“Polarización” ha sido la palabra del año 2023 para la Fundación del Español Urgente (Fundéu RAE), una institución promovida tanto por la Real Academia Española como por la Agencia EFE.
Fuente: Noticias Obreras
07/07/2024
La tarea a la que me enfrento en estas líneas –por invitación de la revista Encrucillada— es la de estudiar si lo que se entiende por “polarización” es constatable en la Iglesia católica, habida cuenta de algunos discursos, actitudes e iniciativas que se promueven e impulsan, tanto desde el Vaticano como desde sus periferias y, más concretamente, en la Iglesia española, desde que Francisco fue elegido para presidir la comunidad católica en la unidad de fe y en la comunión eclesial. Como se puede apreciar, la invitación de los amigos de Encrucillada es muy genérica o –quizá, con más precisión– ambiciosa; en mi opinión, demasiado.
Algunas, de las muchas extrapolaciones
Por eso, no me queda más remedio que centrarme en una iniciativa, debida al papa Francisco: la renovación de la moral sexual y de la pastoral familiar.
Quedan para otra ocasión y momento la implementación de la sinodalidad en su pontificado, así como –entre otras posibles– la decisión, igualmente papal, de negarse a abrir –al menos, durante su pontificado– un proceso que pudiera desembocar en la ordenación sacramental de las mujeres, algo que, al parecer, entiende compatible con otro de “desmasculinización” de la Iglesia, tal y como ha sostenido el pasado mes de diciembre de 2023 en el marco de la Comisión Teológica Internacional, celebrada en el Vaticano.
Tambien tienen que quedar para otra ocasión las diferenciadas eclesiologías y teologías ministeriales en juego en Europa –y, de manera particular, en la Iglesia española– cuando abordan la singular situación en la que se encuentran inmersas la gran mayoría de sus parroquias y que formulo -apoyado en la pregunta de Nicodemo a Jesús: “¿cómo es posible nacer de nuevo siendo viejo?” (Juan 3, 4).
Puede haber quien crea que estos asuntos no sean los más importantes para el futuro de la Iglesia ni los más significativos para asomarse a las extrapolaciones eclesiales, pero entiendo que son algunos de los que más preocupan –y hasta irritan y desalientan– a muchos católicos de nuestros días; y no solo a ellos. O, en todo caso, son algunas de las urgencias que vengo siguiendo con particular interés desde hace unos cuantos años.
La reforma de la moral sexual y de la pastoral familiar
El año 2016 recogí en un libro la revisión de la moral sexual y de la pastoral familiar propiciada –e iniciada– por el papa Bergoglio en los sínodos mundiales de obispos, el extraordinario de 2014 y el ordinario de 2015, tras sendas consultas previas a todo el pueblo de Dios: Estuve divorciado y me acogisteis. Para comprender “Amoris laetitia”, (Ed. PPC, Madrid, 2016).
Si bien es cierto que tales consultas fueron, al menos en la Iglesia española, muy pobres y rozando la irrelevancia, no es menos cierto que en otras –por ejemplo, en la alemana, con un laicado muy consciente de su pertenencia eclesial, además de organizado– dichas consultas resultaron particularmente importantes, sobre todo, cuando se debatió en el aula sinodal la necesidad de agilizar los trámites de nulidad o de separación matrimonial y abaratar sus costes. O cuando se afrontó la improcedencia teológica y pastoral de seguir negando la comunión a los divorciados vueltos a casar civilmente, así como cuando se debatió la posible revisión de la doctrina y de la praxis canónica con los homosexuales.
Los debates sinodales y los posteriores acuerdos, facilitaron que el papa Bergoglio, finalizado el primero de los encuentros sinodales, agilizara y facilitara todo lo referido a los matrimonios fallidos y, en concreto, a las nulidades y separaciones matrimoniales. Esta era una reivindicación largamente esperada en la inmensa mayoría de las iglesias católicas de todo el mundo. Probablemente, por eso, no hubo particulares problemas con su acogida e implementación; al menos, en las iglesias de la Europa occidental.
El rigorismo doctrinal, moral y jurídico
Otro, bien diferente, fue el acuerdo sinodal (alcanzado –recurriendo a una expresión popular– “por los pelos”) sobre la acogida y plena reincorporación eucarística de los divorciados vueltos a casar civilmente. En este asunto, el debate fue más intenso y, a veces, hasta crispado. Y lo fue porque se desenvolvió en el marco de una rediviva polarización teológica que, desde los primeros tiempos de la Iglesia, la atraviesa hasta nuestros días: es la referida a cómo tratar a los llamados “pecadores públicos” que, en esta ocasión y en el discurso oficial de la Iglesia, son los divorciados vueltos a casar civilmente.
En el tratamiento de este asunto se jugaba la recolocación de un paradigma –exclusivamente doctrinal, moral y jurídico, e imperante en los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI– en favor de otro que, pastoral y misericordioso, se mostraba más partidario de acoger que de perseguir y condenar.
Tal era la verdad –evangélica, por supuesto– que el papa Francisco buscaba recuperar para la Iglesia y poner por encima de la favorecida por sus antecesores. Y tal es una de las polarizaciones que, desde entonces, marca el presente papado y la marcha de la Iglesia católica en todo el mundo y, por supuesto, entre nosotros.
W. Kasper abre el debate
Correspondió al cardenal W. Kasper –por invitación del papa Francisco– abrir este cambio de paradigma en el consistorio de cardenales del 20 febrero de 2014. En aquella ocasión, el cardenal alemán propuso que “un divorciado y vuelto a casar” pudiera participar, “tras un tiempo de reorientación (metanoia)”, en “el sacramento de la penitencia y de la comunión”. Era una propuesta que entendía fundada en la evangélica necesidad de articular la justicia y la misericordia, y sin necesidad de cambiar la doctrina sobre la indisolubilidad del matrimonio. Bastaba y era suficiente –propuso– con que estas personas estuvieran arrepentidas de su fracaso en el primer matrimonio y que este resultara imposible de recomponer; que fueran responsables con las obligaciones derivadas del primer enlace y que se esforzaran –de manera contrastada– en vivir de la mejor manera posible el segundo matrimonio.
En intervenciones posteriores, en otros foros, recordó, además, que la doctrina de la Iglesia, en contra de quienes entendían que la verdad estaba fijada para todos y para siempre en el pasado, no era un sistema cerrado. El Concilio Vaticano II había enseñado que era posible el progreso y un mejor conocimiento de la misma ya que existían “semillas del Verbo” fuera de las fronteras institucionales de la Iglesia. Por eso, había que empezar a pensar si, en ciertos casos, no habría que reconocer también en un matrimonio civil algunos elementos de la unión sacramental, tales como ”el compromiso definitivo, el amor y el cuidado recíproco, la vida cristiana, el compromiso público”. E, igualmente, siguió proponiendo en tales foros, evaluar la viabilidad, teniendo presente la praxis de los cristianos ortodoxos, de una segunda –y hasta una tercera–oportunidad, no sacramental, sin tocar, para nada, la doctrina sobre la indisolubilidad del matrimonio.
Las primeras reacciones críticas
Las críticas no se hicieron esperar. Procedieron de cardenales que tenían o habían tenido –en la mayoría de los casos– peso específico en la curia vaticana y en el gobierno eclesial: G. L. Müller, prefecto, entonces, de la Congregación para la Doctrina de la Fe; Walter Brandmüller; Velasio de Paolis; Carlo Caffarra y Raymond Leo Burke. Sus argumentos fueron publicados, pocos días antes del inicio del sínodo extraordinario de 2014, en un libro conjunto, con las de otros teólogos.
En ellas insistían en la imposibilidad de la propuesta formulada por W. Kasper a la luz del Evangelio, de la tradición y de los Santos Padres. No faltaron quienes sostuvieron que dicha propuesta –buscando adaptarse a la modernidad– era dogmáticamente inaceptable porque atentaba contra la ley divina de la indisolubilidad del matrimonio. Y todos ellos coincidieron en que el ingrediente mínimo y esencial de una respuesta pastoral desde la misericordia era el respeto a la verdad.
Los argumentos de la mayoría sinodal
Afortunadamente, en el transcurso de los debates sinodales se fue evidenciando que esta posición era minoritaria y que la abanderada por W. Kasper –con dificultades de aceptación al principio– iba ganando terreno poco a poco hasta erigirse en mayoritaria, alcanzando los dos tercios, el porcentaje de voto requerido, para ser aprobada.
Pero no fue solo cuestión de números y porcentajes, sino también de argumentos. La mayoría sinodal rebatió la posición minoritaria, poniendo en valor la perspectiva pastoral y la verdad evangélica que, primadas por Francisco, tenían en la misericordia su fundamento: un varón casado –hubo quien arguyó– que cayera en la tentación y se fuera con una prostituta podía recurrir al confesor, ser absuelto y comulgar. En cambio no lo podía hacer la mujer que, después de pocos años de matrimonio, hubiera sido abandonada por el marido y hubiera encontrado un nuevo compañero dispuesto a acogerla, juntamente con sus hijos, y que, como consecuencia de dicho amor, se hubiera vuelto a casar. Esta persona tenía prohibido, según la normativa canónica, vigente desde 1981, el acceso a la comunión, a no ser que se abstuviera de mantener relaciones sexuales; incluso en el caso de que no hubiera sido culpable de la ruptura del primer vínculo.
La “terapia teológica” de la empatía crítica
Pero dicha mayoría sinodal no solo mostró algunas de las incoherencias y contradicciones en las que frecuentemente incurría la absolutización –y extrapolación– del paradigma doctrinal, moral y jurídico hasta entonces favorecido, sino que –practicando la empatía critica– procedió a incorporar la parte de verdad en la que se fundaba dicho posicionamiento minoritario.
Por eso, defendió la radicación de su posición en una exégesis mejor contextualizada de los pasajes evangélicos en los que se aborda el matrimonio, aportó otra lectura de la tradición cristiana –más interesada en la acogida que en la condena– y reivindicó la necesidad de que los divorciados casados civilmente estuvieran “más integrados” en la comunidad, activando, para ello, un adecuado “acompañamiento pastoral” y resaltando la necesidad de que todos –también estas personas– pusieran al servicio de la Iglesia y de la sociedad los diferentes dones y carismas con los que habían sido agraciados como bautizados.
Estas personas, concluyó la mayoría de los padres sinodales, no debían “sentirse excomulgadas”. Es más: su “integración” era “necesaria”, en particular, cuando se interesaban por la educación y el cuidado de sus hijos.
Procediendo de esta manera, fue posible que en la relación final del Sínodo de 2015 quedara aprobada, por dos tercios, la comunión a los divorciados casados civilmente. Y que se aprobara porque los padres sinodales fueron conscientes de que, además de no debilitar la fe ni erosionar la doctrina de la indisolubilidad matrimonial, estaban procediendo en conformidad con lo mejor de la tradición católica, es decir, superando la polarización rigorista a la que, frecuentemente, se prestaba la interpretación sólo legal y doctrinal del magisterio de los pontificados anteriores.
La extrapolación –y condena– del rigorismo moral
Como es sabido, en el siglo II, algunas comunidades –con Novaciano al frente (210-258)– se negaron a aceptar a los “lapsi”, es decir, a aquellas personas que, en los tiempos de las persecuciones, no habían tenido el coraje –como los mártires– de confesar la fe y entregar su vida y que, por ello, acabaron apostatando de una u otra manera. Fue entonces cuando se produjo la primera gran crisis con los “rigoristas” o, con un lenguaje más de nuestros días, entre los partidarios de absolutizar la verdad doctrinal, moral y jurídica y los más cuidadosos y esmerados en preservar siempre la verdad evangélica de la misericordia. Es una polarización que reaparecerá en los siglos IV y V con los donatistas y, luego, con los jansenistas.
La Iglesia de los primeros siglos –y, con ella, la de la posteridad– se desmarcó y condenó a quienes se negaban a acoger a los “lapsi”. Lo hizo porque no se autocomprendía integrada únicamente por cristianos “perfectos” y “puros”, sino porque tuvo conciencia de ser –en conformidad con la expresión que propondrá Agustín de Hipona– una “casta meretrix” (“casta prostituta”), es decir, un colectivo habitado, a la vez, por la presencia de Dios (el único perfecto y sin mancha) y de cristianos, a un tiempo, justos y pecadores.
Estas son unas verdades no debidamente tenidas en cuenta por la minoría sinodal cuando pedía defender –en continuidad con el rigorismo del siglo II– de manera contundente y extrapolada, que entre la gracia y el pecado, entre “el todo (de la gracia) y la nada” (de la caída, de la falta o de la imperfección), entre los mártires y los apóstatas, no había ninguna gradualidad ni posibilidad de ella, no quedando más remedio que aplicar la ley y la doctrina sin contemplaciones: lo blanco siempre es blanco y lo negro, negro.
Tal criterio teológico-pastoral –y el paradigma eclesial y jurídico en el que cuajaba– no solo fueron aparcados por la Iglesia de los primeros tiempos, sino también en los Sínodos mundiales de obispos de 2014 y 2015. Y, como resultado de ello, se evidenció la persistencia de la polarización rigorista en la Iglesia católica, a pesar de los argumentados posicionamientos doctrinales y de las reiteradas decisiones magisteriales en su contra.
Desde entonces, los líderes de tal extrapolación no se han cansado de denunciar la “ambigüedad” de Francisco “en cuestiones de fe y moral”; la “confusión”, “división y conflicto” que –al parecer– provoca entre los fieles con tales ambigüedades. De ahí, que propongan la necesidad de recuperar y restablecer –a más tardar, en el siguiente pontificado– las verdades que –“inmutables sobre el mundo y la naturaleza humana” y accesibles “mediante la Divina Revelación y el ejercicio de la razón”– “se han ido lentamente oscureciendo o perdiendo entre muchos cristianos”.
Argumentando de esta manera, además de extrapolar –ya sea por no articular o absolutizar uno de los lugares teológicos o por no atender a su actualización–, incurren, igualmente, en lo que, en nuestros días, se tipifica y reconoce como puro y duro “tuciorismo”, es decir, decantamiento por la interpretación más cercana a la literalidad de la ley, sin prestar atención alguna a la misericordia y a lo que se ha llegado gracias a las investigaciones sobre la sexualidad. Y eso, a pesar de que las razones y argumentos a favor de proceder en conformidad con la misericordia y la razón humana se encuentren en total sintonía con lo mejor del Evangelio, teniendo que ser, por eso, más determinante y referencial que la doctrina y la ley por ellos defendidas.
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