domingo, 26 de mayo de 2019

Rasgos que han configurado nuestra espiritualidad como presbíteros diocesanos



       Desde hace algunos años y por diversos motivos que convendría esclarecer, se manifiestan en muchos de los curas de nuestra diócesis, una actitudes pastorales que se distancian notablemente de aquellas en las que otros fuimos formados y que han guiado y sostenido nuestra espiritualidad como presbíteros seculares. Fueron y son actitudes que se corresponden no sólo con los retos pastorales a los que tuvimos que responder sino, también y sobre todo, a las claves doctrinales y pastorales que el Concilio Vaticano II proclamó. Este Concilio fue el que inspiró nuestro ministerio en las parroquias y en los diferentes servicios a los que fuimos enviados. De manera deficiente, sin duda, y con aciertos y errores intentamos transparentar con nuestra actuación la “caridad pastoral” que se nos proponía como fuente de nuestra espiritualidad, presidiendo, en nombre de Jesucristo, a la comunidad cristiana por él convocada.
       Me ha parecido oportuno recoger en este escrito algunos de los rasgos más significativos de esa espiritualidad que nos ha configurado. Lo escribí y lo comuniqué hace ya algunos años pero me ha parecido que puede seguir teniendo actualidad, al menos, como referencia y contraste con lo que estamos contemplando no sin preocupación.
 

Más laicos que clérigos

       Con el Concilio se dio un cambio de claves para interpretar las relaciones en la Iglesia; ahora se establecen no entre clero y laicos sino entre comunidad y ministerios y esto ha hecho que los presbíteros nos veamos más identificados con los demás miembros de la comunidad.
       Algunos de los rasgos que eran diferenciadores de nuestro ministerio se han diluido y otros se han desplazado porque el espacio reservado al clero es ahora compartido por miembros de la comunidad. En la práctica de nuestra diócesis esta relación se ha intensificado y ya casi no queda actividad ni servicio reservado en exclusiva para los clérigos. Ya no podemos trabajar solos en la parroquia ni podemos sentirnos los elegidos ni los únicos vocacionados. No nos llaman padre, no nos besan la mano ni somos consultados porque ahora cualquiera puede estudiar teología y sacar una licenciatura y lo que antes sólo se conseguía con la imposición de las manos ahora resulta que lo teníamos desde el bautismo que nos hace a todos sacerdotes, profetas y reyes.
       Esto que parece de broma, tiene consecuencias para una espiritualidad presbiteral que se alimentaba desde las exigencias que provenían de una situación de privilegio y de unas tareas exclusivas que se consideraban imprescindibles. El carácter de consagrado nos exigía una santidad que no se podía pedir al resto de los cristianos porque ellos eran la “tropa” y nosotros los “oficiales”.

       Ahora nos cuesta resituar la exigencia espiritual propia de nuestro ministerio porque encontramos en la tarea compartida y en la común elección al seguimiento de Jesús, la exigencia radical que nace del encuentro con el Padre y de la misión encomendada al servicio de su Reino. Así, el sacerdocio común, el diaconado, el laicado y sobre todo, la comunidad, tienen una nueva comprensión y se han vuelto signos de los tiempos y señales de la acción del Espíritu.

Más llamados a evangelizar que a bautizar

       El descenso de fieles en las parroquias, pero sobre todo, los retos que plantea hoy la evangelización en nuestro pueblo nos están obligando a muchos curas a vivir más como misioneros que como pastores. La preocupación por los alejados y excluidos que es el reto más afirmado en nuestros planes de evangelización, lleva consigo, cuando se lleva a la práctica, unos cambios en la distribución de tareas y responsabilidades, en la estimación de las actividades y en las mismas relaciones, que modelan una espiritualidad en el presbítero. Tareas propias del pastor como presidir las misas del domingo o celebrar las bodas, bautizos y primeras comuniones ha dejado de ser, para muchos curas, una fuente de espiritualidad, una tarea identificadora de su ministerio. Celebrar estos sacramentos, desde la praxis sacramental vigente, ha llegado a ser para muchos de nosotros una carga de la que nos quisiéramos liberar. Por el contrario, la presidencia de la eucaristía en la pequeña comunidad, la animación del equipo de militantes, la dedicación al grupo de pastoral de la salud o de los catequistas; alumbrar iniciativas en favor del empleo, de ayuda al tercer mundo, de recuperación de toxicómanos; participar en movimientos pacifistas, etc. son servicios en los que redescubrimos nuestro ministerio y recuperamos el valor de nuestra vocación. En ellos nos sentimos curas pero de otra manera y la oración, cuando surge, no surge del desarrollo obligado de unas funciones sagradas sino del descubrimiento de la acción de Dios y su llamada en la vida de la gente.
       Cuando queremos buscar el contacto sincero con Dios, cuando sentimos necesidad de expresar nuestra relación con él, los rezos, muchas veces, no sirven: ni el breviario, ni las celebraciones que nos vemos obligados a hacer, tan repetidamente, de los sacramentos.
       La oración del cura que nace de esta actitud misionera estará atravesada por el deseo y la preocupación. Otras veces, la queja y la súplica ante la tarea por hacer y la impotencia sentida, serán los componentes de su plegaria.

Más animadores que maestros

       Un sano relativismo doctrinal y moral nos ha bajado del pedestal magisterial en el que nos había sentado nuestra consagración sacerdotal y nuestros estudios eclesiásticos. Ahora estamos menos seguros y eso nos ha obligado a escuchar a las personas de la calle y de la comunidad para valorar su experiencia como lugar teológico donde se revela la acción de Dios.
       En los grupos y comunidades somos animadores, no doctores y sólo podemos dar nuestro parecer. Aportamos nuestra experiencia junto a la de los demás cristianos adultos en la fe y allí, sin títulos ni etiquetas, todas se miden por igual y se valoran por su propio peso. Percibimos la distancia cultural que nos separa, la barrera del lenguaje y de los símbolos que hace difícil la actualización de la experiencia cristiana. Y tenemos que acostumbrarnos al ritmo de Dios en el desvelamiento de su presencia; a valorar los pequeños signos de su acción ocultos entre las muestras de poder y de eficacia deslumbradora de esta cultura liberal.
       Aprendemos a vivir como discípulos, contemplativos de la vida. Nos sentimos compañeros de un camino que nadie, fuera de Jesucristo, ha recorrido del todo y acompañantes de quienes quieren todavía seguir su llamada. Vamos por el desierto, sin apenas señales, muchas veces desorientados ante las nuevas realidades familiares y sociales, sobre todo de los jóvenes, tratando de descubrir la salvación que se muestra también fuera de la Iglesia o los caminos desconocidos que el Espíritu abre para construir el Reino de Dios. Muchas cuestiones que antes se enseñaban claras y distintas ahora hay que seguir cuestionándolas para que sean portadoras de verdad y libertad para los hijos de Dios. En cada encrucijada sentimos la necesidad de pararnos y recordar a Jesús en su Palabra para buscar los rastros y oír los rumores por donde quiere llevarnos su Espíritu. Y en cada señal, en cada descubrimiento, nos invade la alegría, para dar gracias como Jesús, porque Dios ha revelado su reino a los pobres y sencillos.

Más constructores del Reino que funcionarios de la Iglesia

       Hace algunos años, en una reunión de curas de un sector de la diócesis, estábamos tratando de establecer criterios para atender a las tareas pastorales de las parroquias y las que venían demandadas por los problemas del barrio y uno de los curas dijo: ¡a mí lo que me importa no es la Iglesia; lo que me importa es el Reino!
       No tienen por qué ser realidades enfrentadas ni dedicaciones reñidas pero la brusca contraposición de este cura, expresa, aunque de manera violenta, el desplazamiento de intereses que se manifiesta ya entre nosotros.
       Las necesidades de las comunidades parroquiales hoy son todavía muchas y la escasez de presbíteros hace que nos veamos urgidos a dedicar al mantenimiento de la Iglesia la mayor parte del tiempo y de las energías. Pero se ha adueñado de nosotros una mala conciencia que ha ido menguando los ánimos. Nos parece más grave para la Iglesia el hambre en el mundo que la escasez de vocaciones, el paro que la clase de religión, la cultura de la violencia que las relaciones prematrimoniales, la injusticia que la increencia. Y sin embargo las tareas pastorales de mantenimiento acaparan nuestra dedicación y la de un gran número de laicos.
       Y ante la tarea por hacer y las injusticias que reparar, el cuidado de una parroquia, la administración de los sacramentos, la acogida en el despacho y tantas horas dedicadas a la reparación y el sostenimiento de los templos, nos parecen horas mal aprovechadas. Sigue provocando nuestra inquietud la actitud del Buen Pastor que, dejando las 99 ovejas en el redil, salió en busca de la que se le había perdido. Nosotros tenemos unas pocas en el redil y estamos casi todo el día ocupados en reparar la cerca.
       Desde esta sensibilidad ya no podemos orar impunemente. Sólo dando un rodeo para no ver la realidad de los caídos en el camino, podemos dirigirnos al templo para cumplir fielmente con nuestro turno sacerdotal o para enseñar la ley como el sacerdote y el letrado de la parábola.
       Desde el compromiso por el Reino tampoco podemos orar ingenuamente. Constatamos la presencia omnipotente y omnipresente de los poderes de este mundo que siguen crucificando a los hijos de Dios en nombre del mercado, del orden o de la identidad nacional. Sentimos la tentación de la religión acudiendo a Dios para que intervenga y baje de la cruz a los que sufren las consecuencias de todo este mal, pero, ahora ya sabemos por la fe, que somos nosotros los enviados a liberarlos y que Dios ha puesto en nosotros su Espíritu para que lo intentemos sin que nos pueda garantizar que lo consigamos.
       Con esta conciencia y esta sensibilidad la oración se hace grito como en Jesús crucificado y sólo después, mucho después, llega a ser abandono confiado en las manos de Dios.

En resumen

       Estas y otras realidades que se pueden percibir en la vida y en el ministerio de muchos curas han estado en la base de nuestra espiritualidad y de nuestra oración.
       Influye también, cómo no, las prisas, el stress, la colonización de los medios de comunicación, la debilidad y escasez de los recursos materiales y humanos y otros muchos factores que mediatizan nuestra relación con la realidad y suponen un obstáculo para el silencio y la concentración necesarias para la vivencia de nuestra misión como presbíteros; pero estoy convencido de que los cambios que se han producido en la sociedad y en la Iglesia y la experiencia que tenemos los curas de nuestro ministerio llevan consigo un cambio en la espiritualidad que está reclamando nuevas formas de expresión y medios renovados para su animación. Volver al pasado, como algunos lo están intentando, no sólo es un error sino un empeño inútil.

Juan Mari Lechosa

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