martes, 19 de noviembre de 2019

Propuestas para la “conversión sinodal” de la Iglesia y de nuestras comunidades



Jesús Martínez Gordo, teólogo
           
La lectura del texto aprobado en la última Asamblea Episcopal de la Amazonía (2019) me ha recordado la Constitución Apostólica “Episcopalis communio” (2018), publicada poco antes del Sínodo sobre los jóvenes. Y, juntamente con ello, algunas críticas acerca de la gestión de Francisco que, con diferentes modulaciones, se pueden oír en determinados medios eclesiales: al Papa le encantan los gestos, pero es sorprendentemente parco en la toma de decisiones. Compartiendo esta última observación -aunque con cautelas que he venido señalando antes de ahora- me parece oportuno reivindicar la importancia de las disposiciones que ha tomado sobre la sinodalidad eclesial. Me permito recuperar un texto que -oportunamente actualizado- escribí al respecto no hace mucho.

El objetivo “mayor” y los “secundarios” del actual Papa

Francisco dejó bien claro que en su pontificado los pobres iban a ser los primeros, colocando un peldaño más bajo el ecumenismo, el diálogo interreligioso y lo que, en su día llamó la “conversión del papado”; un objetivo -éste último- que entendió estrechamente vinculado con la reforma de la curia vaticana y con el impulso de un gobierno corresponsable y colegial sobre la base de una Iglesia, ante todo y, sobre todo, sinodal, es decir, decidida a caminar junta y de manera armónica. Al papa Bergoglio se debe que la comunidad católica haya dado, a lo largo de estos últimos tiempos, más pasos en esta dirección que durante los cincuenta años que han transcurrido desde la finalización del concilio Vaticano II.

Lo hizo, primero, consultando al pueblo de Dios antes de la celebración de los dos Sínodos, uno ordinario (2014) y otro extraordinario (2015), dedicados a la pastoral familiar y a la moral sexual. Como resultado de tales consultas, algunas Conferencias Episcopales, además de subir a sus respectivas páginas webs los balances que arrojaban dichas exploraciones, las presentaron y defendieron, posteriormente, en el aula sinodal. Era una primera señal, de que -a diferencia de lo que venía siendo habitual en los decenios anteriores- algo se estaba moviendo en el gobierno de la Iglesia y en la manera de elaborar magisterio.

Y lo volvió a hacer promulgando la Constitución “Episcopalis communio” (septiembre 2018) sobre lo que se podría denominar la “conversión sinodal” del papado y de la Iglesia; un texto que, por cierto, pasó con más pena que gloria ante los medios de comunicación social e, incluso, ante instancias que tradicionalmente han venido reivindicando el mayor protagonismo de todos los bautizados en la marcha de la comunidad católica.

Es incuestionable que la catástrofe moral de la pederastia eclesial, el histórico acuerdo firmado con China para el nombramiento pactado de obispos y la estrategia desestabilizadora del actual papado impulsada por la ultraderecha católica (y mediáticamente liderada, entre otros, por el ex - nuncio C. M. Viganò), eclipsó durante 2018 el alcance e importancia de esta Constitución Apostólica, sin duda, el documento magisterial más relevante, hasta el presente, de Francisco. No en vano lo denomina “Constitución”. Que se tipifique de esta manera, quiere decir que no estamos ante un texto menor o de importancia relativa, sino ante un instrumento legal de enorme calado: por ser “constitucional”, está llamado a ser referencial en todas las áreas y ámbitos del gobierno eclesial, en la comprensión del papado y, es de esperar, que en la presidencia de las diferentes iglesias diocesanas y comunidades católicas. Lo que parece estar en juego no suena a baladí o de escasa entidad.

El informe de la Comisión Teológica Internacional

Conviene no olvidar que esta “Constitución” estuvo precedida por un informe de la Comisión Teológica Internacional sobre “la sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia” (marzo, 2018). Si bien es cierto que el texto desarrolla, magníficamente y en fidelidad a lo propuesto por el papa Bergoglio, que la sinodalidad es el reto que tenemos para el tercer milenio porque es “dimensión constitutiva de la Iglesia”, también es cierto que no alcanza, como hubiera sido deseable, el otro objetivo fijado: “examinar” lo que actualmente “está previsto por el ordenamiento canónico para poner en evidencia el significado y las potencialidades y darles nuevo impulso”.

Las sugerencias de la Comisión Teológica Internacional son muy exiguas en este sentido, limitándose a recoger la praxis existente y aportando algunos consejos de menor y escaso relieve operativo. Diríase que ha andado muy corta de coraje y creatividad, por poner algunos ejemplos, en lo referente a la composición (y cese) del colegio cardenalicio; en el modo de elegir,  nombrar y finalizar los mandatos de los obispos (incluidos los de los sucesores de Pedro) y, por extensión, de todos los ministros ordenados; en la manera de proponer diferentes modalidades de acceder al sacerdocio o en el cuidado de los procedimientos que garantizan una intervención real del Pueblo de Dios en el gobierno de la Iglesia y en la elaboración del magisterio eclesial.

En la concreción de estos asuntos se juega, más que en el discurso propiamente teológico, la sinodalidad en cuanto tal. De poco vale ofrecer una magnifica disertación sobre la corresponsabilidad bautismal, la sinodalidad eclesial o la colegialidad episcopal si, luego, a la hora de la elección de quienes presiden la comunidad o cuando toca abordar la manera de gobernarla (y también su evaluación correspondiente), queda intacto el formato verticalista y monárquico de proceder que secularmente se ha venido desplegando.

Los críticos del documento de la Comisión Teológica Internacional tienen razón en este punto. Y también la tendrían en su valoración del actual papado, en el caso -fallido en esta ocasión- de que Francisco no hubiera hecho una apuesta firme al respecto.

Francisco mueve ficha

Afortunadamente, el Papa Bergoglio ha tomado una decisión muy concreta: la de los sínodos de obispos en relación con el ejercicio de la responsabilidad papal. Y lo ha hecho, en continuidad con la intervención que tuvo el 7 de octubre de 2015, a los cincuenta años de la institución del Sínodo de los obispos: el Papa, sostuvo en aquella ocasión, no está “por sí mismo por encima de la Iglesia, sino dentro de ella como bautizado entre los bautizados y dentro del colegio episcopal como obispo entre los obispos, llamado, a la vez, como sucesor del apóstol Pedro, a guiar a la Iglesia de Roma que preside en el amor a todas las Iglesias”. Fue una sorprendente (y muy aplaudida) intervención porque, además de superar una concepción absolutista y autocrática del papado, apuntaba al corazón de una de las aportaciones más relevantes del Vaticano II: el Pueblo de Dios -no se cansará de repetir- es infalible “in credendo”. Por tanto, no se puede presidir y gobernar la comunidad cristiana sin contar con su parecer y recepción.

La incuestionable centralidad de esta tesis conciliar (silenciada, como he adelantado, en los dos últimos pontificados y añorada por los críticos del actual papado) funda y explica que, a partir de ahora, los Sínodos de obispos cuenten preceptivamente con una primera fase en la que el Pueblo de Dios sea consultado sobre la cuestión que se aborde. Y una tercera etapa, posterior a la propiamente celebrativa, en la que participe “recibiendo” (o no) lo sinodalmente acordado.

A la luz de estas determinaciones papales tendría que ser una rutina que, por ejemplo, la Conferencia Episcopal Española, siguiendo el de otras europeas, diera a conocer los resultados de las consultas previas, así como que las intervenciones de sus obispos en el aula sinodal se hicieran cargo fundadamente de ellas o que, en su defecto, aportaran las razones teológicas y dogmáticas de su eventual disenso. Y, por supuesto, que evaluaran y comunicaran la recepción habida o pendiente, antes del siguiente Sínodo episcopal.

Pero no solo eso. Hay más. A partir de ahora, puede ser normal que los acuerdos alcanzados en el aula sinodal sean aprobados o ratificados y publicados por el obispo de Roma como magisterio suyo, sin necesidad de redactar un texto propio o diferente al acordado por los padres sinodales.

Y por si eso pareciera poco, el Sínodo podrá ser deliberativo. Cuando el sucesor de Pedro así lo determine, lo aprobado por los padres sinodales será firmado por el mismo papa y por cada uno de los participantes, siendo de obligado cumplimiento para todos los católicos.

Es evidente que Francisco quiere poner en pie una Iglesia sinodal, en las antípodas de la clericalista que nos ha llevado, entre otros, al agujero negro de la pederastia y de su encubrimiento sistemático.

Propuestas sobre el C-6 y el colegio cardenalicio

¡Ojalá que esta Constitución Apostólica sirva para inaugurar una forma de gobierno sinodal en la que el Papa cuente con el consejo de un C-6 renovado y formado (¿por qué no?) por los presidentes de las Conferencias Episcopales de los diferentes continentes!

Y también para abrir las puertas a una revisión del colegio cardenalicio y de su composición: además de asesorar y ayudar al obispo de Roma en los asuntos a él reservados, podría estar formado -superando el procedimiento actual, desmedidamente unipersonal- por los presidentes de las diferentes Conferencias Episcopales del mundo. Hablaríamos, por tanto, de cardenales elegidos y “ad tempus”, es decir, mientras dure su mandato; no vitalicios.

Pero sin descuidar la necesidad de revisar, igualmente, la duración del mismo papado: ¿por qué no puede ser por un tiempo determinado, finalizado el cual, cesaría en su responsabilidad? Esto sería mucho más propio de una Iglesia sinodal que de la actual, marcadamente monárquica y absolutista.

Propuesta sobre la raíz teológica del clericalismo

Y ¡ojalá sirva para que los estudiosos propongan alternativas, consistentes y viables, que permitan superar el “infarto teológico” que se encuentra en la base del actual clericalismo, detectable en el mismo Vaticano II!

En efecto, el último de los concilios canaliza una asombrosa ambigüedad sobre el papel del laicado en la Iglesia que se ha prestado a lecturas marcadamente clericalistas: si, por un lado, se sostiene en LG 10, que el sacerdocio común de los fieles no es una participación del sacerdocio ministerial, sino del sacerdocio de Cristo, por otro lado, se defiende su presencia en el gobierno eclesial como una ayuda o “participación” en la cura pastoral, sorprendentemente reservada en exclusiva a los presbíteros (LG 36. 37).

Se puede consultar, al respecto, el “Directorio de laicos y laicas con encargo pastoral” de la diócesis de Bilbao (2006) cuando sostiene que los laicos pueden “llegar a participar en la misión del ministerio ordenado y en sus tareas” (nº 29) o cuando recuerda que, al no ser “pastores”, quedan “asociados al ministerio pastoral” (nº 33). En otros momentos hablará de “cooperación” de dichos laicos en la misión y tareas del ministerio ordenado.

He aquí un dato de la potente comprensión -partitiva, jerárquica y subordinante- de los bautizados al clero que hay que superar cuanto antes; además, por supuesto, de ensayar otras modalidades de acceder al presbiterado: no solo promoviendo el de la mujer o los llamados “viri probati” o casados curas, sino también favoreciendo el sacerdocio “ad tempus” y “ad casum” (los llamados “sacerdotes de la comunidad”, diferentes de los célibes e itinerantes) con el fin de garantizar la celebración sacramental de todas las comunidades y evitar, de esta manera, su más que previsible extinción. Sobran (y casi todos conocemos bastantes ejemplos) de lo que está sucediendo, también entre nosotros, por la irresolución de esta urgencia.

Propuestas de recepción diocesana

Queda por ver, en qué medida la apuesta conciliar por la sinodalidad que ha activado Francisco se articula, ya en niveles diocesanos, con la corresponsabilidad bautismal, algo que tendría que concretarse en la celebración de Sínodos con cierta periodicidad (quizá cada cuatro o cinco años), bien sean para tomar el pulso evangelizador a la comunidad cristiana o para abordar alguna cuestión específica como la conveniencia de promover un modelo altamente profesionalizado de Cáritas o de impulsar otro alternativo que, fundado en la promoción del ministerio específico de la caridad y de la justicia (pendiente de estreno en muchas diócesis), contara con el asesoramiento y apoyo de algunos profesionales en las diferentes áreas de intervención.

Además, estos posibles sínodos diocesanos podrían estar acompañados de otros sectoriales y específicos (por ejemplo, de presbíteros) en los que se abordaran cuestiones tales como la necesidad de impulsar nuevas modalidades ministeriales o en los que se repensara su identidad y espiritualidad sobre el polo referencial de la misión evangelizadora y de la comunión eclesial, recolocando, por tanto, el de la presidencia litúrgica -incuestionablemente capital desde el concilio de Trento- en relación de dependencia a dichas misión evangelizadora y comunión eclesial. Un Sínodo (diocesano o supradiocesano) de este calado permitiría superar la repetida referencia a la “presidencia” de la comunidad eclesial como el corazón del presbiterado; tan reivindicada por teologías y espiritualidades marcadamente preconciliares (y recuperadas por algunos obispos para sus respectivos seminarios), como evangelizadoramente irrelevantes. Puede que no esté de más recordar la encomienda de Jesús a los apóstoles de ir al mundo; la referencia primera y fundamental de cualquier ministerio en torno a la cual han de vivirse y comprenderse las restantes.

Y, con ellos, otros posibles sínodos dedicados a la identidad y espiritualidad laical y a la articulación entre presencia en el mundo y corresponsabilidad ministerial o sobre los modos de compromiso cristiano y su posible organización.

Obviamente, la sinodalidad en el ámbito diocesano también tendría que llevarnos a entender que los muchos consejos eclesiales existentes están fundados en un pacto de comunión y misión entre los obispos o curas que los “presiden” y los bautizados allí representados. Por ello, lo normal sería aceptar -como así lo fue en algunas diócesis del norte de España, antes de los actuales nombramientos episcopales- que las decisiones adoptadas por mayoría cualificada fueran asumidas por los respectivos obispos y curas como vinculantes; obviamente, si no estuvieran fehacientemente en juego la unidad de la fe y la comunión eclesial.

Y, por supuesto, también tendría que llevar a recuperar la tradicional intervención del pueblo de Dios en la elección y nombramiento de sus respectivos obispos de una manera pactada, es decir, respetando -como ya se hace en unas treinta diócesis europeas- la voluntad mayoritaria del pueblo de Dios directamente concernido y la responsabilidad papal por garantizar la unidad de fe y la comunión eclesial de los candidatos.

Ser resto o residuo

Más allá de la razón o sinrazón que pueda asistir a los críticos de Francisco, entiendo que la desatención de estos y otros puntos no solo no desactivará la metástasis eclesial del clericalismo, sino que llevará a la Iglesia a ser un residuo marginal; para nada, el resto evangélico al que está convocada. Todavía queda tiempo, pero cada jornada que pasa, menos.

Y, en todo caso, la puesta en marcha de no pocas de estas propuestas solo depende de nosotros y, particularmente, de la pasión sinodal y evangelizadora de los obispos que están al frente de nuestras respectivas diócesis. He aquí un criterio fundamental para evaluar su gestión y la de todos los responsables pastorales, sean sacerdotes o laicos.

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