miércoles, 25 de septiembre de 2013

Francisco, la misericordia del Papa que acepta el mundo tal cual es



Vittorio Messori – Corriere della Sera



Creo que también les está pasando a muchos otros: la lectura de las treinta páginas de la “Civiltà Cattolica” con la entrevista a Francisco parece aclarar qué hay de verdad y qué quiere hacer quien gusta presentarse como “obispo de Roma”. Una Roma que, por cierto, confiesa no conocer, más allá de algunas famosas basílicas. ¿Por qué esconderlo?



Muchos, en la Iglesia, se quedaron perplejos ante el estilo, que les pareció algo populista, de un suramericano que en su juventud no fue insensible al carisma demagógico de Perón.

Las botas ortopédicas negras; la cruz plateada; la sotana papal y sus comportamientos litúrgicos, a veces descuidados; el andar a pie o en un utilitario, siempre en el asiento anterior; el rechazo del alojamiento pontificio, de la villa de Castel Gandolfo, de la escolta; los niños besados en la plaza; las llamadas telefónicas realizadas a personas de aquí y de allá; hablar sin papeles, con riesgo de equivocarse; pedir rápidamente al interlocutor que emplee el “tú; algunas reacciones emotivas, al ver determinadas fotos y  noticias en los periódicos.

En lo que a mí concierne (y aunque no interese gran cosa, por supuesto), todo esto me parecía transpirar cierto esnobismo intelectual en el que fui educado en mis casi veinte años de escuelas turinesas y, para más añadidura, en el tardo pre-sesentayochismo. Este estilo “a la argentina” contrastaba con cierta descontentadiza “retórica” de la anti-retórica centrada en la austeridad y en la humildad aprendida de mis maestros subalpinos.

Ha habido momentos a lo largo de estos últimos meses en los que me ha llamado la atención la presentación sobria y el perfil intencionalmente bajo de algunos personajes: tanto del Papa (profesor emérito bávaro) como del presidente del Gobierno (otro profesor emérito de la Bocconi, la equivalente doméstica de alguna de las “Grandes Écoles” parisinas). Para completar la Tríada, tendría que haber estado en el palacio del Quirinal Luigi Einaudi pero, en ausencia suya, me he contentado con la seriedad y discreción de Giorgio Napolitano, para nada sospecho de ser sensiblero o amante de la retórica.

En definitiva, yo también formaba parte de los perplejos. De todas formas, ha de quedar muy clara una cosa: como se me ha recordado en otras ocasiones, en perspectiva católica, lo que cuenta es el Papado, su papel (atribuido por el mismo Cristo) de enseñanza y custodia de la fe; mientras que no tiene importancia teológica alguna la manera de ser del Papa, habida cuenta de que lo que se le encomienda es únicamente la salvaguardia de la ortodoxia y la guía de la Iglesia en medio del oleaje de la historia.

En este asunto no cuentan los gustos personales. El creyente sigue y ama a cualquier pontífice, independientemente de que sea más o menos “simpático”. Y lo ama como sucesor de aquel Pedro al que Jesús confió el cuidado de su pueblo.

Pero he aquí que nos encontramos con la entrevista a la revista más antigua no solo del mundo católico, sino también del italiano, a la quincenal fundada hace 163 años. Un jesuita, el padre Antonio Spadaro, dialogando -en la revista de los jesuitas- con el primer pontífice jesuita de la historia. Eso se llama jugar en casa.

Evidentemente, no es algo que suceda por puro azar. Así es. Leyendola, se entiende cómo la estrategia del Papa que ha querido llamarse Francisco no es para nada consecuencia de su singular carácter ni continuación de la mejor tradición de los hijos del “Poverello”, sino de la de Ignacio.

El carisma de los discípulos del militar vasco fue comprender que el mundo tenía que ser salvado tal y como era, nos gustara o no; que la utopía cristiana tenía que confrontarse siempre con la realidad concreta; que no había que escandalizarse por la amarga cascara de Maquiavelo, por la manera de ser de los humanos, al margen de lo que quisiéramos que fueran. Es a este hombre, no a uno ideal e inexistente, al que se le propone la salvación traída por Cristo.

La suerte de los jesuitas, su éxito en remotas misiones y, al mismo tiempo, en las cortes de reyes y emperadores (un éxito que los llevó posteriormente a su supresión en 1773 de la mano, mira tú por dónde, de un Papa franciscano), aquella suerte fue el fruto maduro de un carisma que el mismo Bergoglio llama “discernimiento”.

Es lo que los enemigos de la Compañía llamaron “hipocresía”, “oportunismo”, “mimetismo” y los jansenistas “laxismo” y que, sin embargo, según explica el mismo papa Francisco, “es la conciencia de que los grandes principios cristianos deben ser encarnados según las varias circunstancias de lugar, tiempo y personas”.

Que la evangelización sea flexible y tenga en cuenta la fragilidad humana, que “el confesionario no sea un lugar de tortura”, por usar las palabras literales de Bergoglio.

Es lo que inspiró aquella casuística que, para los rigurosos, parecía que aceptaba y justificaba todo y contra la que escribió Blaise Pascal sus “Cartas Provinciales”. Cartas que son una obra maestra de la literatura, pero una desgracia teológica de aquel genio que, sin dejar de ser extraordinario, lo admito, es particularmente apreciado por quien escribe estas líneas.

A pesar de las exageraciones (condenadas después por la misma Compañía, antes incluso que por la Iglesia), tuvieron razón los jesuitas: la misericordia, la comprensión, las finuras y acrobacias dialécticas para no excluir a nadie de la comunión eclesial, fueron y son medios de apostolado muchos más eficaces que la grave severidad, el legalismo escriturístico y canónico, el moralismo implacable, la ortodoxia usada como un garrote.

Los rigoristas están obsesionados por el “aut aut” (o esto o aquello), mientras los jesuitas practican siempre, y en toda circunstancia, el “et et” (esto y aquello) que permita alcanzar la salvación eterna al mayor número posible de criaturas de Dios.

Fue la intransigencia de otras órdenes lo que trajo la desastrosa ruina de la inculturación del Evangelio intentada por la Compañía en Asia, en América, en África y que, finalmente, el Vaticano II tuvo que redescubrir y poner en valor.

Y de este deseo de convertir al mundo entero, usando más la miel que el vinagre, brota una de las perspectivas más convincentes de las confiados por el Papa a su cofrade: la de encontrar la justa jerarquía cristiana.

En los decenios postconciliares se ha visto, en la Iglesia, el enfrentamiento sobre las consecuencias que se derivan de la fe: políticas, sociales y, sobre todo, morales. Pero de la misma fe misma, de su credibilidad, de su anuncio al mundo, son muy pocos los que parecen cuestionarla.

Venga bien, por tanto, la llamada del Obispo de Roma: se re-evangeliza, anunciando la misericordia y la esperanza del Evangelio. Los demás, vendrá por sí mismo. No hay, en sus palabras, ningún retroceso sobre los así llamados “principios no negociables” en materia ética.

Hay, más bien, una insistencia sobre el proceso que es preciso cuidar: primero, la fe y, luego, la moral. Primero, convocamos, acogemos y curamos los heridos de la vida y, luego, después de que hayan conocido y experimentado la eficacia de la misericordia de Cristo, les damos lecciones de teología, de exégesis, de ética.

¿Demasiado desafío, quizás demasiado riesgo? El Papa Francisco da a entender que es consciente de ello pero, sobre todo, de contar con la ayuda, que no le faltará, de Quién le ha elegido, a pesar de lo lejos que estaba de esperarlo y de desearlo.


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