9.
Pepe Rodier, Hijo de la Caridad.
Cuando
la caridad se adueña de una persona
José Miguel Sopeña
Hijo de la Caridad
Este texto de Juan Emilio Anizan (Artenay, Francia, 1853-1928), fundador de los Hijos de la Caridad, congregación en la que Pepe Rodier vivió su vida religiosa y sacerdotal, creo que es un buen reflejo de lo que fue esa vida:
La bondad es la más hermosa diadema de la caridad. Se transparenta en la bondad de la mirada y del rostro, en la dulzura de las palabras, en la escucha paciente, en la diligencia para compartir el dolor del otro y aliviarlo, en la ternura del corazón. ¡Qué dulce es, cuando se sufre, confiarse a un corazón bondadoso! Antes incluso de que hable, ya te ha consolado con su sola actitud y con su afable apariencia. Así como una actitud fría y dura congela y cierra el corazón del pobre, una acogida bondadosa le da calor y lo abre.
Cuando, por la gracia de Dios, la verdadera caridad se adueña de un alma, ésta ya no calcula, ama, actúa, se da sin medida, le invade una especie de obsesión, de locura, pero una locura divina, que le empuja, que le inspira mil iniciativas de caridad, y que, a veces, le lleva a realizar actos heroicos (“Caridad con los pobres”, J. Emilio Anizan, 8/12/1909).
Un hombre «invadido» por la caridad, ese fue Pepe. El amor de Dios se amparó de él, a través de toda clase de vicisitudes, gozosas y dolorosas, y él le fue expandiendo, como la fragancia de una sencilla planta en el campo de la vida de los barrios populares de Francia, de Vallecas, de Getafe, de Leganés, de San Blas en Madrid.
Me han pedido que escriba algo de esa experiencia de vida, de la que, en una gran parte, pude ser testigo durante casi 60 años. Nos dejó a sus hermanos de comunidad algunos textos y reflexiones en los que él intentaba expresar lo que le hacía vivir, su «pasión por Dios y por el pueblo», como diría nuestro fundador. Una pasión a menudo marcada por el sufrimiento, en su familia, en acontecimientos, en las personas humildes de corazones doloridos, sus amigos y amigas. Pero, personas también llenas de bondad, de alegría, de esperanza, de lucha incansable contra todo mal. Luces y sombras que él contemplaba y llevaba continuamente a la oración.
¿Cómo la caridad se fue adueñando de su persona?
Un niño herido y amado
Pepe nació el 6 de julio de 1935 en Paris. Sus padres, Juan y Cecilia, vivían en ese momento en Montmartre, justo detrás del Sagrado Corazón. Tenía una hermana cinco años mayor, María Teresa, su amiga y confidente. Escribió que su infancia transcurrió sin problemas, feliz. Hasta que se declaró la segunda guerra mundial en el 39, y París fue ocupado por los alemanes. Detuvieron a su padre y le enviaron a un campo de trabajo en Nuremberg. Su madre huyó de Paris con sus dos hijos a refugiarse en una provincia más segura, acogidos por unos amigos. Una experiencia un tanto traumática para él, pero, acompañada ya por la percepción de la solidaridad y del cariño de personas que le protegían, incluido el sacerdote del pueblo, ya mayor, que se preocupaba de la gente y, sobre todo, de los niños. «Nos permitía jugar al balón en la puerta de la iglesia», recuerda con agradecimiento.
Ya en ese momento empieza a experimentar lo que es el amor de Dios, en medio de situaciones difíciles y de sufrimiento. Fue el inicio de una experiencia que no dejó de hacer y de expresar a lo largo de su vida. La luz de la Caridad de Dios siempre se abre paso en la oscuridad, a poco que le dejemos resquicios por donde iluminarnos y darnos calor. ¿Cómo lo expresaba? Con una profunda alegría y confianza en Dios que, ya de niño, anidó en su corazón. Creo que, de ahí, de esa experiencia y de otras similares a lo largo de su vida, surgía la fuente de la Caridad y la alegría evangélica que le acompañaba.
Lo primero que me viene a la mente es la palabra «agradecimiento». En medio de un mundo, a veces, tan misterioso, agradezco el don de la vida que me transmitieron mis padres. Agradecimiento a todos los que me acompañaron en este peregrinar de la vida. (Pepe Rodier, Reflexiones al cumplir los 80 años).
Sombras y luces en la Iglesia y en el barrio
Pero, algo iba a ocurrir en su vida infantil que le dejaría marcado de por vida. Y, al mismo tiempo, como ocurre a menudo, sería también una oportunidad para experimentar que Dios no abandona a nadie, y menos a los pequeños y sencillos. Amante del canto y profundamente religioso, quiso que, ya Francia liberada, sus padres le inscribieran en el coro de la catedral Nôtre Dame de París, cerca de la cual se habían trasladado a vivir. Finalmente, le inscribieron como interno en la escuela de la catedral. Allí fue testigo de algo que, desgraciadamente, hoy se ha revelado como una grave perversión en el seno de la Iglesia: abusos y comportamientos inapropiados por parte de algún sacerdote y algún sacristán de la catedral. Se lo contó a su madre, y ella, inmediatamente, tras hablar con el director y no obtener explicación alguna, le sacó de allí. Pero el mal estaba hecho. «Durante 10 años, cuando veía a un cura, me alejaba», escribe Pepe. La sexualidad, decía, fue siempre algo problemático para mí. Le quedó grabada la actitud valiente y decidida de su madre, protegiéndole. Siempre recordó a su madre como una mujer fuerte, un verdadero puntal amoroso en la familia. Luz entre las sombras.
Su adolescencia transcurrió en el barrio de Les Halles, donde estaba el mercado central de París, en cuyas calles había mucha prostitución, asociada a la actividad del mercado. Otra circunstancia que no le ayudó a vivir una sexualidad sana, especialmente en el terreno de la mirada, como él decía. Un ambiente problemático para un adolescente. Pero vuelve a encontrarse con la clave de su vida: luz en medio de la oscuridad. Tres hechos luminosos marcarán su adolescencia.
El primero, el encuentro con los dos sacerdotes de su parroquia, Saint Merry, junto a lo que hoy es el Museo Pompidou. Hombres buenos y sencillos, muy cerca de la gente de ese barrio variopinto y cosmopolita, donde se desarrollaban actividades sociales y de acogida de los más vulnerables. En ese ambiente, va desarrollando una fe cristiana, que pone en el centro a la persona, a los más pobres, que puede sanar muchas heridas. Algo que él mismo empieza a experimentar.
El segundo hecho es su relación con la JEC, la Juventud Estudiante Cristiana, de la que entra a formar parte, y le permite ser un agente activo en medio de sus compañeros, compartiendo sueños e ideales, con el Evangelio en el centro. «La JEC me hizo descubrir y saborear el Evangelio y la persona de Jesús, recuerdo con cariño y agradecimiento los retiros que teníamos», cuenta Pepe. Allí se fraguó su vocación religiosa y sacerdotal.
El tercer hecho lo protagoniza una mujer pobre. Encima del comercio de sus padres vivía Emilienne, una antigua prostituta, mujer ya mayor, muy conocida en el barrio, con la que tenían amistad. Esta mujer, de niña, conoció a un sacerdote en la ciudad de Clichy, en el extrarradio de Paris. Una familia muy pobre a la que el sacerdote ayudó y protegió, especialmente a ella. Por eso le pusieron su nombre. Se llamaba Emilio Anizan, fundador de los Hijos de la Caridad. Cuando se enteró de que Pepe pensaba ingresar en el seminario, le regaló un libro, una biografía de Emilio Anizan, diciéndole: «Léelo bien e intenta imitarle, es un verdadero hombre de Dios y amigo de los pobres». Así es como empezó a interesarse por esa congregación a la que no conocía, y a entablar una estrecha relación espiritual con su fundador, al que leyó y estudió, y de cuya espiritualidad llegó a ser un verdadero especialista. Desde entonces, cuando en su vida surgían las tinieblas, Pepe siempre recordaba a Emilienne, cuya amistad cultivó hasta su muerte, y aquel barrio donde creció, del que escribió: «No puedo olvidar ese barrio (calle Saint Martin, calle Saint Denis, Boulevard Sebastopol…), un mundo donde se mezclaba pobreza y riqueza, muy intercultural. La Iglesia me parecía ausente de ese mundo. En mi calle descubro un pueblo de “pequeños”, de “miserables” (de los que hablaba Victor Hugo), ancianos abandonados, las prostitutas de la calle Lombard. Todo ese mundo marcará mi infancia. Ellos me harán descubrir el Evangelio».
De la oscuridad del mundo de la prostitución, surgió la luz del amor de Dios. «Los publicanos y prostitutas os llevan la delantera en el reino de los cielos» (Mt. 21, 28).
Hagamos un alto para destacar una primera enseñanza: la experiencia de Pepe es un claro ejemplo de cómo la Caridad de Dios se puede adueñar de una persona, en medio de las dificultades y las sombras de nuestro mundo. Lo hace no de manera aparatosa, sino como lluvia fina que va empapando la tierra, a poco que ésta se haga receptiva, sirviéndose de hombres y mujeres, a menudo pobres y heridos por la vida, que se convierten en «cauces de caridad», utilizando la expresión del P. Emilio Anizan.
¡Cuántas veces lo hablábamos y lo orábamos en comunidad! Recuerdo una frase que una mujer sencilla del barrio popular de San Nicasio, en Leganés, donde fuimos a vivir a principios de los 80. En medio de la tragedia de la contaminación por la manipulación fraudulenta del aceite de colza, que tanto sufrimiento y muerte causó entre los pobres en nuestro barrio. Carmen, una vecina en su lecho de muerte, agradecida por la cantidad de personas que iban a visitarla y el cariño que recibían ella y su familia, nos decía: «Hasta ahora, yo pensaba que las rosas tienen espinas. Hoy pienso que son las espinas las que tienen rosas».
Necesidad de personas referentes en actitud de humildad
Pepe tuvo desde la infancia una salud frágil, problemas pulmonares, una cierta falta de autoestima, y tendencia a la depresión. Esto último quizás por su ambiente familiar, que miraba el mundo con una mirada negativa, por sus propias experiencias personales (su padre y su experiencia como deportado, su hermana, mujer maltratada).
Cuenta que, en la secundaria, tuvo problemas para adaptarse. También al comenzar la formación en el seminario. Se encontraba con jóvenes de fuerte personalidad que le intimidaban con convicciones sociales e ideológicas muy afirmadas, atraídos por el movimiento misionero de los años 50/60: la Misión Obrera, la Misión de París, los sacerdotes obreros. Él, con su timidez, se sentía un poco perdido. Lo que le sostenía y ayudaba era la humildad del cura de Ars, la espiritualidad carmelitana (santa Teresa de Ávila, san Juan de la Cruz, santa Teresita de Lisieux). Eso habría podido hacer de él una persona reservada y poco sociable. Pero, muy al contrario, lo que forjó fue una personalidad humilde y muy consciente de sus limitaciones.
En esa época de formación fueron claves algunos encuentros: profesores que le hicieron entrar en el mundo de la espiritualidad que libera porque ofrece cauces de confianza en medio de nuestras limitaciones, asumidas con humildad. Supo aprovechar y buscar el contacto con esas personas. Ahí comenzó a fraguar una personalidad que le definiría hasta su muerte: el valor del encuentro con las personas, vengan de donde vengan y tengan la ideología que tengan, con las que entablar una relación bondadosa y enriquecedora, en actitud humilde y agradecida.
Le ocurrió con Olivier Clément, el que sería un teólogo y un místico de referencia en el mundo cristiano ortodoxo en Francia y más allá. Proveniente del ateísmo, como otros referentes de Pepe, convertido a los 30 años, le tuvo como profesor de historia en el liceo donde estudió. Al término de las clases, se reunía con algunos alumnos fuera (la laicidad de la escuela francesa no lo permitía en las clases) para hablar de fe y espiritualidad. Desde entonces, Pepe siguió beneficiándose de sus escritos y su pensamiento. Dice uno de sus biógrafos: «en un mundo en el que las ideologías disuelven al hombre en la historia o donde muchos están tentados de huir en el consumo y las “pequeñas eternidades” del placer, Olivier Clément busca un divino-humanismo, abierto a explorar lo divino y lo humano, una nueva etapa del cristianismo. Lo que él llama “la revuelta del Espíritu”, especialmente entre los jóvenes».
En este pensador encontró Pepe cómo centrar su vida en el Dios Amor, que él había experimentado, y, al mismo tiempo, permanecer atento a una humanidad sedienta de sentido y de justicia. Ese cruce de amores y entregas daban contenido a la Caridad a la que deseaba dedicar su vida. No hay Caridad si no hay ese ir y venir entre la búsqueda del Absoluto y las heridas de la humanidad. Por eso, Olivier Clément dedicó su vida al diálogo con todos los buscadores, en el terreno del ecumenismo, de lo interreligioso o del ateísmo y el agnosticismo del mundo moderno. Por eso, entabló una larga amistad con el hermano Roger de Taizé y su comunidad ecuménica. Pepe se consideraba así mismo «cauce del ir y venir de la caridad de Dios» en los encuentros con las personas, en un mundo del que aparentemente Dios ha sido expulsado. De la mano de Olivier Clément, lo encuentra en algunos místicos ortodoxos rusos, como Paul Evdokimov o Nicolas Berdiaiev:
«Creo que el mejor regalo que se puede hacer a alguien es abrirle el camino del dialogo interior con Dios, es mucho más fundamental que la creencia. Actúa de tal manera que la vida eterna se abra paso en ti e irradies sus energías sobre toda la creación. Una sonrisa, una mirada de confianza, un gesto de compasión, un servicio, una esperanza, una oración. La santidad, cuando sube del corazón al rostro es una luz bella de un corazón que no juzga…» (Nicolas Berdiaiev).
En esa época de estudiante, ya haciendo teología, tuvo otro encuentro fundamental. Su hermana le presentó, a través de una amiga común, a Madeleine Delbrêl. Proveniente también del ateísmo, desarrolló toda una mística centrada en los signos de Dios en «la gente de la calle», que ella encontraba como trabajadora social en el municipio de Ivry, gobernado por el Partido Comunista, en el llamado cinturón rojo del extrarradio de París, para el que trabajaba. Madeleine fundó una pequeña comunidad de mujeres que vivían esa espiritualidad a pie de calle. Pepe cultivó la relación con Madeleine y siguió también sus escritos. Ya en España, animó con otras personas el grupo de amigos de Madeleine Delbrêl, para dar a conocer su espiritualidad y su experiencia cristiana: descubrir el paso de Dios en medio de la vida de la gente corriente, en la calle, en el metro, en el trabajo… La calle era su santuario.
«El bar ya no es un lugar profano, sino un lugar de encuentro, centro de gracia. Una calle llena de gente puede ser un lugar para encontrar a Dios. No tenemos derecho a dar otra cosa que no sea lo eterno si vamos de parte de Jesús. Lo damos bajo apariencias frágiles, perecederas, pero no tenemos derecho a dar nada que no esté cargado de eternidad. Nosotros, gente de la calle, creemos con todas nuestras fuerzas que esta calle, este mundo en el que Dios nos ha puesto, es para nosotros el lugar de nuestra santidad. Las vidas son quizás banales, pero cada uno es único. Es un pensamiento que me persigue en las horas punta del metro, en medio de la muchedumbre anónima y muda. Dramas, esperas, amores, duelos, maravillas, corrupción, la verdadera historia está aquí…» (M. Delbrêl).
Escribe Mariola López, en su libro sobre Madeleine: «En una época donde se fracturan las relaciones y necesitamos recuperar la sensibilidad ante el sufrimiento de los otros, urge encontrar testigos del Evangelio que nos ayuden a crecer en humanidad… Madeline Delbrêl introdujo en el corazón de la secularidad modos nuevos de orar, de volver nuestra mirada hacia los rostros más carentes y de ahondar los caminos de la hospitalidad y del diálogo» (Madeleine Delbrêl, una mística de la proximidad, Mariola López Villanueva, RSCJ).
Pero, como no podía ser de otra manera, su referente fundamental, en el camino de adentrarse por el camino de la Caridad de Dios, el cual resumía todas estas intuiciones, fue Emilio Anizan. Su vida y su obra sintetizaba esa forma de vivir el Evangelio, experimentando la presencia de Dios en medio de todas las vicisitudes de la vida, haciendo del encuentro con las personas, especialmente los pobres y olvidados, en un diálogo de corazón a corazón, la forma fundamental de evangelización y de comprensión de la pastoral. Como vemos hacer a Jesús en su vida pública. Es ahí, en esos encuentros, donde va creciendo en el pastor y el apóstol un corazón compasivo, «todo caridad». En el comentario que Emilio Anizan hace de Mateo 15, 29-39, contemplando al pueblo de los barrios obreros de París a finales del xix y principios del xx, encontró Pepe lo que andaba buscando:
«Jesús tuvo compasión de esas muchedumbres. ¿Quién tiene compasión hoy? Están ahí tendidas, como rebaños abandonados y sin pastor. ¿Qué haría falta? Hacen falta hombres que amen a esas muchedumbres, que comprendan su infortunio y su abandono espiritual, que vayan a ellas, que les demuestren su interés y su cercanía, que se entreguen de tal forma a ellas, que se pongan hasta tal punto al servicio de los obreros y a su disposición, que pongan de tal manera a Dios a su alcance, que puedan decir de ellos: estos son nuestros hombres, son nuestros, solo nuestros, siempre podremos recurrir a ellos, nunca nos rechazarán, se interesan por todo lo que nos interesa, trabajan para nosotros, son nuestros, tenemos un pastor y un padre… Dios mío, concédeme ser de verdad el buen samaritano de todos esos pobres vejados, de cuerpos, corazones y almas doloridos, que están tendidos a lo largo del camino de la vida, en medio de la indiferencia del mundo, como ovejas sin pastor» («Compasión por las muchedumbres», 1916).
Dios, el pueblo, el apóstol. Una palabra une esos tres ejes de la vida de Pepe: la Caridad, el Dios amor que se muestra en la vida del pueblo y que el apóstol saca a la luz, anuncia y experimenta. Emilio Anizan lo resume en 1925, tres años antes de su muerte, acaecida a los 75 años, en un texto que es como la carta magna de la nueva congregación que acaba de fundar, «Los Hijos de la Caridad», que él titula Nuestro Triple Ideal: «Cuando Dios nos llamó a nuestra vocación, apareció ante nosotros un triple ideal y nuestras almas quedaron seducidas: la santidad, la fecundidad apostólica y la evangelización de los pobres. La palabra pobre se entiende aquí en el sentido en el que Nuestro Señor la empleó, cuando dijo: el Espíritu de Dios me ha enviado a evangelizar a los pobres».
En un mundo en el que es fácil perderse en imágenes, propuestas, ideologías de todo tipo, es importante tener un eje que nos acerque a lo fundamental, sin despistarnos en lo secundario. Todos necesitamos un eje orientador. Pepe lo encontró en esta propuesta de E. Anizan: un ideal trinitario, tres rostros de un mismo ideal. Ese ideal no es una idea, es una persona, Jesucristo, que lo encarna a la perfección: La unión confiada con Dios Amor (santidad), la proclamación con hechos y palabras de ese Amor (fecundidad apostólica), el anuncio de la Buena Noticia de salvación a los pobres, fortaleciendo su dignidad y su esperanza (evangelización de los pobres).
Así como las personas que provienen del agnosticismo o el ateísmo y encuentran el camino de la fe, como Olivier Clément o Madeleine Delbrêl, interesan enormemente a nuestro hermano Pepe, igualmente, aquellas que han atravesado noches oscuras de sufrimiento, como fue el caso de Emilio Anizan, y no se hunden en la desesperación o el resentimiento, sino que encuentran caminos de vida y de fecundidad, son referentes privilegiados en su búsqueda.
Emilio Anizan, vivió una experiencia de noche oscura, que pudo haberle hundido, sin embargo, el Espíritu hizo surgir de ella una nueva congregación en la Iglesia al servicio de los pobres. Sus hijos espirituales lo llaman «La gran prueba». ¿Qué ocurrió?
Tras dudas y vicisitudes, fue ordenado sacerdote en la diócesis de Orleans. Pero él buscaba una vida más centrada en Dios de la que veía a su alrededor, y más entregada a los pobres, junto a otros hermanos. En el seminario, le impactó la vida del P. Planchat, un religioso que se entregó por entero a las masas populares de un barrio obrero de Paris, y terminó siendo fusilado en el levantamiento de la Comuna. Pertenecía a la congregación de los Hermanos de San Vicente de Paúl. Desde entonces quiso ser religioso semejante a él. Pero, una vez ordenado, tuvo que esperar 12 años hasta que su obispo le permitió entrar en esa congregación. En ella vivió la gran parte de su vida, trabajando e impulsando numerosas obras de evangelización en los barrios populares. Los últimos años como superior general. El contexto era de gran división en la sociedad y la Iglesia francesa, en la cual se desarrolló un fuerte movimiento en contra de la República, que añoraba el Antiguo Régimen monárquico y confesional. Esa pequeña congregación vivió grandes tensiones que terminaron dividiéndola. El superior general y su consejo intentaron que no entraran en esa batalla política, y mantenerse en el terreno pastoral. Pero, el papa Pío X y sus consejeros tomaron partido por la otra tendencia y despusieron a todo el Consejo. La mitad abandonó la congregación. Todo eso ocurrió en 1914. E. Anizan, hombre profundamente eclesial y obediente al papa, que se ve injustamente acusado de «modernismo social», vive la gran prueba, la noche oscura, de su vida. Pero, en lugar de hundirse en la tristeza y la amargura, ayudado por su acompañante espiritual, un monje cartujo, entra en un tiempo de reflexión, de oración y de búsqueda de la voluntad de Dios en esos acontecimientos.
Cuando está en lo más profundo de la noche, escribe:
«Dios tiene sus miras en los acontecimientos actuales, eso es evidente, se trata de conocerlas para entrar plenamente en ellas… Debo imitar a san Pablo, en el camino de Damasco cuando, caído en tierra, la mirada de su alma se proyecta, por así decir, en Dios y en el futuro: “Señor ¿qué quieres que haga?” (…) El pensamiento de las masas que se pierden me invade y me persigue…».
Y sí que Dios tenía «sus miras», como él dice. Empieza por compartir el horror de la primera guerra mundial en el frente de Verdún, como capellán voluntario, al servicio de los soldados y de la población civil. Y ayudado y acompañado por algunos obispos amigos, se entrevista con el papa siguiente, Benedicto XV, para hablarle de lo que cree que Dios quiere de él. Este no solo lo apoya, sino que redacta con él las Constituciones de una nueva congregación al servicio de la evangelización de los pobres y trabajadores de los barrios populares de las grandes ciudades. Así nacen en 1918 los Hijos de la Caridad.
Cuando Pepe lee y medita esta historia y conoce sus frutos en las personas que va encontrando, se encuentra identificado con ella. Las experiencias dolorosas de su vida, la situación de tantos hombres y mujeres, niños y jóvenes de su barrio y de otros barrios que visita, no son desiertos de Dios. El alejamiento de él por parte de muchos, no es toda la verdad. La honda verdad es que Dios no abandona nunca a sus hijos e hijas. Sus vidas, a menudo desfiguradas, están grávidas del Espíritu de Dios Amor, que está ahí sosteniendo sus anhelos, combates y esperanzas. Como le gustaba recordar a Emilio Anizan: esas vidas están llenas de perlas preciosas de caridad, de fraternidad, de bondad, en medio de capas a veces deshumanizadoras. Cuando lo descubre, nuestro hermano Pepe quiere poner su vida junto con otros hermanos, al servicio de esa labor de «partero». Es, para él, el mejor rostro de esa Caridad que se ha adueñado de su alma.
«Hermanos: sin duda, nuestro pueblo está muy desfigurado, pero, en medio de esa muchedumbre de aspecto rudo, y a veces repulsivo, ¡cuántas perlas preciosas, cuanta riqueza! Por otra parte, la caridad, la gran virtud del cristianismo, sigue brillando en ese pueblo» (E. Anizan, Homilía en la iglesia de Saint Paul, barrio del Marais, París 1891).
Conocer, dejarse conocer
Desde el inicio de su vida pastoral en Clichy (París), Pepe tenía claro lo que era su primera misión: entrar en el pueblo de ese barrio donde le enviaron, recién ordenado en 1961. Lo contaba él mismo:
«Estuve 4 años en Clichy, años de mucho trabajo apostólico y de presencia sencilla en el barrio. Combinaba el trabajo pastoral con el trabajo manual en el mercado que había frente a la parroquia. Recuerdo la relación con los trabajadores en los bares, con los comerciantes, que iniciaron la Acción Católica Independiente. Descubro el gran foso que separaba a ese pueblo de la Iglesia. Como muchos en aquella época, admiraba la entrega de los militantes comunistas».
Ese tipo de presencia, esa forma de entender el ministerio pastoral, le identificó durante toda su vida. Con el tiempo, la oración, el compartir y la reflexión, fue afinándola, hasta hacer de ella un verdadero arte, hecho de sencillez, de asombro, de escucha, de contemplación.
Amar es dejarse sorprender y arriesgar
En 1963, el superior general le pide ir a unirse a otro hermano ya presente en Vallecas (Madrid). Tras un tiempo de preparación y aprendizaje del castellano, en 1964 desembarca en la colonia Sandi Hogares de Vallecas. Cuenta que a los 3 meses estaba plenamente integrado. Admiraba la capacidad de acogida y el cariño recibido de ese pueblo y de los compañeros sacerdotes de la zona. «Me encontraba como en casa». El temperamento español y, especialmente andaluz y extremeño, de los migrantes recién venidos a la capital en busca de una vida mejor, le encanta y constituye una tierra que encaja perfectamente con su estilo. Contactos, visitas, apoyo a los que luchaban por la democracia en esos años de dictadura. Su forma de vivir la caridad no era la de liderar nada ni de lanzar proyectos, que por otro lado apoyaba con discreción, sino la de facilitar, acompañar. Lo cual no le evitó problemas con la Guardia Civil, por apoyar a los vecinos que construían sus chabolas por la noche «ilegalmente» y veían cómo las máquinas se las destruían por la mañana. No me resisto a trascribir parte del atestado del juzgado militar del 2 de febrero de 1969, que Pepe había conservado:
«Diligencias previas instruidas contra el Rvdo. Padre D. Joseph Edmond Rodier Malheux, por supuesta resistencia a fuerza armada…
El día 25 de enero del corriente año, en ocasión en que un piquete de obreros procedía, en presencia del sargento de la Guardia Civil, D. José Manuel García González, y dos Guardias segundos del mismo Cuerpo, a la demolición de una chabola construida clandestinamente en la calle Cumbre de Aralar, del barrio de Vallecas, se presentó en el lugar el párroco de María Mediadora, Don José Rodier Malheux, quien solicitó un aplazamiento del derribo, y no siéndole concedido, penetró en la chabola para, con su presencia física, impedir la demolición, guiado por razones de humanidad, lo que motivó que el antedicho sargento, tomando del brazo al citado sacerdote, le sacase de la obra, lo que efectuó sin resistencia de parte del Padre Rodier. Los hechos expresados no son constitutivos de delito ni de falta, sino solo exponente del equivocado concepto del repetido párroco de sus deberes de protección hacia sus feligreses…».
Hoy casi nos puede hacer sonreír el que la justicia militar de 1969 en España pudiera decidir si los deberes de protección de un párroco hacia sus feligrese son equivocados o no. Pero, si no me he resistido a contar este hecho es para tomar conciencia de hasta dónde llegaba para Pepe, sacerdote extranjero, tímido y un tanto acomplejado, en aquel contexto, su compromiso pastoral de cercanía y acompañamiento de su pueblo.
Las sorpresas de los encuentros
No podemos entender la manera de vivir la caridad pastoral de Pepe si no comprendemos la importancia del encuentro con las personas. Un verdadero sacramento. A él le gustaba hablar del «sacramento de la amistad», porque los encuentros para él eran una forma de vivir la amistad con las personas, que iba mucho más allá de la simpatía psicológica. En su mente la amistad era una expresión de cómo una persona puede percibir el amor de Dios a través de alguien que percibe como un amigo. Y así era como le percibía la gente, dentro y fuera de la Iglesia. Algunos ejemplos:
Su atención a los alcohólicos, ya en Francia, y después en España. A ellos y a sus familias. Hasta el día en que ya no podía salir de la residencia, seguía quedando con algunos de ellos para escucharlos, animarlos, apoyarles en sus esfuerzos por liberarse de esa carga.
O, ya estando en la residencia de ancianos de San Bernardo en Madrid, enseguida entró en relación con el hogar de personas sin techo, bajo el cuidado de las Hijas de la Caridad en el barrio de Malasaña. Formaba parte de su vida, de su tiempo, como jubilado, acercarse para charlar, escuchar y de vez en cuando celebrar la eucaristía con los que querían.
O la cercanía y la admiración hacia las religiosas de Villa Teresita que acompañan a mujeres prostituidas o víctimas de trata. Igual: estar, escuchar, admirar, animar, y orar con ellas y las mujeres con las que conviven.
O los abuelos y abuelas encontrados en sus paseos diarios por el barrio, en Leganés, en Getafe, en San Blas. Tomando tiempo para sentarse y charlar, escuchar, admirar, animar, especialmente cuando oía a alguno decir, con un botellín en la mano: «nosotros no valemos, somos una mierda».
Pero, esa misma actitud la encontrábamos hacia sacerdotes, obispos o hermanos de comunidad religiosa. Su bondad, su mirada y su palabra justa e inteligente, acogedora, invitaba a decir: «vamos a dar un paseo para charlar». Era de esas personas con las que apetecía estar.
Muchos sacerdotes, algunos obispos, religiosas, son testigos de ello y así lo expresaban. Por eso, su amor a la Iglesia jamás desfalleció, aunque, a veces le hiciera sufrir, sobre todo cuando veía que algunos comportamientos escandalizaban a los pobres y pequeños.
Dejémosle hablar a él:
«En mi vida he ido de sorpresa en sorpresa. La sorpresa de muchos encuentros inesperados. La sorpresa de pasar por momentos de desesperación, de superarlos, curiosamente sin perder la ilusión. La sorpresa de haber encontrado una Iglesia pobre y de los pobres. La sorpresa del Concilio Vaticano II. La sorpresa de un obispo tan cercano en Vallecas como Alberto Iniesta. La sorpresa del Papa Francisco, que nos habla desde el Evangelio con una sencillez entrañable. La sorpresa del encuentro con muchos amigos en el vestíbulo de la estación de Atocha, que es, para mí, un lugar sagrado, donde se me han confiado muchas penas, muchas alegrías y muchos sueños y proyectos de una vida diferente. La sorpresa de la alegría inexplicable que hay en las calles de Lourdes. La sorpresa de una sencilla fiesta parroquial, donde cada cual aporta lo mejor de sí mismo… y podría continuar con muchas más». (De «Algunas reflexiones al cumplir los 80 años»).
El encuentro diario con la Fuente
No se puede ser «canal de Caridad», sin estar permanentemente unido a su fuente. En la eucaristía y la oración comunitaria, pero también en el silencio de la capilla, a solas con el Señor. Pepe decía que la oración le había sanado, una oración que purifica e ilumina. «La oración purifica mi psicología, con sus heridas y malformaciones. Tenemos grandes ejemplos en santa Teresa de Jesús, en santa Teresita de Lisieux». Pero, no era una oración enroscada en sí mismo. Su efecto sanador venía fundamentalmente por la contemplación de Dios en medio de la vida del pueblo, de las personas. Era un gran intercesor. Su pequeño libro de oración, muy ajado, del que no se separaba, con los salmos, que hemos conservado, está lleno de citas y pensamientos de sus testigos de Dios preferidos, pero, sobre todo, de nombres, cientos de nombres de personas, desde su familia hasta sus hermanos de comunidad y de todo aquel o aquella con quien se encontraba. Esa oración es el mayor gesto de caridad que un cristiano puede realizar.
Devolver al pueblo la inteligencia del cristianismo
Esta expresión de Emilio Anizan, que orienta su vida, estaba muy presente en la vida de Pepe. Lo practicaba en las conversaciones con la gente, pero también cuando se le pedía animar un retiro, dar una charla o acompañar un grupo de Biblia o de Pastoral de salud en la parroquia. Esa era su preocupación primera. Con enorme respeto por los itinerarios de cada uno en su búsqueda de Dios o del sentido de su vida, siempre terminaba compartiendo su experiencia de Jesús, invitando a quitar adherencias ideológicas o prejuicios, para poder encontrarse con la persona de Jesús, con su Evangelio, con sus palabras de esperanza y de misericordia. Quien ha sido tocado por él no puede callárselo. Pero, contemplando su vida y su quehacer, comprendemos que no es del orden de la teoría, sino de la extensión de un testimonio de vida, una vida que interpelaba, que atraía. Lo particular de nuestro hermano es que su vida hablaba, sin hacer nada extraordinario, por pura cercanía, bondad y sencillez. Desde ese momento, la persona que tenía a su lado se interesaba, preguntaba, expresaba sus propias búsquedas, penalidades o gozos, en la naturalidad de la conversación. Y, a menudo, en algún momento, surgía el testimonio explícito de la Fuente en la que él bebía permanentemente.
No hay lugares solo profanos
No había un lugar especialmente sagrado para ello. Todo espacio de encuentro se convertía en lugar sagrado, como recordaba Madeleine Delbrêl. Podía ser un bar del barrio, un banco del paseo, una sala de la parroquia, una casa… Pero, quizás el lugar preferido por él para encontrar a personas con las que quedaba era la estación. Él decía que desde niño le habían atraído las estaciones de ferrocarril, el ir y venir de gente tan diversa, la concentración de historias diversas, le motivaba a orar. Por eso, de vez en cuando convertía la estación de Atocha en su oratorio personal, donde contemplar, rezar, meditar el Evangelio. Allí le gustaba quedar con alguien que le pedía hablar.
Saber agradecer
A pocas personas he conocido con su extraordinaria capacidad para agradecer. La palabra gracias salía a menudo de su boca. Y no era impostada, ni formal. Era la expresión de su contemplación de la bondad, de la hondura, de la fortaleza, de la sencillez de las personas que encontraba. Solo quien se ha visto agraciado por Dios en su vida, en medio de fragilidades y carencias, puede transmitir agradecimiento a los demás. Creo que la clave de nuestro hermano era la humildad. Ser consciente de que todo lo bueno le ha sido regalado por Dios a través de mucha gente en su vida.
Cuando hablaba del ambiente pesimista hacia el mundo, que reinaba en parte de su familia, que llevó a muchos a vivir en una permanente depresión, y a algunos, como su padre o dos sobrinos, al suicidio. Enfermedad, quizás hereditaria, de la que él no escapó, pero que pudo superar con mucha ayuda: buenos psiquiatras, acompañante espiritual (el abad de un monasterio benedictino en Francia) con el que intercambiaba largas cartas, los hermanos en comunidad, sus autores preferidos en los que encontraba apoyo, luz y sabiduría, compañeros sacerdotes con los que compartía a menudo en todos los lugares donde ha vivido, las personas sencillas llenas de sabiduría y fortaleza en medio de condiciones de vida muy difíciles.. y, sobre todo, la oración.
Escribía en sus reflexiones al cumplir los 80 años:
«Lo primero que me viene a la mente es la palabra “agradecimiento”. En medio de un mundo, a veces, tan misterioso, agradezco el don de la vida que me transmitieron mis padres. Agradecimiento a todos los que me acompañaron en este peregrinar de la vida. Miro a María, la Madre de Dios, una mujer llena de agradecimiento, es decir, llena de la gracia de Dios. Otros están llenos de su “yo”, de sus éxitos o de sus fracasos, muchas veces de forma inconsciente. En cambio, la virgen María aparece “llena de la luz agraciante y serena de Dios”. Gracias José María Rovira Belloso por tu meditación sobre el relato de la Anunciación.
Cuando doy las gracias a mis padres, recuerdo el lugar sagrado donde siendo jóvenes se citaban diariamente después del trabajo, en la estación de Saint Lazare, en el corazón de París. Hay muchos lugares que para mí son sagrados, porque me llevan a la oración y la adoración del Dios del Evangelio. Valoro todos los lugares de encuentro, ¡especialmente las estaciones ferroviarias! La palabra “éxito” no aparece en los evangelios, pero sí la palabra “agradecimiento”».
Con esta expresión de su amigo el teólogo Julio Lois, Pepe se identificaba plenamente:
«Si amo a Dios con todo mi corazón, algo de Dios penetra en mi ser. Si amo a Jesús y su Evangelio, sus palabras penetran en mí, incluso en mi inconsciente. Si amo a la gente de mi barrio, recibo de ellos unos trozos de bondad, de cariño, y ellos me acercan al Dios de Jesús, aunque no lo sepan. Dejándose sorprender, valorando los encuentros, uno se hace, creo yo, mucho más humilde. El lugar donde uno vive llega a ser tierra sagrada, y así se multiplican los senderos de peregrinación. Caminos que nos conducen a la fuente que refresca, es decir, a Dios. Así se vive de otra manera la vida cotidiana».
No encuentro mejor resumen de la vida de Pepe, como testigo de la caridad, que estas palabras. Le doy las gracias por haberlo hecho realidad con su vida y haber sido así, de forma callada, sin alaracas, viviendo el sacramento de la amistad y de la bondad entre los más pequeños, un maestro de Caridad para tantos. Un «tantos», por cierto, del que se consideraba formando parte, sin más. Unos meses antes de su muerte, cuando aún estaba física e intelectualmente válido, hablamos de la posibilidad de que escribiera algo de su experiencia de vida con nuestra ayuda, que pudiera servir a otros. Al término de la conversación le pregunté: «¿Qué título te gustaría ponerle?» Me contestó: «Uno de tantos».
Desgraciadamente, el progreso de la enfermedad, no nos permitió llevar a cabo ese proyecto. Ojalá estas sencillas palabras agradecidas puedan paliarlo mínimamente. Gracias, Pepe.
BREVE SINOPSIS BIOGRÁFICA
Nacimiento de Joseph Edmond Rodier Malheux: París, 6 de julio de 1935.
Estudios: París.
Ingreso en el Noviciado de los Hijos de la Caridad: noviembre de 1957.
Votos perpetuos y ordenación presbiteral: octubre de 1961.
Primera experiencia pastoral y de trabajo manual: parroquia San Vicente de Paúl (Clichy, París).
Nombramiento en Vallecas, Madrid (parroquia María Mediadora): octubre de 1964. Ya será para todos Pepe Rodier.
Acompañamiento de seminaristas. Maestro del primer noviciado español: 1969-70.
Nombramiento en Getafe, Madrid (parroquia San Sebastián): septiembre 1975-junio 1981.
Año sabático en Francia: 1982.
Trabajo pastoral en Bourges (Francia): 1982-88.
Capitulo General de 1989: elegido vicario general en el Consejo (París).
Trabajo pastoral en Saint Pierre des Corps (Tours- Francia): 1992-94.
Tareas de formación, de investigación y pastorales entre Leganés y Getafe: 1995-2016.
Trabajo pastoral en San Blas (Madrid): 2017-2021.
Retiro en Residencia sacerdotal de San Bernardo (Madrid): 2021-2024.
Fallecimiento: 6 de agosto de 2024.
A PEPE RODIER
Todos
te conocíamos,
fiel
y constante,
biografía
de una presencia significada.
Sin
ruidos ni aspavientos,
sencillez
en las formas y en el fondo.
Místico
en su sentido pleno,
asceta
de la oración y del silencio,
de
mirada profunda
y
conversación serena.
Todos
y todas repetíamos al unísono
está
y no ocupa espacio
de
palabra precisa y austera.
Evocador
de espiritualidad y belleza.
Su
biografía son las huellas
de
un labriego sembrador
del
«Grano de Mostaza»
anunciando
la Eterna Primavera.
Ya
diste tu mejor cosecha,
te
diste tú mismo.
Tu
generosidad, tu entrega.
Allí
por donde caminabas…
París,
Vallecas, Leganés, Getafe.
Vertebrado
por el padre Anizan
y
Jesús de Nazaret.
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