Ignacio Villota Elejalde
Todos los años durante las
fiestas de Semana Santa y después, en los medios de
comunicación, recurrentemente, se trata del tema religioso, se da cuenta de estudios sociológicos del cristianismo entre nosotros, estadísticas sobre religiosidad, cumplimiento del precepto dominical, etc. Es más, los datos sobre la misa dominical parece que son la fotografía de nuestra situación religiosa. Nuestra vivencia cristiana, el seguimiento de Jesús parecería que se miden, casi matemáticamente, por el número de asistentes a las misas dominicales. Para el sociólogo de la religión los datos son pavorosos: el más joven de los asistentes a estas misas puede estar inserto en la generación de los veteranos de la II Guerra Carlista. Es verdad. Lo mismo habría de decirse de algún otro sacramento. Pero voy a la plataforma anecdótica de este escrito, que me hizo mucho que pensar. Hace ya una larga temporada fuimos unos amigos a Burgos a ver varias cosas: la Catedral, las Huelgas Reales, el Museo de la evolución que es el que recoge los hallazgos de Atapuerca, etc. En la visita de este último nos acompañó una chica estudiosa de la Prehistoria, lista, inmersa y conocedora del tema. Lógicamente, surgieron varias cuestiones: la evolución de las especies, los fundamentalismos, el diseño inteligente, la posible contraposición entre la fe y la razón, etc. En un momento dado yo, para situarme, le pregunté si era creyente, y me contestó que sí, que era creyente pero no practicante. Yo le miré y le pregunté si quería a los demás, si les servía, si se esforzaba y sacrificaba por ellos, si no era egoísta, si se conmovía ante las pobrezas de todo tipo, si compartía sus bienes, si era cobijo ante la soledad y los heridos de la vida, si le dolía la actual situación del mundo. Ella se quedó un poco perpleja y me dijo que, por supuesto, sí, o lo intentaba. Ante esta respuesta le comenté que sí era practicante, que lo que no hacía era celebrar la Eucaristía, es decir, que no cumplía con el llamado “precepto dominical”. Había entendido la esencia del Evangelio y del cristianismo auténtico: el amor desinteresado siguiendo a San Mateo en el “tuve hambre y me diste de comer…”.
comunicación, recurrentemente, se trata del tema religioso, se da cuenta de estudios sociológicos del cristianismo entre nosotros, estadísticas sobre religiosidad, cumplimiento del precepto dominical, etc. Es más, los datos sobre la misa dominical parece que son la fotografía de nuestra situación religiosa. Nuestra vivencia cristiana, el seguimiento de Jesús parecería que se miden, casi matemáticamente, por el número de asistentes a las misas dominicales. Para el sociólogo de la religión los datos son pavorosos: el más joven de los asistentes a estas misas puede estar inserto en la generación de los veteranos de la II Guerra Carlista. Es verdad. Lo mismo habría de decirse de algún otro sacramento. Pero voy a la plataforma anecdótica de este escrito, que me hizo mucho que pensar. Hace ya una larga temporada fuimos unos amigos a Burgos a ver varias cosas: la Catedral, las Huelgas Reales, el Museo de la evolución que es el que recoge los hallazgos de Atapuerca, etc. En la visita de este último nos acompañó una chica estudiosa de la Prehistoria, lista, inmersa y conocedora del tema. Lógicamente, surgieron varias cuestiones: la evolución de las especies, los fundamentalismos, el diseño inteligente, la posible contraposición entre la fe y la razón, etc. En un momento dado yo, para situarme, le pregunté si era creyente, y me contestó que sí, que era creyente pero no practicante. Yo le miré y le pregunté si quería a los demás, si les servía, si se esforzaba y sacrificaba por ellos, si no era egoísta, si se conmovía ante las pobrezas de todo tipo, si compartía sus bienes, si era cobijo ante la soledad y los heridos de la vida, si le dolía la actual situación del mundo. Ella se quedó un poco perpleja y me dijo que, por supuesto, sí, o lo intentaba. Ante esta respuesta le comenté que sí era practicante, que lo que no hacía era celebrar la Eucaristía, es decir, que no cumplía con el llamado “precepto dominical”. Había entendido la esencia del Evangelio y del cristianismo auténtico: el amor desinteresado siguiendo a San Mateo en el “tuve hambre y me diste de comer…”.
El Jueves Santo Jesús, con varios
gestos, nos explicitó el tema: lavó los pies a sus discípulos como signo de su
servicio a los demás, y en el momento de la cena instituyó un sacramento, la
Eucaristía, que significa para el creyente de modo profundo, entre otras cosas,
su presencia en el partir el pan y compartirlo. Era este sacramento una
explicitación del mandato cristiano del amor. Jesús se encarnó en el mundo para
enseñarnos a querernos. Ni más ni menos. Los primeros cristianos, para
explicitar su fe empezaron a celebrar la presencia de Jesús en sus vidas, en el
compartir y repartir, creyendo desde su fe que Dios se hacía presente en la
mesa de sus cenas.
Estas celebraciones de la cena se
hicieron normales entre los primeros seguidores de Jesús al conmemorar la
Pascua una vez a la semana. La ratificación del cristianismo como religión
oficial del Imperio, llevó de una manera obvia a una notoria baja de intensidad
del impulso evangelizador. Todos los habitantes del Imperio eran oficialmente
cristianos. Por decreto. La falta de evangelizadores poseedores de una
pedagogía apropiada originó en muchos, oficialmente cristianos, pero carentes
de una formación que fuera consolidando su fe en Jesús, una ausencia casi
absoluta de los actos celebrativos de su fe. A la jerarquía de la Iglesia se le
ocurrió una forma tajante para acabar con los “abusos”: la asistencia a la misa
dominical sería obligatoria bajo la pena de pecado mortal. Así de claro. De este
modo se inició la confección de lo que luego llamaríamos “Mandamientos de la
Iglesia”. Su incumplimiento llevaba consigo penas, normalmente graves.
Pervivieron estas obligaciones durante siglos hasta hoy. Los moralistas
entraron a saco en estos temas y nos brindaron durante siglos un sinfín de
fórmulas para cumplir con estas obligaciones y las consiguientes penas para los
incumplidores.
La cuestión de la misa dominical
se constituyó en el eje de la vida cristiana: una familia se consideraba
cristiana si era de misa, y sanseacabó. A un cristiano no se le ocurría, ni por
lo más remoto, dejar la misa dominical. Hacerlo era, ni más ni menos, pecado
mortal.
Desde tiempos muy atrás, las
“grandes familias” del latifundismo tenían en España, en sus palacios, sus capillas
privadas en las que podían cumplir con el precepto los señores y los
domésticos. Si alguien de fuera asistía a una de esas misas “no le valía” para
cumplir. Lo mismo ocurría en esa época con los pazos gallegos, que percibían
sus rentas de los campesinos en lamentable situación económica, arrendatarios
de los foros y los subforos. Desde finales del siglo XIX, la nueva aristocracia
de la banca y la siderurgia levantó sus chalets en las zonas residenciales,
sobre todo, en Asturias y el País Vasco con sus capillas, concedidas por Roma a
través de sus Obispos. Eran esas familias hijas predilectas de la Iglesia.
Pues bien. El campo andaluz y
extremeño, como se ha dicho aquí, eran un mar de injusticias sociales. Vimos el
ejemplo en la novela de Delibes, Los
santos inocentes. Los señores gallegos, con sus capillas barrocas del siglo
XVIII, eran el estereotipo de maltrato a sus arrendatarios. Y, ¿qué pasaba en
Asturias y en Bizkaia, concretamente? Se ha hablado extensivamente de la
explotación de la minería del carbón y del hierro. Las largas jornadas diarias
de trabajo, los accidentes, los míseros salarios, las represiones ante las
huelgas, las listas negras de obreros
revoltosos, a los que no se daba trabajo en ninguna mina. Yo he tenido en
mis manos una de éstas. Ellos, los dueños, cumplían con el precepto dominical
en sus capillas e, incluso, costearon la construcción de iglesias en los
pueblos mineros. Eso era ser “practicantes". ¿Era de verdad? Yo creo que
no. En ese tiempo, Dolores Ibarruri, “Pasionaria”, supuestamente, había dejado
la fe. Se hizo primero del partido socialista y luego del comunista. Luchó a
destajo por la justicia, se enfrentó a las terribles consecuencias humanas del
liberalismo económico de su época, le dolieron las enormes injusticias de la
minería vizcaína, volcó su vida por los trabajadores. No iba a misa pero, ¿no
era practicante? Creo que sí.
Mi conclusión es que el amor
profundo a los demás, el sinvivir por ellos, la entrega a todos y,
especialmente, a los más abandonados puede existir sin la celebración
eucarística, como ha ocurrido en muchos momentos de la historia de la Iglesia.
Una Eucaristía inserta en un espacio de desamor es algo vacuo y hasta blasfemo.
“Si no tengo amor no soy nada”, que diría San Pablo.
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