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J. I. González Faus (Teólogo)
(En C y J)
El
brutal asesinato del ciudadano negro George Floyd por un policía blanco (que
alguno habría calificado como “increíble” en nuestro “civilizado” s. XXI)
comenzó generando una ola de protestas masivas admirables, para derivar en ese
deporte insensato de romper estatuas por cuenta propia que, sin duda, debe
suponer unas enormes descargas de adrenalina muy pacificadoras.
No
voy a juzgar ahora ni a Colón ni a Fray Junípero, pero sí pienso que sería más
razonable ir a buscar a los responsables últimos y no a aquellos cuyas
estatuas tenemos más a mano. Y además preguntarse para qué sirve lo que hago. A
eso van los dos puntos siguientes.
1.
Puestos a buscar culpables, esos justicieros por cuenta propia, deberían
comenzar derribando las estatuas de Montesquieu (si es que tiene alguna por
ahí).
Fijémonos:
¡el padre de nuestra democracia! (que creemos nos hace superiores a otros
pueblos); ¡el autor de El espíritu de las leyes! (una especie de
catecismo de nuestra actual política…). ¿Quién se atreverá a decirle nada?
Pues
bien, en el capítulo 5 del libro XV de esa obra tan famosa, leemos cosas como
éstas: “No puede cabernos en la cabeza que siendo Dios un ser infinitamente
sabio haya dado un alma, y sobre todo un alma buena, a un cuerpo totalmente
negro… Si creyéramos que esas gentes son hombres, se empezaría a creer que
nosotros no somos cristianos… Algunos espíritus cortos exageran demasiado la
injusticia que se hace a los africanos…”.
¿Cómo
pudo hablar así quien había escrito que la esclavitud es contraria a la
naturaleza y al progreso humano? Pues lo sabremos en seguida leyendo la razón
que da en ese mismo libro XV: “el azúcar sería demasiado caro si no se
emplearan esclavos en el trabajo que requiere su cultivo”… Los negros serán hombres
o no, pero “les affaires sont les affaires” y eso es lo que importa en
primerísimo lugar.
Pero
Montesquieu no está solo. Voltaire, en su Diccionario Filosófico, se
tranquiliza diciendo que “la esclavitud es tan antigua como la guerra y la
guerra tan antigua como la naturaleza”. He ahí un posmoderno bien antiguo, que
no teme reconocer que “los hombres podríamos ser iguales si no tuviéramos
necesidades”. Pero las tenemos. Y además de que las tenemos, añade Voltaire que
“nada es tan necesario como lo superfluo”: por lo que parece claro que, para
que yo pueda tener eso superfluo, será menester que otros carezcan de lo
necesario.
Estos
orígenes del racismo parecen probar que el problema no es el desprecio por
el color de la piel: el problema es la necesidad de tener esclavos, porque eso
es fundamental para nuestra economía.
Y
como ya no podemos decir con Aristóteles que la esclavitud es conforme a la
naturaleza (porque entonces igual me esclavizaban a mí), la solución ha sido
encontrar alguna raza infrahumana, distinta de la mía, para poder justificar la
esclavitud. Uno se acuerda de aquel eslogan del denostado Marx: “el
determinante económico en última instancia”. Y si a alguien le molesta eso de
citar a Marx, sustitúyalo por esta otra cita aún más clara y del Nuevo
Testamento: “la raíz de todos los males es la pasión por el dinero” (1
Tim 6,10). Y si no, escarbemos un poco más en la historia.
Cuando
en EE.UU. había esclavos (negros, claro está) los estados esclavistas del Sur
eran mucho más poderosos económicamente que los estados del Norte. De modo que,
cuando comenzó la batalla para abolir la esclavitud, el gran argumento de los
señores contra la abolición no era un argumento de raza sino que “será un
desastre económico”. Exactamente lo mismo que dicen hoy los empresarios
españoles cuando, desde la más elemental justicia, se pide la supresión de
nuestra ley de reforma laboral (que pudo muy bien titularse: ley de
esclavitud laboral). “Slavery as a positive good”, declaraba en el Senado el
líder esclavista Calhoun, tachando de “demasiado blandos” a los que solo decían
que era “un mal necesario” (necessary evil). ¿Lo quieren más claro?
Y
no se trataba necesariamente de negros: cuando la nobleza hispana cometía sus
desmanes en América Latina, el argumento que tenía aquella gente tan noble para
defenderse de las acusaciones de muchos misioneros y de varios obispos era que
los indios no tenían un alma humana (por más que el ignorante papa Paulo III
enseñara lo contrario). Otra vez el racismo no nacía del color de la piel, sino
de la necesidad de explotar a otros seres humanos para poder enriquecerse. Ya
lo había dicho Voltaire: “mientras tengamos necesidades, la igualdad será una
quimera”. Y nuestras necesidades (reales o ficticias) son inacabables…
Y
para mirar también a esta querida casa desde donde escribo: en La Vanguardia
digital puede encontrarse reproducido un anuncio publicado en El Diario de
Barcelona el 31 de mayo de 1798 (el Diario había sido fundando en 1792). El
anuncio dice así: “Quien quiera comprar una negra y una hija suya mulata, que
sabe guisar, lavar y planchar bien, acuda enfrente de la casa de los Gigantes,
nº 9, casa de D. Mariano Sanz y de Sala”. Otra vez no parece que se trate de un
racismo de la piel, sino de la necesidad de tener esclavos que sepan trabajar
bien, para vivir nosotros a un nivel que nos merezca el título de “don” y un
apellido compuesto. No es que los blancos seamos infames; es que los negros son
inferiores.
¿Ven
qué fácil? Eso permitió al marqués de Comillas ser, a la vez, un católico
practicante y un práctico traficante. Dando la razón a lo que hemos citado de
Montesquieu: a ver si se va a creer que no somos cristianos…
“Billetes,
billetes verdes, pero qué bonitos son”, oíamos cantar en aquellos tiempos de la
peseta: “esos billetitos verdes siempre traen la salvación”. Por tanto: si la
madre del cordero no está en el color de la piel sino en el color del dinero,
los insensatos esos que pretenden tranquilizar su conciencia derribando
estatuas de Cervantes o de fray Junípero, harían mucho mejor si se dedicasen a
derribar estatuas de Milton Friedman o de Hayek, o quizá volviendo a ocupar
Wall Street (aunque esto igual podría costarles que otro policía les oprimiera
el cuello con su rodilla demasiado tiempo: porque una buena parte de las
llamadas “fuerzas del orden” están en primer lugar para defender el (des)orden
económico).
2.1.- En segundo lugar, todos
esos tumbaestatuas deberían pararse un momento y preguntarse simplemente si
actúan así para luchar contra el racismo de otros o para descargarse
simbólicamente de su propia avaricia escondida. Luchar contra los símbolos es
más fácil que luchar contra la realidad y parece que es un buen método de
descargar la propia conciencia, pero mucho más imortante que criticar al
pasado, es corregir el presente… Ya dije algo de eso cuando el asunto de la tumba de Franco: era más importante
trabajar para sacar el franquismo vivo de muchos corazones que sacar a un
fantasma de aquella tumba. Lo primero no se hizo; lo segundo sí. Y ahí tienen a
VOX como nuestra tercera fuerza política. Pero claro: lo primero solo se hace
educando bien, para lo segundo basta algún decreto-ley.
En
cualquier caso: dejando en paz la tumba del dictador, lo importante es que todos
esos que pretenden ser más destrozones del pasado que correctores del presente,
cobren conciencia de esa posible hipocresía de los símbolos que Jesús de
Nazaret ya había definido así: “pagar el diezmo de la menta y del comino, para
no pagar el tributo de la misericordia y la justicia”. Y luego, que actúen en
consecuencia.
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