sábado, 14 de noviembre de 2020

Católicos contra las castas

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Fuente:     El País

 Autor:   José María Ridao

14 nov 2020 - 00:30 CET

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La correspondencia entre el historiador Américo Castro y el escritor José Jiménez Lozano es un doloroso análisis sobre el uso que el franquismo hizo de la religión

 

La publicación de la correspondencia entre Américo Castro y José Jiménez Lozano, editada por Guadalupe Arbona y Santiago López-Ríos, constituye una contribución de primer orden para conocer la influencia de las tesis sostenidas en La realidad histórica de España sobre un ámbito de pensamiento que, como el de los escritores católicos, vivieron su fe con el desgarro de saberla instrumentalizada para unos fines políticos que no compartían. Al mismo tiempo, los detalles personales que van dejando traslucir las cartas a medida que el respeto que se profesan los corresponsales se transforma en amistad dan cuenta del rigor con el que trabaja un grupo de escritores en torno a El Norte de Castilla, bajo la dirección de Miguel Delibes. Como el propio Delibes, Jiménez Lozano —quien, con los años, acabaría sucediéndolo en la dirección del diario— hace de la discreción, del deliberado rechazo de la estridencia, la condición imprescindible para desarrollar la propia obra.

En una carta de octubre de 1967, iniciada ya la fecunda relación intelectual con Castro, Jiménez Lozano le confiesa estar atravesando “una crisis de orientación” relacionada con la posibilidad de trasladarse a Madrid para seguir ejerciendo el periodismo. La manera en la que Jiménez Lozano la resuelve, eligiendo permanecer en lo que entonces, con un punto de displicente superioridad, se consideraba desde la capital como un diario de provincias, dice mucho de los rasgos más característicos que comparten su biografía y su obra ensayística y literaria. Convencido de que “el periodismo hispánico productivo —quizá el de todo el mundo— es total superficialidad, ejercicio de sofista o de coplero”, Jiménez Lozano comunica a Castro su decisión de “optar por puestos más humildes”, pero que le dejen lugar para “esa otra vida espiritual”. Porque, según le confiesa, es en esa “otra vida” donde ha encontrado sus tesis sobre la función de las castas religiosas en el pasado peninsular que ha hecho propias, no solo como intelectual preocupado por la convivencia entre españoles, rota por la guerra y la posguerra, sino también como católico que busca reconciliar su conciencia cívica con su conciencia religiosa.

La relación entre Castro y Jiménez Lozano se establece gracias a la mediación del poeta Jorge Guillén, quien advierte al historiador, exiliado como él, de unos artículos elogiosos hacia su obra aparecidos en la revista Destino, y le facilita el contacto con el autor, muy unido a Delibes. Los editores de la correspondencia que se inicia con este motivo han tenido el acierto de incluir los textos que llamaron la atención de Castro, así como otros ensayos breves en los que queda patente el esfuerzo de Jiménez Lozano por enlazar la fe católica de su tiempo, y, en definitiva, su fe personal, con la visión erasmista desterrada de España en el siglo XVI y con los sucesivos intentos históricos de desligarla del poder político, estudiados por Castro. Los instrumentos críticos que Jiménez Lozano obtiene en La realidad histórica de España le sirven, por un lado, para analizar los efectos del Concilio Vaticano II sobre un catolicismo políticamente militante, de modo que el régimen de Franco quedará en tierra de nadie cuando la Santa Sede reconozca la libertad religiosa negada en España. Por otro, para advertir el error cometido por los ilustrados y liberales españoles acerca de la relación entre la Iglesia y el Estado. Las luchas “por cuestiones como la provisión de cargos eclesiásticos, o hasta extorsiones de personas y propiedades eclesiásticas”, escribe Jiménez Lozano, les hizo imaginar que en la España de la época existía “algún indicio de pensamiento y de convicciones laicas y seculares frente al universo clerical”. Lo sucedido durante lo que Castro llamó la Edad Conflictiva fue, a su juicio, más radical, y acabará determinando los rasgos de las instituciones políticas que llegan hasta el siglo XIX y en las que el franquismo pretende obtener una legitimidad alternativa a la que le niega su origen fratricida: en España, “es la Iglesia la que se ha hecho Estado”, escribe Jiménez Lozano, “como la fe se ha hecho carne y sangre, biología y casta”.

En ningún momento a lo largo de esta correspondencia, los dos escritores e intelectuales unidos por la mutua admiración pierden de vista la distinta relación personal que mantienen con la fe católica, respetando recíprocamente su respectiva condición de ateo y de creyente. Después de considerar estas “diferencias de creencias y esperanzas” entre ellos como “una riqueza más”, Jiménez Lozano confiesa a Castro que su encuentro, “aparte de satisfacciones personales, se presta a una esperanzadora meditación de lo que podría ser nuestro mundo y nuestro país” si la voluntad fuera “servir” y no “dominar”. Esa meditación entre ambos continuará todavía cinco años, hasta el fallecimiento de Castro, y seguirá siendo enriquecida por Jiménez Lozano en su obra posterior. Pero también por otros autores cuya sombra sobrevuela esta correspondencia, como Miguel Delibes.

Delibes destacará a Jiménez Lozano como corresponsal de El Norte de Castilla en Roma para cubrir el Concilio Vaticano II, un hito eclesiástico fundamental en el desmantelamiento ideológico de la dictadura. Además, dedicará a Jiménez Lozano Cinco horas con Mario, cuyas páginas aluden a los efectos sociales del Concilio. Y, como si hubiera decidido participar retrospectivamente en la meditación para servir y no para dominar a la que Jiménez Lozano invitaba a Castro, Delibes hará de su última obra, El hereje, una implícita toma de posición sobre las preocupaciones desgranadas en esta sugerente correspondencia entre un ateo y un católico contra las castas.

 

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