lunes, 14 de enero de 2013

Los obispos se creen dueños de sus diócesis


La falta de mecanismos de control perjudica a la Iglesia
Pueden cometer sucesivos dislates sin aparentes consecuencias
Juan Pablo Somiedo, 11 de enero de 2013 a las 09:39

 Los ámbitos de decisión de los párrocos se han reducido hasta extremos insospechados en favor del cada vez más creciente poder concentrado de los obispos
(Juan Pablo Somiedo).- Cuando hablo en términos de mecanismos de control me refiero principalmente a los implementados para controlar el buen hacer cotidiano de aquellos que tienen que tomar decisiones en la Iglesia, como los propios obispos o el personal designado por ellos para tan importantes tareas.
Poco a poco la casta episcopal ha ido ganando sectores de poder que hasta hace muy poco tiempo no tenía. 
Los ámbitos de decisión de los párrocos se han reducido hasta extremos insospechados en favor del cada vez más creciente poder concentrado de los obispos. Esto, unido a la falta de independencia y libertad de los curas, por motivos que explicaremos más abajo, ha contribuido enormemente a enrarecer el ambiente y hacerlo, muchas veces, perjudicial.
Volvemos otra vez a la eterna pregunta.¿Quién controla al controlador?. Sinceramente, no puedo creer que el Vaticano vea con buenos ojos, no ya la actividad intraeclesial de algunos obispos españoles, sino sus declaraciones a la prensa en la arena pública.
Algunas de ellas rebelan no sólo falta de inteligencia sino un aparente desconocimiento de la realidad que asustaría al más optimista. Por poner solo un ejemplo de lo que digo basta echar mano de la hemeroteca y comprobar las declaraciones del obispo de Alcalá de Henares en su famosa homilía sobre los homosexuales. No faltó, por supuesto, algún otro obispo que salió en defensa de lo indefendible y respaldó las palabras del obispo de Alcalá.
Pero antes de la pregunta que he formulado hay otra aún más importante y que, en parte, explica la situación a la que hemos llegado ¿cómo y quién elige a los obispos? (El lector va a perdonar esta insistencia en el método mayeútico). El procedimiento viene reflejado en el canon 377 del Código de Derecho Canónico y no se caracteriza precisamente por la transparencia.
Los candidatos se sacan de una lista elaborada por los obispos y en ella no suelen aparecer aquellos rodeados de más virtudes pastorales o intelectuales o con facultades probabas de gobierno, sino aquellos que se han posicionado mejor o aquellos sobre los que se ha posado el dedo del César-obispo. De esa lista el Nuncio ha de proponer a la Santa Sede una terna de tres nombres, basándose en la consulta previa de informes pretendidamente neutrales y asépticos. De esa terna, la Santa Sede elige a uno.
A simple vista parece que Roma privilegia factores como la obediencia a la doctrina implanta o la ortodoxia del candidato en detrimento de otros como pueden ser la espiritualidad o el valor intelectual. Y esto hace que los futuros obispos no siempre cuenten en su haber con las facultades idóneas para el desempeño de su labor.
A lo largo de mi trayectoria he tenido la suerte de conversar personalmente con algunos obispos españoles y puedo decir que, salvo alguna excepción, todos comparten los mismos parámetros no ya de actuación, sino de pensamiento. Parecen salidos de un mismo molde. En el fondo de la personalidad se vislumbra siempre un grado de sentimiento humano importante, pero está muy atenuado por las formas que inevitablemente lleva asociado el cargo.
La falta de independencia y libertad de los curas viene en parte dada por las mismas características del sujeto y en parte condicionada a propósito por la jerarquía eclesiástica. Esto hace de los curas personas "dependientes" de la institución y cuyo marco vital se reduce muchas veces al ambiente clerical.
Evidentemente, en esa situación, y ante cualquier amenaza velada de la autoridad competente, esto es, el obispo o sus adláteres, el individuo, incluso psicológicamente, se ve abocado a ceder en sus razones y pretensiones. Si además añadimos a esto las críticas interesadas de compañeros malintencionados o simplemente "chivatos", tenemos dibujado un escenario psicológicamente poco higiénico para el sujeto. El lector se preguntara, no sin razón, ¿pero qué obispo sería capaz de aceptar las críticas no probadas que un sacerdote hace de un compañero?. Lamentablemente la inmensa mayoría.
Así que por una parte tenemos obispos que, investidos de plenos poderes, se creen dueños de sus respectivas diócesis, cuando son o deberían ser meros administradores y por otra los curas, privados de libertar e independencia para denunciar los procedimientos erróneos e injustos.
Todo esto, unido a la falta de mecanismos de control serios y eficaces hace que los obispos pueden cometer sucesivos dislates sin aparentes consecuencias y hace que las palabras del hermoso prefacio "Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando", se conviertan en poco menos que una entelequia.

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