miércoles, 7 de agosto de 2013

La deriva autoritaria de la llamada “nueva laicidad” en Francia



Christine Delphy  y Raphaël Liogier[1]

“En 1905, la laicidad consistía en la separación entre el Estado y los diferentes cultos. Hoy, es una frontera entre lo que afecta  a lo íntimo (que debe ser protegido) y lo que pertenece a la esfera pública (que debe ser preservada)”. Con estas palabras, François Hollande marcaba el “itinerario” del Observatorio de la Laicidad, erigido el 5 abril con el objetivo de asesorar en la elaboración de futuras leyes. Al proponer semejante concepción, alteraba sustancialmente el principio de laicidad, recurriendo a una noción ambigua, desconocida tanto en los textos legales franceses como en los internacionales: el de “intimidad”. 


Diríase que se limitaba a seguir una determinada sensibilidad actual para la que las convicciones religiosas sólo pueden expresarse libremente en el ámbito “privado” y, mejor todavía, en la esfera “ultra-privada” de “lo íntimo”. La persona religiosa tendría que ser confinada al espacio de lo íntimo, al ámbito de lo oculto, que acabaría yuxtaponiéndose al conjunto de los “espacios públicos”: las empresas, las asociaciones, los almacenes, las calles…

Asumiendo los dos sentidos del término “público” (servicio del Estado o espacio de todos), se ha buscado, durante estos últimos años, exigir a los ciudadanos de a pie una neutralidad que sólo es exigible a los agentes del Estado (en esto consiste la aportación francesa a la concepción de la laicidad). ¡Si las opiniones no pueden expresarse en público, habrá que cerrar las salas de reunión, los lugares de culto, prohibir las reuniones en los cafés, los mítines! 

Son estas libertades fundamentales las que los gobiernos de Chirac a Hollande, pasando por el de Sarkozy, han atacado y siguen atacando, con guante blanco, pero con un punto de mira claro: los musulmanes y, sobre todo, las musulmanas, cuya vestimenta habría que controlar en las instituciones públicas, en las empresas particulares y, dentro de muy poco, en sus mismas casas. Que las tales estupideces filosóficas y jurídicas pasen desapercibidas, es algo que sólo puede explicarse por la existencia una crisis social de mucho mayor calado en la que los gobernantes prefieren apoyarse, sin molestarse en comprender sus resortes.

Por ello, se recurre a la necesidad de “clarificar la laicidad”, como si los textos fueran “difíciles de interpretar”. Después del affaire Baby-Loup, existiría, se dice, un “vacío jurídico”. Sin embargo, el artículo 9 de la Convención Europea de Protección de los Derechos Humanos es meridianamente claro: “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de convicciones, así como la libertad de manifestar su religión o sus convicciones individual o colectivamente, en público o en privado, por medio del culto, la enseñanza, las prácticas y la observancia de los ritos”.

Permitir la libertad de conciencia y de expresión sólo en privado equivale a abolirla. Es en público donde necesita ser protegida, porque en “la intimidad”, ante usted mismo ¿quién puede impedirle expresar sus creencias? Asistimos a una deriva autoritaria, a una especie de totalitarismo que se está colando suave y silenciosamente por la puerta trasera.

Es así como los políticos “surfean” sobre esta “mayoría” de franceses agobiada por las dificultades económicas y que parecen responsabilizar a los musulmanes de la pérdida de su identidad “nacional”, incluso racial. Pero ¿cuáles serán las consecuencias de esta nueva vuelta de tuerca contra poblaciones discriminadas, diariamente, por leyes liberticidas desde 2004? Nadie quiere tener en cuenta su exasperación creciente, como si se tratara de simples daños colaterales. 

Se dice defender la cohesión social, cuando, en realidad, se la está debilitando. Y la verdad es que nada parece capaz de parar esta deriva demagógica que los poderes públicos están desplegando en el marco de una atmósfera de crisis económica e identitaria. Y, justamente, cuando el aparato del Estado parece tratar de imponer un orden moral bajo el pretexto de nueva laicidad, son las empresas privadas las que afrontan las cuestiones (religiosas o no) respetando el espíritu y la letra de 1905. ¡Qué ironía que sean ellas, precisamente ellas, las que están dando esta lección de respeto a los principios republicanos!



[1] Christine Delphy es directora de Investigaciones Sociológicas, CNRS. Raphaël Liogier es profesor en Sciences-Po Aix-en-Provenza. Su último libro es “Le Mythe de l’islamisation (Seuil, 2012). A primeros de septiembre de 2013 se pondrá a la venta “Le populisme qui vient”, en Éditions Textuel.

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