“No tenemos necesidad
de sacerdotes caídos del cielo”
El año 2011, la revista “Lumière
& Vie” entrevistaba a Alphonse Borras, nacido el Lieja (1951) y vicario
general de la diócesis del mismo nombre en Bélgica. Doctor en derecho canónico
por la Universidad Gregoriana, enseña derecho canónico en la Universidad
católica de Lovaina y en el Instituto católico de Paris. Sus publicaciones van,
frecuentemente, más allá del campo estricto de los cánones y abordan cuestiones
referidas a la Iglesia y a la pastoral; en particular, a las parroquias y a los
nuevos ministerios.
Publicamos parte de una interesante
entrevista que le hace la revista “Lumière et Vie” (“Alphonse Borrras, le droit
canon au Service de la pastorale”: Lumière et Vie, 289 (2011) 5-20) y que, a
pesar de estar editada el año 2011, no ha perdido, en bastantes pasajes, su
enorme actualidad Al menos, para nuestra
diócesis.
***
L &V: El código de
derecho canónico de 1917 ha sido revisado completamente en 1983 para adaptarlo
a las directrices del Vaticano II, ¿qué capacidad de movimiento deja dicha
adaptación a las autoridades locales?
Alphonse Borras: (…). En el
nuevo código existe claramente un planteamiento más pastoral; se tiene en
cuenta la condición común de todos los bautizados (llamados “fieles de Cristo”);
se valora la vocación y la misión de todos; se activa una comprensión más rica
de la vida consagrada y tiene un mayor peso el derecho particular de las
diócesis o el derecho propio, en especial, el de los institutos de vida
consagrada. Pero el código no va más lejos de los textos conciliares o de los
primeros documentos post-conciliares. Esto es algo particularmente constatable,
por ejemplo, en todo lo referente a los consejos pastorales: el código, recoge,
ciertamente, lo que dice el concilio, pero no va más allá del concilio.
El papel
de las autoridades locales, en mi opinión, está bastante matizado. Siguiendo el
último concilio, el código de 1983 puede
ser un instrumento precioso para desplegar una eclesiología participativa y favorecer
la pluriministerialidad, por citar sólo dos asuntos.
Todo
depende de la manera como se lea el código: se puede hacer dando por buena una lectura literal, estrecha, cerrada,
en la que el código es leído “en sí mismo”, apartado de la pastoral, como un
intra-texto, en el que es fácil
encontrar justificaciones a prácticas clericales sin tener en cuenta la
corresponsabilidad bautismal de todos los fieles. También, por pereza o por
inercia, es posible no verter el derecho universal en derecho particular de las
iglesias locales, limitándose a dar por buenas, las más de las veces, “unas
orientaciones pastorales” con el fin de evitar
“decisiones episcopales” en las que el prelado de la iglesia local se implique
promoviendo el derecho diocesano. Por supuesto, en muchas diócesis se han
celebrado sínodos diocesanos. Éstos han sido, frecuente y felizmente, el punto
de partida de un derecho particular gracias a los “decretos sinodales” en los que el obispo ha hecho uso de su autoridad
como legislador, aprobando las disposiciones acordadas por los miembros del
sínodo.
Pero
sería injusto si no mencionase los obstáculos mayores que provoca la redacción
de un derecho particular.
En muchas
diócesis, existe ciertamente una falta de interés por las disposiciones
canónicas. Sin duda, por un anti-juridicismo primario, pero también por falta
de canonistas. En lo que toca a las Conferencias Episcopales, es preciso
reconocer que no se dan las convergencias requeridas entre los obispos. Esta
dificultad es imputable a una comprensión desmedidamente diocesana de su
ministerio episcopal, únicamente preocupado por reivindicar y visibilizar su
autoridad legítima en el seno de su diócesis y por protegerse, a la vez, de posibles
intrusiones de otros colegas en el episcopado. Es, además, una dificultad que
se también de visualiza, hay que reconocerlo, en una falta de voluntad común para abordar determinadas cuestiones en el
plano inter-diocesano. Semejante manera de comportarse es consecuencia de
una política de nombramientos episcopales poco sensible a la necesidad de
convergencias inter-diocesanas, sobre todo en lo tocante a cuestiones relativas
a la remodelación parroquial, a los
laicos con encomienda eclesial, a los equipos de animación pastoral, a los
programas catequéticos, a la colaboración ecuménica, etcétera.
L & V: Con la
disminución del número de sacerdotes, muchos fieles se preguntan por el futuro
de las parroquias y por la viabilidad de la actual organización eclesial.
Alphonse Borras: Me gusta
describir la parroquia como una institución ubicada “en un sitio”, como “la
Iglesia para todo y para todos” y añadiría, desde una perspectiva sinodal y
participativa, como la Iglesia “por todos”.
Cuando empezó
a tener entidad propia, entre los siglos cuarto y quinto, la institución
parroquial fue aceptada por quienes a lo largo de los tres primeros siglos, en
las periferias urbanas y en la zona rural, formaban parte de una Iglesia local presidida
por el obispo y abierta a todos aquellos y aquellas que habían sido tocados por
el Evangelio.
La
fuerza de la parroquia es la de ser “para todos” en el doble sentido de acoger a
todo-el-que-venga y de encarnar una
catolicidad básica, es decir, una relativa diversidad “de” y “en” sus miembros.
Su fuerza, es también la de ser “para todo”, es decir, ofrecer lo esencial de lo que es necesario para “ser cristiano” y
“hacer Iglesia”. Esto no excluye otras realidades eclesiales como los
movimientos, las asociaciones, los santuarios, los institutos de vida
consagrada, etcétera; todas estas realidades son complementarias en la
diócesis.
La fuerza
de la institución parroquial es, finalmente, la de estar “en un sitio”, es
decir, en un territorio marcado por unas características sociales, culturales y
de otro género. “En este lugar” se encarna el Evangelio anunciado, celebrado y
vivido por los parroquianos.
Tales
son las razones mayores de mi interés por la parroquia: permite acceder a la
herencia de la fe vivida, celebrada compartida (repito) a todo-el-que-viene sin
otra condición previa que su necesidad o deseo de descubrir o acoger algo de la
riqueza del Evangelio.
Las
pequeñas “comunidades”, entendidas como un grupo de socialización entre
prójimos bien motivados por un objetivo, son ciertamente indispensables, pero en un primer tiempo (¡y, a veces, después!)
no todo el mundo se ve en este tipo de sociabilidad con una fuerte sobre
exposición del “yo” y con una gran intensidad del “nosotros”. Sin duda, es deseable
llegar a eso, pero cada uno a su ritmo y, sobre todo, respetado “su decisión”.
Es una constante sociológica: cuanto más pequeño es un grupo, cuanto más
integrado está, más grande puede ser su cohesión, pero también más fuerte es la
dificultad para incorporarse a él, encontrar un lugar propio o tomar la
palabra.
La
parroquia (como la diócesis y la Iglesia en su conjunto) ofrece una
socialización “de largo espectro”; se presenta como “ecclesia”, como asamblea,
como una llamada y su efecto primero es la unión.
Este
cuidado de la catolicidad (tema recurrente en mis escritos) es lo que
determina, digámoslo sin rodeos, mi pasión por la institución parroquial.
L & V: Pero con la
movilidad de los fieles, ¿sigue siendo pertinente en nuestros días la
territorialidad de la parroquia?
Alphonse Borras: Efectivamente,
conviene preguntarse por la organización parroquial de la diócesis (Cf. CIC 374
& 1), sobre todo, si se toma en serio que en nuestros días el modelo de cristiandad está sumido en un proceso de extinción.
La disposición canónica indicada (“Toda diócesis o cualquier otra Iglesia particular
debe dividirse en partes distintas o parroquia”) recoge lo formulado en el código
de 1917, siendo un canon muy reciente en nuestra historia, a la vez que emblemático
de la pretensión predominante, propia del régimen de cristiandad, de “cubrir el
territorio” con el fin de satisfacer lo mejor posible las necesidades
religiosas de una población que se entiende como masivamente referida al hecho
cristiano. Esta disposición también evidencia el control social ejercido por la
clerecía en una pastoral de encuadramiento.
Ahora
bien, desde el momento en que ya no existe una situación de cristiandad, ya no se trata de cubrir y “llegar a todo
el territorio”, sino, más bien, de “marcar su territorio”: la Iglesia está
presente allí donde hay bautizados que son su cuerpo, la parroquia emerge
allí donde los parroquianos vierten en su entorno la memoria cristiana y dan,
de esta manera, una visibilidad al Evangelio anunciado, celebrado y atestiguado.
L & V: Más que hablar
de penuria de sacerdotes y de espiritualidad sacerdotal, a usted le gusta
hablar de deontología del ministerio, planteando estas dos cuestiones: “¿qué
futuro aguarda a los sacerdotes? ¿Quiénes son los sacerdotes del futuro?”.
Alphonse Borras: Acoger con
simpatía, con buena voluntad y solidaridad, pero también con sentido crítico,
las diferentes culturas de nuestros contemporáneos que, sumariamente, se suelen
tipificar como “modernidad”, nos lleva a abandonar
decididamente todo sueño de regreso a la cristiandad, cualquier proyecto de
encuadramiento territorial y toda pretensión de control social. Esto nos conduce,
necesariamente, a asumir una disminución
en el número de los católicos con una referencia y participación, de una
manera o de otra manera, en la vida de la Iglesia. Éste es el contexto en el
que yo hablo más de “disminución” del número de sacerdotes que de “penuria”.
El matiz
es importante. La focalización excesiva
sobre las “vocaciones” oculta muchas veces la nostalgia de un tiempo ya pasado.
Yo no niego que con la herencia institucional recibida, particularmente la parroquial,
sean muchas las diócesis que tienen el problema de perpetuar una pastoral de
encuadramiento. Pero si se cambia de perspectiva y se valora, en el sentido
amplio del término, un despliegue eclesial que descanse sobre la presencia, el
compromiso y la visibilidad (modesta y muy pobre, frecuentemente) de los
fieles, se descubre que éstos
testimonian el Evangelio, la mayor parte de las veces por capilaridad, y dan testimonio
de la esperanza inaugurada por el Resucitado. Si, además, se aprecian los
múltiples servicios realizados por los voluntarios y por los ministerios ejercidos
por los laicos en responsabilidades pastorales, entonces hay que concluir que la animación de las comunidades y el
impulso de la misión ya no descansan únicamente en los sacerdotes.
Tomar en serio la pluriministerialidad
nos ayuda a relativizar la disminución del número de sacerdotes y nos
invita a (re) descubrir la originalidad de su ministerio como presidencia de la
comunidad eclesial y de su eucaristía, significando de esta manera, ciertamente,
la presencia de Cristo, el único gran sacerdote que reúne y envía a su pueblo
con la fuerza del Espíritu.
Dicho de
otra manera, todo depende de las gafas
que nos pongamos: si yo miro únicamente a la Iglesia a partir de la caída del número de sacerdotes, hay razones para
inquietarse de la perenne presencia de la Iglesia en nuestros países. Si, en
cambio, la miro desde la perspectiva de
la vocación bautismal de todos los fieles y de la diversidad de servicios y
ministerios, comprendido también el de los sacerdotes, entonces se abren unos
horizontes entusiastas que permiten afrontar el presente con confianza y el
futuro con audacia.
Evidentemente,
este reajuste, que entiendo inevitable y propiciado por el Vaticano II, no es
afrontado por todos con la misma sensibilidad ni, sobre todo, con la misma
serenidad. Frecuentemente, predomina el miedo
a cualquier cambio porque eso genera inseguridad e inquieta. Pero la barca
de la Iglesia debe, desde sus orígenes, esforzarse por escuchar, acoger y
seguir a Quien el mar y el viento obedecen.
L & V: Más que un
problema de confianza, ¿no se trata de una falta de imaginación?
Alphonse Borras: Yo no critico a
nadie por tener miedo. Es humano ante lo desconocido. Pero invito a confiar y
pido a los pastores, a los obispos y al Papa en particular, que inspiren e insuflen esta confianza que
nos hace vivir a partir de nuestra pobreza de recursos, de sacerdotes, de
prestigio, de credibilidad, etcétera. ¿No está en el corazón de nuestras
pobrezas que nosotros podemos vivir la libertad de la fe y, paradójicamente, la
riqueza del Evangelio?
Esta
confianza ha de estar acompañada de muchos aprendizajes eclesiales y pastorales,
indispensables para vivir las transformaciones en curso. No tenemos necesidad
tanto de una buena doctrina teológica o de disposiciones canónicas debidamente
adaptadas. La teología, “sacra página”, y el derecho, “sacri canones” tienen su
importancia. Pero lo que es determinante
es el compromiso efectivo y las decisiones concretas que permiten “experimentar”
prácticamente las grandes propuestas formuladas por el último concilio: la
apertura a otros cristianos, la atención a otras religiones, la aceptación de
la libertad religiosa para todos, la centralidad de la Palabra de Dios, la
renovación de una liturgia que no es únicamente la que hacen los clérigos, el
valor de la vocación misionera de todos los bautizados, etc.
A la luz
de esto, se entenderá que apostar por
que los religiosos salgan de sus monasterios y contar con “sacerdotes venidos
de fuera”, no es evidentemente “la” solución para afrontar el anuncio del
Evangelio en la modernidad. Sin extenderme demasiado al respecto, yo diría dos
cosas al respecto: importa, en primer lugar y ante todo, saber por qué se les
llama o, con más frecuencia, se les acoge. Temo que, ante la disminución del
número de sacerdotes, la vida o la presencia de sacerdotes “alóctonos” permita asegurar la perennidad de una
pastoral, de unos servicios religiosos, ciertamente de masas, pero sin
inquietarse por la implicación efectiva de los laicos. No tenemos necesidad de sacerdotes caídos del cielo, sino de pastores
que, en medio de sus hermanos y hermanas -y a su servicio-, hacen partícipes, y
sirven, a partir de las cuestiones y preocupaciones contemporáneas, el
tesoro de la fe, juntándoles para la eucaristía y acompañándoles en su misión
de testigos del Evangelio.
Esto
plantea la cuestión de la aculturación de estos “sacerdotes venidos de otras
partes” y la necesidad de inculturar el Evangelio por medio de su ministerio: es necesario exigirles una capacidad mínima
-pero suficiente- de inserción entre nosotros, en nuestras costumbres, en
nuestra cultura, en nuestro estilo eclesial, etcétera. Yo no les pido que
renieguen de sus raíces, ni mucho menos de su cultura tradicional, sacral, sino
que se capaciten para dialogar con nuestra cultura moderna, secularizada.
En ello está en juego la catolicidad de la fe: muchos bautizados entre nosotros
esperan ser acompañados en su testimonio cotidiano, en sus confrontaciones con
las interpelaciones y con los desafíos de una sociedad en la que el Dios
revelado ya no es una evidencia cultural y en la que, como mucho, la referencia
a Dios ha quedado reducida a un vago teísmo y, en la peor de las hipótesis, a
una divinidad insoportablemente moralizante.
De igual
manera, hay que cuidar el sentido que preside
la revalorización del diaconado permanente en el Vaticano II. Los diáconos no son destinados a presidir
las comunidades, sino a promover su diaconía atestiguando la apostolicidad
de la fe “vivida”: su ministerio diaconal no suplanta ni aparca el apostolado
de todos los bautizados, ni el ministerio de los laicos voluntarios o
remunerados al servicio de la Iglesia. El obispo debe tener claro lo que confía
a los diáconos permanentes y esto no es posible si no existe un proyecto
diocesano “para” y “con” los diáconos. Cuando no hay claridad en sus envíos
eclesiales y se carece de un proyecto diocesano, es muy grande el peligro de derivar el diaconado permanente hacia una
suplencia sacerdotal con el fin de reforzar el encuadramiento.
Al lado del
modelo de diácono “samaritano”, sensible a la acción diaconal de ayuda mutua y de
la solidaridad con las personas, y del modelo de diácono “profeta”, atento en
su acción diaconal a las dimensiones colectivas, social o política, de su
ministerio, estos últimos años se ha desarrollado mucho el modelo de diácono
“pastor”, atento a las necesidades de ayuda espiritual, de formación bíblica,
de celebración litúrgica de los fieles o de las comunidades. Estas tres figuras
diaconales (samaritano, profeta y pastor) deben existir en un equilibrio
saludable para el bien de las diócesis.
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