Un Concilio misionero, abierto a los signos de los tiempos
Javier Vitoria, 20 de diciembre de 2012
(Javier Vitoria, en Los Rios).-El pasado 11 de octubre se cumplieron cincuenta años de la apertura del concilio Vaticano II. Estos diez lustros constituyen nuestro tiempo para los católicos de mi generación. Decirlo puede parecer una obviedad. Y lo es, pues durante estos años hemos pasado de la primera juventud a la ancianidad. Pero hay algo más cualitativo que quiero señalar: el concilio ha marcado decisivamente la historia de muchos de nosotros. Sin él no podríamos entendernos a nosotros mismos.
Desde esta perspectiva personal respondo a la pregunta planteada: ¿Cómo se está viviendo hoy el concilio?
Las esperanzas generadas por el Vaticano II en una generación de hombres y mujeres de Iglesia se han frustrado para muchos de nosotros.
Se quiera o no reconocer, en el seno de la comunidad católica subyace un agudísimo conflicto: se trata de una pugna y disputa en torno a la interpretación y la recepción del Vaticano II, que se remonta a los días del concilio. En el debate han participado altas y altísimas dignidades eclesiásticas, pues lo que está en juego no es solamente el esclarecimiento de importantes cuestiones teóricas de los textos conciliares, sino la organización de la Iglesia y su control.
Desde los finales de los setenta del siglo pasado circulan en el interior de la Iglesia diferentes intentos de interpretación de las tesis conciliares. Se polarizan fundamentalmente en torno a dos propuestas. Unarestauradora, que pretende cerrar la primera fase del postconcilio y propone una guía vaticana de recepción, que filtre los impulsos que provienen del mismo concilio.
Otra reformadora que contempla la realización del concilio como un punto de no-retorno en el itinerario plurisecular del cristianismo y como el comienzo de una nueva etapa. Cincuenta años después de su apertura, estas posiciones son extremadamente beligerantes. Muchas de sus diferencias de antaño han ido tomando cada vez más el carácter de un conflicto en sentido estricto.
Da la impresión de que “restauración” y “reforma” mantienen objetivos incompatibles entre sí. El logro de los de cada una de las propuestas excluye los de la otra. Consecuentemente las estrategias y propuestas de acción de cada uno de los contendientes se encontrarán con la firme resistencia del otro.
Se trata de una confrontación desigual. La posición “reformista” es muchas veces descalificada, ignorada y silenciada por la jerarquía católica que mayoritariamente está a favor de la propuesta restauracionista. El efecto perverso de esta confrontación es el recrudecimiento en las tres últimas décadas del síndrome de «la Iglesia de la polarización y el agrupamiento», denunciado hace más de cuarenta años por K. Rahner.
La misión
A pesar de todo, tras el Vaticano II, ya nada volverá a ser lo mismo en la Iglesia. Hace cincuenta años la Iglesia emprendió un giro decisivo para su historia. Y en ese cambio de rumbo el tema de la misión jugó un papel impulsor y orientador fundamental. El propio concilio es un concilio misionero: su hilo conductor es la escucha del mandato del Señor para ir al mundo a anunciar el Evangelio. La urgencia de la misión es la verdadera llave que da acceso a todos los tesoros que encierra aquel acontecimiento del Espíritu.
Además la cuestión de la misión se convertirá en central para la vida de la Iglesia postconciliar desde una doble perspectiva: a) la del descubrimiento de su necesidad y urgencia que brota de su autoconciencia de ser «sacramento universal de salvación» en y para el mundo (Cf. LG 1.9.48; GS 45; SC 5); b) y la de su contribución al desvelamiento del sentido y de la dirección de otras muchas reflexiones sobre la experiencia de la fe cristiana y de la identidad de la misma Iglesia.
El concilio supuso un cambio de rasante en la conciencia misionera de la Iglesia. Dicho con una fórmula expresiva, se produjo el paso de las misiones a la misión. Seguramente hoy todos estamos de acuerdo que en la Iglesia postconciliar existe una nueva y creciente conciencia de misión. Pero frecuentemente nuestras urgencias pastorales y nuestras impotencias evangelizadoras nos hacen perder de vista la magnitud del cambio producido en la perspectiva misionera de la Iglesia.
Por eso me parece necesario para encarar el futuro, recordar la historia y aprender de ella. El papa Juan XXIII en una carta que dictó al cardenal Cicognani poco antes de morir escribió: “Ha llegado el momento de reconocer los signos de los tiempos, de coger la oportunidad y de mirar lejos”. No encuentro otro modo mejor de celebrar la efemérides de la apertura del Vaticano II, que seguir la recomendación del papa Juan.
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