Jesús Martínez
Gordo
(Teólogo)
(Teólogo)
Conviene
hacer un alto en el camino para mirar lo andado durante estos primeros meses del
2019 y, levantando la vista, otear el horizonte más inmediato al que se dirige la
Iglesia católica en los restantes. El cuatrimestre que acabamos de despedir ha
estado marcado por el drama de la pederastia eclesial, por la Cumbre de
presidentes de las Conferencias Episcopales de todo el mundo en Roma (21-24
febrero) y por el discurso final del Papa. No le han faltado críticas, cierto que,
con muy diferente fundamento, por haber contextualizado esta tragedia en el
marco de una plaga mundial silenciada y particularmente presente en las
relaciones de proximidad; por haber culpado de ella a Satanás, tirando balones
fuera; por no haber propuesto medidas concretas; por no haber dado más protagonismo
a las víctimas y por no haber atajado el clericalismo, la causa más radical de
tan deleznable comportamiento.
En el
tiempo transcurrido desde la clausura, el Papa Bergoglio ha aprobado —tal y
como se acordó en la Cumbre— una nueva legislación al respecto y hemos sabido
que va a incorporar, en breve, entre las Instituciones ligadas a la Santa Sede,
la Comisión Pontificia para la Protección de Menores, creada en 2014. Pero,
quizá, su mejor servicio haya sido que, tras años de silencio cómplice, está
logrando socializar en toda la Iglesia el criterio del “encubrimiento cero”,
así como primando la escucha y acompañamiento a las víctimas, sin descuidar la
reparación del daño causado hasta donde sea posible. En el origen de este
radical cambio —promovido, no se olvide, por él— se halla su encontronazo, por
esta cuestión, con algunos medios de comunicación chilenos visitando aquella
Iglesia; la posterior investigación para poder contar con datos fiables; su
reconocimiento público de haber estado deficientemente informado y de haber adoptado
decisiones erróneas, (como el nombramiento de obispos acusados de encubrimiento)
y, sobre todo, el Informe sobre la pederastia en algunas diócesis de
Pensilvania (2018).
Creo que
el balance de su gestión, hasta el momento, es notablemente positivo. Y más, si
se la compara con la de sus dos inmediatos predecesores, de quienes se ha dicho
que uno de ellos, Juan Pablo II, no quiso enterarse y del otro, Benedicto XVI, que
tuvo el valor de levantar la liebre, pero abrumado por su gravedad y sin fuerzas,
se vio obligado a renunciar.
No le siguen
faltando problemas por este asunto. El último ha sido el diagnóstico ofrecido
al respecto por el obispo emérito de Roma, Benedicto XVI, indicando que la raíz
del problema no se encuentra en el clericalismo, sino en el laxismo sexual que
asola Europa desde mayo del 68 y que también se ha infiltrado en las entretelas
de la Iglesia y de su jerarquía. Francisco —a diferencia, nuevamente, de sus
predecesores— deja hablar, escucha, consulta y, cuando le toca, adopta las
decisiones que entiende procedentes.
Ya lo ha
hecho sobre la moral sexual, después de los Sínodos de Obispos de 2014 y 2015 (“Amoris
laetitia”, 2016).
Tengo el
pálpito de que también lo puede hacer en los próximos meses sobre el asunto del
clericalismo.
Lo ha vuelto
a hacer el 10 de mayo, en el encuentro con la Unión Internacional de Superioras
Religiosas (más de 850), pronunciándose sobre el diaconado femenino y como
respuesta a la petición de estudiar dicha posibilidad, formulada hace tres años
por las mismas: el asunto sigue abierto. Ello quiere decir, positivamente, que
la (im)posible ordenación ministerial de las mujeres, de no hace muchos años,
empieza a no serlo tanto, habida cuenta de que se trata de una verdad
reformable, es decir, “inerrante” y, por tanto, cada día menos “definitiva”,
pese a quien pese. No queda más remedio que seguir insistiendo y, sobre todo,
argumentando. Pero también quiere decir, críticamente, que urge recuperar —por
fidelidad a lo dicho y hecho por Jesús— un concepto creativo o, mejor dicho,
“evangélico” de la tradición y de la revelación, aparcando el esclerotizado y “arqueológico”
que —liderado en el postconcilio por el entonces profesor J. Ratzinger— todavía
campa por sus fueros en muchos colectivos eclesiales (incluida, por supuesto,
la Curia vaticana). Francisco parece tener dificultades para superar y salir de
esta concepción fosilizada de la tradición y de la revelación. Sería un enorme
error dejar pasar una o dos generaciones para dar este pequeño —y, a la vez,
importantísimo— paso en la Iglesia.
Y lo
podría seguir haciendo —una vez finalizado, el próximo octubre, el Sínodo de la
Amazonía— sobre los sacerdotes casados o “viri probati”. Es una propuesta que
el Papa Bergoglio animó a debatir, con toda libertad, a las personas implicadas
en la organización de este Sínodo cuando le plantearon el asunto. De hecho, ya
está recogida en la documentación preparatoria.
Además de
por esos dos asuntos, el próximo cuatrimestre va a estar marcado por la
publicación del documento sobre la Reforma de la Curia vaticana, un texto
trabajado durante seis años con el C-6 (el equipo de cardenales que le asesora
en el gobierno de la Iglesia) y que, ahora, se encuentra en fase de consulta y
enriquecimiento por parte de algunas Conferencias Episcopales. Según filtraciones,
habrá una reorganización a fondo y en sintonía con lo que Francisco viene proponiendo
y defendiendo desde el inicio de su pontificado: una Iglesia misionera o “en
salida” y “hospital de campaña” en las “periferias del mundo”. Y, en
consonancia con ella, una Curia vaticana, que, porque sirve a esta Iglesia, ha
de olvidarse de seguir siendo el diafragma que ha sido hasta el presente entre
la base y la cúpula eclesial.
Queda por
ver cómo van a recibir las diferentes Iglesias, incluida la vasca, esta
reforma. Visto lo visto hasta el presente, no sé si van a tener el coraje y la
lucidez para hacer, por ejemplo, un alto en el camino, convocar asambleas o sínodos
diocesanos, previos a uno general, y comenzar a tener un proyecto de reforma de
la Iglesia que sea, a la vez, evangélico y esperanzador. La verdad es que el
cuerpo me lo pide… pero me temo que puede quedarse con las ganas durante
demasiado tiempo.
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