Pekín da por inexorable la anexión de la isla y amenaza así el poder de Estados Unidos en la zona
La presidenta, Tsai Ing Wen, durante su discurso en las celebraciones del Día Nacional de Taiwán el pasado 10 de octubre.RITCHIE B. TONGO (EFE)
Con Xi Jinping a punto de conseguir su tercer mandato, China está pasando a una nueva velocidad. Junto a la concentración de poder y al mimetismo del culto a la personalidad maoísta, está abandonando las ideas motrices del ascenso económico formuladas por Deng Xiaoping tras la muerte de Mao. Pekín ya no quiere “esconder sus capacidades” ni “esperar el momento adecuado”. La idea de “un país, dos sistemas”, que permitió la devolución de Hong Kong, tampoco alberga la quimera de un crecimiento capitalista que desemboque en una democracia. Ni sirve para la ambigüedad calculada de Washington, que reconoció el lema de “una sola China”, representada por el régimen comunista, pero siguió protegiendo la vida separada de Taiwán, convertido en escaparate de democracia y de prosperidad.
No es extraño el auge del independentismo en la isla, aunque su estatus actual —una soberanía efectiva, sin declaración de independencia ni pleno reconocimiento internacional— es suficiente garantía para su vibrante sociedad abierta y democrática. Con la brusca salida estadounidense de Kabul, pistoletazo de salida en la carrera por la hegemonía asiática, Taiwán se sitúa ahora en el punto de mira de Pekín. De ahí que haya la actual escalada de gesticulación militar china, con sobrevuelos cada vez más frecuentes dentro del espacio de identificación aérea taiwanés, pruebas con misiles hipersónicos y construcción de nuevos silos para misiles intercontinentales. Los dirigentes de ambos lados del estrecho han entrado también en una escalada de intimidaciones. Desde Pekín se da por inexorable la anexión, incluso bajo mandato de Xi Jinping, mientras que algunas evaluaciones militares de Taipéi consideran que las fuerzas armadas de Pekín estarán preparadas en 2025 para una invasión.
Taiwán es la pieza central de la geometría asiática del poder. La anexión, incluso pacífica, significaría la expulsión de Estados Unidos y actuaría como un dominó sobre sus aliados, especialmente Australia, Corea del Sur y Japón, obligados a acomodarse a la nueva hegemonía de China. Sería un golpe para la democracia liberal y daría luz verde al ascenso de Pekín como auténtico imperio del centro de la vasta extensión euroasiática y africana, en correspondencia literal con lo que significa la palabra China. Con Europa arrinconada y desorientada en una esquina euroasiática, el régimen imagina así una globalización china en la que Estados Unidos se repliega en el continente americano, en una combinación de aislacionismo y desentendimiento.
La encrucijada es difícil para Washington, donde hay un fuerte consenso bipartidista sobre el peligro que se avecina, pero más lo es para Bruselas, es decir, Unión Europea y OTAN, donde son notables las divisiones y el desconcierto sobre la posición exacta a adoptar en el mundo bipolar que ha empezado a configurarse.
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