martes, 24 de septiembre de 2013

La ofensiva social del “Papa callejero”

Matteo Matzuzzi
 
  Si Juan Pablo II contribuyó con pontificado al derribo del comunismo y se implicó a fondo en la gran batalla que pasaba por la defensa y afirmación de los así llamados principios no negociables (lucha que desembocaría en la defensa de la vida humana desde la concepción hasta el final natural; encíclica “Evangelium Vitae”, 1995), Francisco presta muchísima atención a la ofensiva social.

Misión, pobres, periferias, últimos y olvidados: en la favela de Varginha, en el hospital para drogadictos, en la cárcel infantil de Casal del Marmo, en el altar improvisado y multicolor de Lampedusa, es donde se percibe la clave de su pontificado. Cuestión de prioridad, da a entender el jesuita venido del final del mundo.


Del aborto no habla, de la eutanasia tampoco. Hay quienes tuercen el morro, no entienden qué puede haber tras los silencios del Papa, silencios que han continuado en Río, a pesar de las ocasiones para decir algo que, por cierto, han sido más de una.

El por qué lo ha explicado él mismo entre un asiento y otro del avión que lo trajo de Brasil a Roma: “¿Aborto? La iglesia ya se ha manifestado con toda claridad al respecto. No era necesario volver sobre ello. De la misma manera que tampoco he hablado del fraude, de la mentira o de otros problemas sobre los que la iglesia tiene una doctrina clara”. La periodista brasileña, no satisfecha, volvió a la carga y le recordó al Papa que “en todo caso es una cuestión que interesa a los jóvenes”. Francisco contestó que “cierto, pero no era necesario hablar de ello. Entre otras razones, porque los jóvenes saben perfectamente cuál es la posición de la iglesia. Y si me preguntáis lo que yo pienso al respecto, la respuesta es que mi posición es la de la iglesia. Yo soy hijo de la iglesia”.

Por eso, si en Roma dedica las catequesis de los miércoles a los “homeless” (sin casa) que se mueren de frío a dos pasos de San Pedro, en Brasil habla de “feijoada” (plato típico) y bebe un “cafezinho” en las favelas. Entra en casas que amenazan ruina, acepta regalos, besa a los niños y habla de fútbol.

La suya es, como escribió en el “Corriere della Sera” el historiador Andrea Riccardi, una teología del “pueblo”. No es la teología de la liberación de Leonardo Boff que ve en el jesuita argentino (que bebe mate en el “papamovil”) la “venganza de la esperanza, del alivio y de la alegría de vivir y de pensar la fe cristiana después del invierno”, marcado por la disciplina y por el control de las doctrinas. No hay lucha de clases en el mensaje de Bergoglio.

Para Francesco, añade Riccardi, “el pueblo, también el sencillo, es portador de experiencia religiosa y humana, de intuición, de fe”. De la iglesia de la calle es algo de lo que Bergoglio ya hablaba en Buenos Aires, cuando, en vez del ambón de la catedral, prefería el altar improvisado, levantado en cualquier calle o en cualquier campo con la hierba alta.

Cura y obispo callejero que pide que armen lio y hagan ruido a los jóvenes que se agolpan en el paseo marítimo de Copacabana, que los espolea a salir a la calle una vez regresen a sus casas, cuando estén en sus diócesis de origen.

“Quiero que se salga fuera, quiero que la iglesia salga a las calles, quiero que nos preservemos de todo lo que es mundanidad, inmovilismo, comodidad, clericalismo, estar encerrados en nosotros mismos”, les dijo a los chicos y chicas llegados de Argentina en lo que él ha rebautizado como la semana de la juventud.

El Papa, que habría ido como misionero a Japón si el padre Arrupe se lo hubiera permitido (me dijo: “Vd., ha estado enfermo del pulmón, no es una persona apta para un trabajo tan fuerte, y por eso me quedé en Buenos Aires”, contó Bergoglio hace tiempo en la audiencia concedida a los estudiantes de las escuelas ignacianas de Italia y Albania), quiere que de la misión parta aquella “revolución copernicana” que preserve a la iglesia de transformarse en una ONG, en un monstruo burocrático que envejece y se enfría, incapaz de hacerse entender. Una iglesia que ha perdido “la gramática de la sencillez”.

La visión de Francesco está clara, y es la de “una iglesia capaz de acompañar, de ir más allá de la simple escucha; una iglesia que acompaña en el camino marchando con la gente”


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