sábado, 29 de junio de 2013

Un resurgir de la esperanza

Juan Bautista Metz

A partir de una resolución del sínodo colectivo de las diócesis de la República Federal Alemana. 1976, Metz nos ofrece esta lúcida reflexión sobre este tema en nuestra Iglesia en busca de reestructuración.
A la jerarquía no se le puede andar mendigando unas nuevas formas de vida, «un lugar en el que madure una esperanza vivaz, un lugar en el que la podamos aprender de los hermanos y festejarla» (1.8), unas iniciativas de cogestión por parte de Iglesias de base. No es así como trabaja el espíritu de Dios. En cualquier caso, ¡no solo así!, nos dice el autor.

1) ¿Cómo se puede producir este cambio en nosotros? En cualquier caso, debe producirse a partir de y con nosotros, con nuestros obispos, nuestros sacerdotes, nuestro pueblo eclesial. «Los hechos no ocurridos desencadenan a menudo una catastrófica falta de consecuencias» (Stanislaus Lee).
Pero ¿están bien pertrechadas nuestras actuales comunidades por término medio para ser el lugar y las portadoras de este cambio? ¿Los fieles pueden madurar en ellas hasta convertirse en los sujetos de la esperanza? «Nadie espera para sí solo», dice el documento sinodal (1.8). Nadie sigue o imita solo, nadie se convierte solo, nadie resiste solo. Nadie está solo radicalmente, en el sentido de la radicalidad de la esperanza mesiánica, que no solo quiere envolver nuestra vida sino también empujarla para que se aleje del conformismo generalizado. «Solo donde y cuando nuestra esperanza [...] adopta la forma repentina y el movimiento del amor y de la comunión, deja de ser pequeña y asustadiza y de reflejar desesperadamente nuestro egoísmo» (1.8).
¿Forman esta comunión.nuestras comunidades en su gran mayoría? ¿Se superan en ellas solidariamente la extendida falta de relación, el frío y el aislamiento, de manera que la esperanza pueda trabajar en nosotros y arriesgarse juntamente como conversión y seguimiento en este mundo? ¿O no actúa cada cual por sí solo —no pocas veces agotado y vaciado— en las celebraciones eucarísticas dominicales para entrar por unos momentos en una relación débil con la eternidad, que caduca rápidamente, cuando vuelven a apoderarse de él los sueños cotidianos, tristones o risueños? ¿Nuestra experiencia media de la esperanza cristiana no es una esperanza que no solo apunta a la vida después de la muerte sino también a la vida antes de la muerte, para que le sea sustraída a la muerte su mortal ausencia de promisión? Y ¿no se potencia esto cada vez más a medida que las comunidades van escaseando entre nosotros? Y ¿no se potencia esto cada vez más al no querer hacer frente a la situación con nuevos modelos comunitarios y con conceptos igualmente comunitarios, pues queremos dominarlos las más de las veces según el principio parroquial clásico, estrictamente territorial, el cual —en la forma de «grandes parroquias» o de nuevas asociaciones de parroquias— cada vez amenaza más con alejarse de una comunión viva, expresiva?
Aquí  podrían y deberían formularse muchas preguntas. No todas ellas son de carácter recriminatorio. Tampoco son un alegato abstracto contra la vida en las comunidades parroquiales ya existentes ni contra el trabajo en los denominados «gremios». Pero sí me gustaría, con la mirada puesta en la urgente necesidad de reforma, romper una lanza a favor de que se permitan y fomenten formas de comunidad en las que las divisiones de trabajo al uso al menos se esquiven parcialmente. Además, la Iglesia no puede ni debe partir de la idea de que tiene su base social activa solo en un catolicismo organizado como hasta ahora, ni de que los miembros de la Iglesia que no se hallan comprometidos con él no podrían ser a priori destinatarios de las exigencias mesiánicas o portadores de la esperanza mesiánica. Por eso me gustaría orientar la atención hacia los tímidos planteamientos de comunidades de base que surgen también entre nosotros y que en muchos aspectos siguen buscándose a sí mismos. Aun cuando pueda haber para las comunidades de base muchas preguntas teológicas y pastorales abiertas, y aun cuando resulte particularmente evidente en ellas la falta de una cultura de base en nuestro país, deberían ser consideradas —y tomadas en serio— como un experimento de la esperanza en nuestra Iglesia. Pero ¡no nos enzarcemos en guerras semánticas dentro de la Iglesia sobre las comunidades de base! Hace muchos años que Karl Rahner adoptó ya la expresión «comunidad de base» en sus propuestas para un «cambio estructural de la Iglesia», propuestas que, a decir verdad, se han quedado sin respuesta hasta el día de hoy por parte de la jerarquía. Y el dominico Yves Congar, también asesor conciliar al igual que Rahner, habló asimismo de la necesidad de experimentar una «nueva Iglesia a partir del pueblo», algo que se está desarrollando sobre una base comunitaria en su país de origen, Francia.
Estos planteamientos de reforma de los modelos comunitarios no apuntan a una Iglesia de los pocos, de unos pocos escogidos, a los que les gustaría gozar y brindar en una especie de narcisismo de la esperanza; no apuntan a una Iglesia en la que, a rebufo de la expresión «pequeño rebaño», acaba convirtiéndose en una secta, sino a ía Iglesia que se ofrece como una «invitación a la alegría» (in.4), no solo declarada sino también hecha realidad, también para los que no tienen esperanza.
Se podría descartar, por erróneo o utópico, lo que aquí hemos expuesto con suma brevedad. Pero entonces habría que explicar cómo se debería producir la renovación, de qué otra manera se deberían tomar en serio las palabras de renovación del documento sobre ía esperanza y cómo acabar con la sospecha de que estas son en definitiva solo el testimonio verboso de un radicalismo estético. ¿Qué significa entonces el llamamiento a «una suficiente movilidad interna en la vida eclesial» (1.8)? ¿Qué significa «debemos ser una comunión en la esperanza que conozca muchas formas vividas de "estar juntos en su nombre" y que también las despierte y fomente» (1.8)? ¿A qué remiten este y otros llamamientos a la renovación en este documento, si no es a la susodicha dirección?
2) También se dirigen expresamente a los cargos eclesiales. En efecto, en el «nosotros» del documento sobre la esperanza se encuentran también incluidas las autoridades eclesiásticas, sobre todo los obispos, en la medida en que todos ellos tendrían que agotar todas las posibilidades jurídicas que les ofrece su mandato eclesiástico.
En «Nuestra esperanza» se cita (iu.2) la famosa frase de Pablo: «[...] todo es vuestro: Pablo, Apolo, Cefas [...], todo es vuestro. Y vosotros, de Cristo; y Cristo, de Dios» (1 Cor 3,21-23). «Todo es vuestro: Pablo, [...] Cefas»: los obispos, como se desprende fácilmente de esto, pertenecen de manera destacada al pueblo fiel. ¿Pertenecen en la práctica? ¿O no producen a menudo la impresión de pertenecer en primer lugar a ellos mismos, a la conferencia episcopal, a la curia romana? ¡Pero los obispos no deben sintonizar en primer lugar entre sí, sino con el —su— pueblo eclesial! A ese pueblo pertenecen ellos —como «pastores» de los fieles—.
De ser así  en la práctica, se producirían presumiblemente más conflictos entre los propios obispos y en el marco de las conferencias episcopales. Pero ¿sería esto malo? ¿Se volvería poco creíble eí pastoreo de los obispos si también se debatieran entre ellos temas controvertidos? ¿Por qué nos tienen a nosotros, entonces? ¿No deberíamos dejar ya de ser un pueblo tutelado para convertirnos en un pueblo adulto en el seno de la Iglesia? Pero la madurez es ante todo también desconfianza hacia un consenso que está por debajo del nivel de espinosos conflictos y preguntas. Pero los fieles adultos tampoco quieren obispos simplemente «populares». Pues en esta «popularidad» barruntan, no siempre sin razón, el encanto de una autoridad cuyo interés de fondo sigue siendo la inmadurez de los fieles.
¿No deberían entonces esperarse in situ tanto los fieles como los sacerdotes una pugna apasionada con la curia romana? Sobre todo en las cuestiones ya abordadas sobre la transformación y el reajuste de las comunidades y sobre el lugar que han de ocupar los sacerdotes en ellas; en las cuestiones de la ecúmene, por ejemplo, con respecto a las cuales el documento sobre la esperanza nos reserva una misión especial en el contexto de toda la Iglesia (iv.l). O en las cuestiones sobre una nueva praxis de la penitencia, no pensando en una liberalización barata sino en una ilusión de la inocencia, de la que habla también el documento (i.5), y que se alimenta de todas nuestras almas, no solo con confesionarios vacíos sino más bien para encontrar una nueva configuración de la praxis de la penitencia eclesial, una nueva configuración que tal vez también incluya una respuesta a la pregunta dolorosa de la relación con los divorciados que se vuelven a casar por nuestra Iglesia.
El documento sobre la esperanza exige también claramente a las autoridades eclesiásticas una especial sensibilidad hacia lo nuevo, hacia los nuevos cambios, hacia las huellas mesiánicas en el pueblo de Dios, hacia todos los indicios de que también los propios tutelados están empezando a cambiar. A la jerarquía no se le puede andar mendigando unas nuevas formas de vida, «un lugar en el que madure una esperanza vivaz, un lugar en el que la podamos aprender de los hermanos y festejarla» (1.8), unas iniciativas de cogestión por parte de Iglesias de base, etcétera. No es así como trabaja el espíritu de Dios. En cualquier caso, ¡no solo así!
 Johann Baptist Metz

Por una mística de ojos abiertos. Cuando irrumpe la espiritualidad.
"Un resurgir de la esperanza"




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