mundial de obispos que se va a celebrar el próximo mes de octubre en Roma para afrontar el siempre peliagudo asunto de cómo se ha de gobernar y estructurar la Iglesia e impartir magisterio.
Las voces críticas han subrayado la contradicción (otra más, han enfatizado) que presenta la decisión de Francisco. ¿Cómo se explica que en una asamblea de obispos haya laicos con voz y con voto? ¿No se están confundiendo las churras con las merinas? Conviene tener presente que quienes formulan éstas o parecidas críticas lo hacen porque sostienen que el poder en la Iglesia católica lo detentan única y exclusivamente los ministros ordenados y, de manera particular, los obispos; y solo ellos. Y lo detentan por “mandato o institución divina”, es decir, porque, por voluntad de Jesús de Nazaret, el poder y su ejercicio descansarían —así lo entienden— en los apóstoles y, a partir de ellos, en los obispos, sucesores suyos; por supuesto, todos varones. Para nada en los laicos; y menos, en las mujeres. Éstos solo pueden “participar” de dicho poder si los obispos tienen a bien concederles tal “participación”. De ahí brota y hasta ahí llega —en el mejor de los casos— el poder del laicado en el gobierno y magisterio de la Iglesia. Y, por supuesto, los de las mujeres.
Tampoco están faltando quienes subrayan la puerta abierta por el Papa Francisco con esta decisión, calificándola, incluso, de “histórica” por incorporar —aunque sea en términos de participación— a los laicos en este órgano de gobierno eclesial y por determinar que la mitad de ellos tengan que ser mujeres. Ya sabemos, se les oye decir, que su número no es gran cosa: 70 personas de entre unos 250 posibles miembros. Pero es un primer paso que “abre” —como gusta decir Francisco— un proceso llamado a más; a pesar de que sean muchos los católicos a los que les parezca una gota en un océano. En todo caso, prosiguen, tampoco se puede descuidar que no son pocos los católicos a los que esta puerta abierta les resulta —en su indudable timidez— demasiado rompedora; en particular, por la irrupción (cierto que muy timorata) de las mujeres en puestos de gobierno y decisión eclesial y a pesar de que Francisco haya dicho, por activa y por pasiva, que él no va a promover el sacerdocio de la mujer.
Finalmente, me encuentro con quienes siendo estrechos colaboradores de Francisco, están tratando de paliar la agitación provocada por esta decisión papal. Y lo intentan indicando que tales laicos no llegan al 25 % del aforo sinodal. Por tanto, no hay riesgo alguno de una revolución laical en el gobierno, magisterio y organización de la Iglesia católica. Además, por si ese dato no les resultara suficiente, indican seguidamente, son los obispos —por medio de los siete encuentros continentales de las Conferencias Episcopales— quienes van a tener un papel determinante en la presentación de las personas laicas que estimen idóneas para que, al final, las nombre el Papa. Van a ser, por tanto, laicos y laicas de confianza episcopal. Estas y otras consideraciones buscan “tranquilizar” a quienes vienen cuestionando desde hace años el pontificado de Francisco.
Reconociendo la importancia de incorporar tal número de laicos —y, particularmente, de mujeres— a una asamblea mundial de obispos, entiendo que un asunto de fondo que abordar —si se pretende que la Iglesia sea creíble en el siglo XXI— sigue siendo el de la gestión del poder en su seno. Es cierto que la llamada “institución divina” de dicho poder, entregada por Jesús a Pedro, admite diferentes interpretaciones: la unipersonal, promulgada en el Vaticano I (1870); pero también la colegial y corresponsable, aprobada en el Vaticano II (1962-1965). Sin embargo, durante la mayor parte del tiempo transcurrido desde la finalización del último de los Concilios se ha seguido primando el modelo unipersonal de gobierno, magisterio y organización de la Iglesia en todos los niveles (curia vaticana, diócesis y parroquias).
Creo que ya ha llegado la hora de poner en su sitio tal modelo unipersonal, absolutista y monárquico, y empezar a implementar, por fidelidad a lo aprobado en 1964, que todo el pueblo de Dios —por tanto, no solo los obispos y los curas— es infalible cuando cree. La Iglesia alemana (obispos, presbíteros, religiosos, religiosas, laicos y laicas) ya ha abierto una vía importante en esta dirección con su llamado Camino sinodal “vinculante”, por más que haya quienes —tan solo escuchando tal calificativo— se crispen y hasta pierdan los nervios. Veremos qué hace (y puede hacer) Francisco.
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