___________________________________________
Felisa
Elizondo
(en revista crítica)
EN nuestra época, tantas veces tachada de materialista e
irreligiosa, llama la atención el prestigio que ha adquirido el término espiritualidad,
hasta hace poco nada común, que aparece con frecuencia en muy diferentes
contextos. Tradicionalmente próxima a religión o creencia, el uso de la palabra
desborda ahora esos ámbitos y apunta a la apertura a un todo mayor, a algo que trasciende
lo inmediato, a una entrada en el misterio que rodea lo real o a una búsqueda del
sentido de la vida.
En este uso ampliado, y en contexto postmoderno, lo espiritual
se entiende como despliegue de una disposición y capacidad humana que apunta a
niveles y valores que trascienden la realidad rasa, el mundo chato del que
habla J. Wilber al proponer una espiritualidad integral. Dejando atrás un
denostado dualismo, la búsqueda espiritual aspira a integrar las varias
dimensiones humanas —algunas de ellas casi olvidadas— en un centro personal. Su
cultivo es postulado para superar lo rutinario, banal o anodino del existir a que
reduce la cultura de lo inmediato lo útil, hija de la razón sólo instrumental,
que impera en el ambiente y condiciona hoy mismo las formas de vida.
No es fácil acotar su significado, pues tiene que ver también
con las variaciones sociales, culturales y religiosas que se registran en
nuestro mundo. Años atrás corrió por las redes un manifiesto firmado por Álvaro
Mutis: Contra la muerte del espíritu, que denunciaba la estrechez de un mundo plagado
de técnica y de bienestar, pero insensible a valores que no pueden ser
ignorados sin correr el riesgo de deshumanización. Ya en 2007 un monográfico de
Concilium planteaba la pregunta de si movimientos considerados como nuevas
espiritualidades iban a dar como producto nuevas formas religiosas una vez
dejadas atrás las tradicionales.
Si en más de un aspecto se percibe cierta semejanza con
formas de terapia o autoayuda, la espiritualidad de que se trata en lugares
varios se refiere a una exploración interior. O a una apertura que afecta a
ideas y pensamientos que tienen que ver con el significado de nuestro existir y
al eco afectivo que esas cuestiones suscitan. Así, el término aparece vinculado
a un pensar que se quiere alternativo, más intuitivo que racional o
intelectual, que se acompaña de sentimientos profundos y conduce a cierto
ensanchamiento de la conciencia.
Lo
imparable del buscar
En los dos últimos decenios del siglo pasado, la
extensión de un fenómeno como la New Age, considerada un conglomerado y hasta
una nebulosa esotérico-mística, mereció unas cuantas reflexiones que en buena
parte siguen siendo aplicables al emerger de espiritualidades en estos años del
XXI. Ya entonces se señalaba que una profunda mutación cultural venía afectando
a las religiones hasta el punto de que se operaba una verdadera metamorfosis de
sagrado1[1].
Y se detectaba a la vez que la retracción que las religiones tradicionales
venían padeciendo en plena era tecnológica dejaba abierto un espacio a otras
búsquedas imposibles de frenar y a preguntas que siguen abiertas.
Si decenios atrás se anotaba que la secularización
acelerada de las sociedades avanzadas dejaba terreno libre a nuevas formas de
religiosidad, los análisis recientes observan que ahora mismo el vacío es
ocupado por las variadas ofertas de espiritualidad (y el cambio de lenguaje es
expresivo del alza de prestigio del término). De hecho, las propuestas se hacen
al margen de los ámbitos religiosos en que en un pasado la vida espiritual era
objeto de atención. Y no es raro encontrar afirmada una espiritualidad que se
adjetiva como laica y hasta explícitamente sin Dios o atea en autores que se
distancian de una confesión religiosa al tiempo que no querrían renunciar a una
ética humanista. O formas de espiritualidad que conducen a redescubrir nuestros
vínculos con la naturaleza.
En bastantes casos se plantea claramente la simpatía por
un pensar unitario, no dual, inspirado en tradiciones orientales, que
corregiría el estrechamiento de la razón padecido en occidente y en la modernidad.
Además, como sucedió años atrás ante las nuevas formas de religiosidad, hay
análisis que advierten en este aflorar la reaparición de antiguas formas de la
gnosis[2].
Aunque es indiscutible que las religiones no tienen el
monopolio de la espiritualidad, hay planteamientos que contraponen abruptamente
espiritualidad y religión que merecerían ser matizados. Porque también es
cierto que las religiones tradicionales contienen un potencial espiritual que
sólo las deformaciones que han padecido en la historia y una comprensión pobre de
lo religioso han podido dejar sin cultivo. El rebrote de búsquedas espirituales
interpela por ello a esas mismas tradiciones.
Un
término estallado
Que el término alcanza espacios cada vez más amplios se puede
constatar observando la variedad de vías que se ofrecen y la abundancia de
publicaciones sobre el tema. Una revista de información católica que circula
entre nosotros reconocía no hace mucho que el interés por ensayar esas vías responde
al vacío que experimentamos, y que esos intentos podrían conducir a otra
profundidad, hacia otra calidad en el vivir. Según el autor, las propuestas
apuntan a convicciones positivas en unos casos, a valores en otros, aunque se hable
expresamente de espiritualidades sin religión y apenas se haga mención de ética
ni de moral (algo que sí es tenido en cuenta, a nuestro juicio, por quienes
sostienen la posibilidad de una espiritualidad humanista).
Ahora bien, en las mismas páginas se advertía que la inanidad
acecha a las que no atienden suficientemente a transformar a quien las vive y a transformar la
realidad presente conduciendo hacia el respeto, a la apertura y a la promoción
de los otros. La advertencia —que encontramos en más voces— parte de que la
piedra de toque de una espiritualidad es la transformación interior de los
sujetos, que se opera siempre en un contexto concreto y en el dinamismo de la
historia. En medio de una sociedad y una cultura que han de ser a su vez
transformadas[3].
Ciertamente, en algunas de estas vías de apertura o de entrada
en la profundidad se echa de menos una más explícita referencia a los otros, y al
mundo concreto y cercano con sus convulsiones históricas. Una insuficiente
referencia a la alteridad que encontraremos anotada en otras observaciones
críticas[4].
Para cerciorarse del interés que suscitan estos rebrotes de
espiritualidad bastaría el recuento de artículos dedicados al tema por una
publicación online como Tendencias21 de las Religiones. Pronto se advierte,
también aquí, que la contraposición entre espiritualidad y religión resulta
problemática cuando la espiritualidad se presenta rica de promesas mientras se cargan
tintas oscuras sobre las religiones.
Se ha dado un corrimiento del término y, en contraste con
situaciones todavía recientes, la palabra sugiere ahora posibilidades de
acceder a aquello que, siendo real, escapa a las explicaciones de la ciencia y
a una razón estrecha. Aunque a distancia de espiritualismos y “sin creencias,
sin religiones, sin dioses” (como reza el subtítulo de un libro reciente sobre el
tema), las propuestas varias de espiritualidad laica apelan a lo que excede lo
inmediato y constatable. Atienden a la interioridad del sujeto haciendo saltar
cierres y bloqueos en pro de una conciencia ensanchada. Y en este resurgir del
término cobra otro lugar la naturaleza, con la que los sujetos ensayan vivir en
armonía y unidad.
El
lenguaje de lo inexpresable
No resulta fácil de delimitar el significado del término
espiritualidad, que ha visto ensanchado su campo semántico y que está presente
hoy en áreas que le eran ajenas. Los mismos diccionarios, que glosaban la
palabra cuando estaba adscrita al terreno de la historia de la fe o de la
religión vivida, señalan que ha ampliado su alcance y levantan acta de que ha
saltado los confines del pasado para referirse a la simple posibilidad humana
de trascender.
Lo
inmediato y usual
Al pretender dar cuenta de experiencias vividas en la
profundidad y al tratar de expresar algo de carácter intuitivo y vivencial, el
lenguaje al uso en las propuestas actuales abunda en metáforas e imágenes poéticas.
Se reconoce un fondo de indecible, que queda inexpresado, en experiencias que,
por otra parte, son vividas por los sujetos como momentos de paz, armonía o
silencio y quietud. No lejos de lo que en un pasado la psicología profunda
entendía por experiencias oceánicas o de trascendencia. Cuando se pretende
describir lo que ocurre en ese trance, las frases quedan en suspenso,
incompletas y, como ha dicho un filósofo muy oído, “aunque el pensamiento y la
palabra continúan siendo posibles, dejan de ser imprescindibles” (A. Comte-
Sponville).
Hallamos así reconocida una insuficiencia o incapacidad del
decir que estábamos habituados a encontrar en los tratados de mística, y que se
ha hecho extensiva a las vivencias que ofrecen espiritualidades seculares,
aunque en algunos casos encontremos referencias puntuales a algunos antiguos
espirituales.
Espiritualidades
laicas, humanistas, ecológicas...
El término aparece ahora mismo adjetivado de manera que
se pueden establecer varias categorías dentro del conjunto de posiciones y ofertas.
Hay espiritualidades que se presentan como laicas y que pueden considerarse determinadas
por una ética humanista y/o ecológica que mantiene el empeño de defender la
dignidad, la compasión o el respeto de lo que existe. Son voces que salen por
los fueros de un humanismo y aun de cierto trascender dejando atrás la
condición de creyentes o la adscripción a una iglesia determinada.
Algunas declaraciones del autor antes citado son bien explícitas
a este propósito. Así en una entrevista reciente: ”He decidido luchar contra los
dos adversarios: contra el fanatismo, obviamente, pero también contra el
nihilismo. El nihilismo renuncia a los valores, pero el fanatismo intenta apropiárselos”.
Una espiritualidad laica –sigue diciendo– “consiste en la defensa de los grandes
principios que la historia ha seleccionado como valores de progreso, desde el
no matarás del cristianismo hasta los valores de igualdad
y libertad de la Ilustración. (...)
Lo que sería una pena es que, por el hecho de no creer en
Dios, como es mi caso, prescindamos de esa herencia, porque eso conduce al
nihilismo y echa leña al fuego de los fanáticos, que dirán que la única manera
de escapar del nihilismo es la religión. No es necesario creer en Dios para estar
ligados a unos valores morales”.
Hay otras propuestas que subrayan la inserción en la
naturaleza y su misteriosidad. Y desde ambientes científicos se plantea la
posibilidad de una naturalización que supere positivismos racionalistas en
favor de una racionalidad más amplia[5]
.
En bastantes casos, de modo parecido a como lo venía haciendo
la psicología transpersonal, se describen experiencias o vivencias en las que se
difuminan las fronteras y el sujeto prueba un sentimiento de pertenencia o de
fusión con el entorno. En ese trance el yo parece superar los límites hasta
abrazar aspectos de la humanidad, de la vida, de la naturaleza o del cosmos que anteriormente se experimentaban como ajenos. La vía
espiritual se presenta -con un lenguaje afín- como un viaje hacia el interior
que, paradójicamente, expande nuestra interioridad hasta abrazar la realidad
más amplia. Como entrada en otra dimensión de la existencia o una ampliación de
nuestro ser. Como descenso al yo profundo y como acceso a otra conciencia. O
bien como inmersión en la realidad que nos desborda y entrada en comunión con
el todo envolvente. Un proceso que tiene algo de terapia en el que la psicología
encuentra aplicaciones varias. Otras veces, el ensayo de ciertas vías se
presenta también como un posible acceso al fondo último de nuestra vida que,
según una metáfora muchas veces repetida, emerge y se rehúnde en el océano de
la totalidad como las diversas olas surgen y retornan a un único mar.
Aceptación
y reservas
Las ofertas encuentran en la red unas posibilidades
inusitadas para dar a conocer sus objetivos y prácticas. Y hay coincidencia
entre los observadores en que la búsqueda de lo “espiritual” por la vía de la
interioridad es índice de la necesidad sentida por muchos de hallar alguna orientación
cuando parecen haberse difuminado las referencias y borrado las diferencias. Se
entiende también que esas búsquedas canalizan el deseo de liberar nuestro
verdadero ser, cautivo o reducido por comprensiones estrechas que han recortado
el ámbito de lo humano a las dimensiones económicas o a las capacidades productivas.
Todo lo anterior arrojaría un saldo positivo de la
llamativa multiplicación de las ofertas. Ante lo imposible de un análisis detallado,
recogeremos sólo algunas llamadas de atención. En primer lugar las que empiezan
por señalar que cabe hacer una distinción entre el trascender de que hablan las
de tipo ético-humanista, como la que hemos citado, y la trascendencia a que se
refiere el lenguaje creyente que reconoce una Presencia de la más absoluta
trascendencia en el fondo de lo real.
Las búsquedas, decíamos, expresan lo inagotable del aspirar
y lo no reductible de lo humano a lo sólo funcional y objetivable. Y las
propuestas se decantan por la profundidad y el centramiento en el sujeto. Lo
hacen con ayuda de técnicas que prometen el logro de la unidad y la
pacificación interior y en las que el influjo de la psicología es fácil de
advertir.
Sin restar validez a los intentos, es legítimo
preguntarse –lo hemos oído ya– por algo que no se puede dejare al margen de la
mirada al fondo personal: la apertura a la alteridad. Cabe dudar de si el
hallazgo de cierto sosiego en el interior de nosotros mismos, que puede
ayudarnos en la desorientación, es suficiente para reavivar la tensión del
ánimo que nos impulsa siempre más adelante y que solemos reconocer como
capacidad de transformar y de esperar.
Porque es de sobra aceptado que, para ser nosotros mismos
y ser más plenamente, necesitamos de la confianza en que el bien no estará
ausente del futuro que aguardamos para nosotros y para los otros. De ahí que
también por esta razón parezca arriesgado oponer sin matices espiritualidad y
religión, pues las tradiciones religiosas, en lo que tienen de genuino, han
ayudado a reconocer y amar al prójimo, a actuar en la dirección del bien, a vivir
–y morir– en esperanza.
El vuelco hacia lo interior o la glorificación de la
individualidad y hasta cierto monoteísmo yoísta, como lo han considerado
algunos, plantea cuestiones que merecen ser tratadas con calma. Ya la nota que
citábamos al principio avisaba de que un compromiso de transformación no debe
faltar en ningún itinerario espiritual que se precie. Y R. M. Nogués, autor de
Cerebro y trascendencia, advierte que entre un yo tendiendo a disolverse o a
desaparecer -en una lectura inadecuada de Oriente- y un yo egocéntrico es
preciso acertar con un yo abierto y realizado en relación con el otro, en una
relación que finalmente sea amorosa. Y, para no confundir el intento o crear
nuevas creencias, para no caer en una espiritualidad individual sin efectos en
la sociedad, propone una carta de navegación que tiene en cuenta este tripe
eje: inmanencia y trascendencia, razón y emoción y mundo interno y externo.
También desde la antropología y la psicología profunda se
advierte de cierto egotismo en que pueden derivar algunas propuestas. Un buen
conocedor del psicoanálisis, refiriéndose a algunas vías que se ofrecen como
deseables, avisa de que la liberación de lo condicional y el vacío de la realidad,
junto con el exclusivo centrarse en el yo, corren el riesgo de difuminar la
alteridad: “la glorificación de la individualidad ha dado paso a una revolución
interior, a un inmenso movimiento de conciencia, un culto a la intimidad, un
entusiasmo sin precedentes por el conocimiento y la realización personal con toda
una importante y significativa proliferación de técnicas psi y prácticas
orientales (...) El yo se ha convertido en la nueva tierra de promisión. Se
trata de acometer una búsqueda interior, de consagrarse al descubrimiento que dé
lugar a un sistema de valores convencional y vacío de la realidad social...”.
(C. Domínguez Morano).
Ciertamente, la atención a lo que se considera lo más
humano de lo humano, el descenso a una interioridad más honda, o la ampliación
de una conciencia que se libera de estrecheces heredadas o impuestas, no dejan
de ser subrayados importantes hechos en el mapamundi de las espiritualidades.
Ahora bien, como hemos oído decir, la atención a los otros y la tarea en la historia
no son asunto menor para comprenderse y realizarse como persona. Como no lo es
la apertura a una Trascendencia que merece la mayúscula. Porque es de sobra
aceptado que, para ser nosotros mismos y ser más plenamente, necesitamos de la
confianza en que el bien no estará ausente del futuro que aguardamos para nosotros
y para los otros. También por esta razón parece arriesgado oponer sin matices espiritualidad
y religión, pues las tradiciones religiosas, en lo que tienen de genuino, han
ayudado a reconocer y amar al prójimo, a actuar en la dirección del bien, a
vivir –y morir– en esperanza.
De ahí lo pertinente de ciertas alertas sobre algunas
maneras de plantear la espiritualidad que se ciñen al ahondamiento en el propio
pozo, porque difícilmente nos conducirá a ser y saber de verdad sobre nosotros
y vivir humanamente si olvidan la relación con los otros y con lo que nos trasciende.
La atención y la apertura tienen que ver con la construcción y la verdad de un
yo personal, que es a la vez íntimo y abierto, sujeto de responsabilidad y
llamado a ser con otros. Atravesado por la tensión hacia el futuro y el deseo
sin fondo que nos constituye como humanos.
BIBLIOGRAFÍA
[1] Sobre la variación – verdadera metamorfosis -que se viene dando en nuestra época,
entre otros, J. Martin Velasco, Metamorfosis de lo sagrado y futuro del cristianismo,
Madrid 1998; Ser cristiano en una cultura posmoderna, Madrid 2009, 3º ed. y
“Espiritualidad cristiana en el mundo actual”: Pensamiento, v. 69, n. 261(
2013) 601-62. Sobre la considerada ‘nueva religiosidad’, que en las formas de
la New Âge tuvo una notable extensión en occidente en torno a los años 80, J.
Sudbrack, La nueva religiosidad. Un desafío para los cristianos, Madrid 1990 y
los trabajos reunidos en A. Blanch (ed), El pensamiento alternativo. Nueva
visión sobre el hombre y la naturaleza, Madrid 2002.
[2] A esos influjos se refería J, Sudbrack en La nueva religiosidad, Madrid
1990 y más recientemente Ll. Duch en Un extraño en nuestro mundo, Barcelona 2007.
[3] H. E. Lugo García en Vida Nueva n. 2.903.2014.
[4] Sobre el emerger de espiritualidades y místicas existe una bibliografía que
crece a diario. Puede verse el resumen de L. Sequeiros-J. Martínez de la fe en
C. Alonso Bedate (ed) Nuevas tecnologías y nueva antropología, Madrid 2015, 169-173.
[5] Cf C. Cañón, “Espiritualidad naturalizada en la tradición naturalista”:
Diálogo filosófico 90 (2014) 403-418 y “El territorio de la espiritualidad
naturalizada”, Scientia et Fides 3 (1) 2015, pp. 13-36.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Identifícate con tu e-mail para poder moderar los comentarios.
Eskerrik asko.