Fuente: El Diario Vasco
Por Jesús Martínez Gordo
29/05/2024
Ayer a la noche, 27 de mayo, me enteré, gracias a un amigo homosexual, de la supuesta vulgaridad pronunciada por Francisco en la Asamblea Plenaria semestral de la Conferencia Episcopal italiana el pasado 20 de mayo y de la que se ha tenido conocimiento, por la filtración de la misma al diario “La Repubblica”: “hay demasiado mariconeo —les habría dicho a los obispos italianos— en ciertos seminarios”. Según los responsables de la filtración —informó, por su parte, “Il Corriere della Sera”— esta supuesta vulgaridad papal habría sido escuchada con “risas incrédulas”, más que con vergüenza ajena; entre otras razones, porque el Papa no habría sido consciente “de lo ofensiva que resultaba esa palabra” en el italiano romano.
Me interesa saber —le he dicho esta mañana a mi amigo homosexual— qué hay detrás de esta supuesta vulgaridad papal. Y más, conociendo que el Papa Francisco viene haciendo campaña, desde el primer día de su pontificado, en favor de una Iglesia acogedora, sin distinciones por razón de orientación sexual. De acuerdo, me ha respondido, siempre me molesta —sobremanera— el empleo de tal expresión. Pero más, si es en boca de un Papa. A las tres de la tarde de hoy, 28 de mayo, Matteo Bruni, director de la Oficina de Prensa vaticana ha declarado —respondiendo a los periodistas— que “el Papa nunca ha pretendido ofender ni expresarse en términos homófobos, y presenta sus disculpas a quienes se hayan sentido ofendidos por el uso de un término, referido por otros”.
Le he rebotado la rectificación vaticana y, un poco más calmado, me ha dicho: estoy contigo en que sería interesante conocer el asunto de fondo, visto que sigue dispuesto, por la Nota que me has enviado, a tratar a los homosexuales como al resto de los hijos de Dios. Exacto, le he respondido: esa es la cuestión, aunque la rectificación facilitada no acabe de convencerme.
Y metido en el asunto me encuentro con un diálogo eclesial —no siempre fácil, pero muy interesante— sobre el trato que se ha de dar a los seminaristas y a los curas homosexuales italianos; y, por extensión, a todos, sean de la nacionalidad que sean. Para los obispos italianos, la Iglesia tiene que dejar de discriminar a los homosexuales. Por ello, proponen al Papa superar el criterio formulado al respecto por la Congregación para la Educación Católica el año 2005 cuando dicha Congregación sostiene que “la Iglesia, respetando profundamente a las personas en cuestión, no puede admitir en el seminario y en las órdenes sagradas a quienes practican la homosexualidad y tienen tendencias homosexuales profundamente arraigadas”. A diferencia del supuesto en el que se funda el posicionamiento de esta Congregación, los obispos italianos entienden que ha llegado la hora de reconocer que la homosexualidad es una “tendencia no elegida”, al igual que la heterosexual. Eso quiere decir que se ha de proceder con los seminaristas y curas homosexuales como se hace con los heterosexuales.
Por eso, el criterio que se debería aplicar tendría que ser —como, por ejemplo, propone el cardenal Giuseppe Versaldi en un reciente libro— el recogido en la primera parte de la frase citada más arriba: la Iglesia no puede admitir en el seminario y en las órdenes sagradas a quienes mantienen relaciones sexuales, sean heterosexuales u homosexuales. Ateniéndose a dicho criterio, se estaría aplicando a los seminaristas y curas homosexuales el mismo principio que se tiene presente para los heterosexuales, es decir, se estaría aceptando como seminaristas a candidatos homosexuales no activos.
¿Qué ha podido pasar para que Francisco, habiendo abierto el melón que propiciaba una revisión de la Iglesia en el trato a los homosexuales, se haya, supuestamente, opuesto a acoger a los seminaristas homosexuales no activos?
Aquí, las posibles explicaciones se disparan: Francisco —se viene escuchando desde hace tiempo— es un Papa muy temperamental. En el Vaticano le tienen miedo porque nunca se sabe qué puede decir o hacer, por muy preparados que estén los discursos y las palabras que —según el parecer de sus asesores— es oportuno que pronuncie. Pero no solo eso. Desde que los obispos centroafricanos se levantaron en contra de su autorización para bendecir a las parejas irregulares y homosexuales, parece haberle entrado el temor que, casi siempre, se apodera de todos los papas abiertos, sobre todo, en el tramo final de sus respectivos pontificados: el de no ser causa de división en la Iglesia, aunque el precio que haya que pagar sea la salida —casi siempre silenciosa— de una parte considerable de los católicos más abiertos y progresistas.
Conociendo un poco cómo procede este Papa, creo que, al final, va a dejar esta puerta entreabierta, aunque podamos ser muchos los que la consideremos más cerrada que abierta y aunque meta la pata, como así parece que ha sido —por supuesto, supuestamente— en esta ocasión. Es algo que ya ha pasado antes de ahora, por ejemplo, con la comunión a los divorciados vueltos a casar civilmente o con las bendiciones a parejas irregulares y homosexuales. Al tiempo.
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