sábado, 30 de enero de 2021

Los laicos, presidentes excepcionales de la eucaristía y de la comunidad (II parte)

 


Los laicos, presidentes extraordinarios de la eucaristía

El estudio exegético y el análisis de las decisiones dogmáticas adoptadas a lo largo de la historia permitirían abordar –señaló H. Küng– la pregunta que estaba en el origen de su aportación: si era cier­to que en Corinto sólo había carismas, que no existían –aparte del Apóstol Pablo– ni “epíscopos” ni “presbíteros”. Si también lo era que se trataba de una “comunidad provista de todo lo necesa­rio”, bien dotada con predicación de la palabra, bautismo, cena del Señor y con todos los servicios” y que sólo después de la muerte de Pablo se impuso la cons­titución presbiteral-episcopal de la Iglesia, entonces, era difícilmente cuestionable la legitimidad de otra manera – igualmente válida y plena– de organizar­se y constituirse la comunidad cristiana. Con el reconocimiento de semejante posibilidad –apuntó seguidamente– no se pretendía trastornar la constitución actual de la Iglesia o defender un retorno unila­teral al modelo de Corinto, sino mostrar que la Iglesia posterior no debía excluir por principio la constitución paulina de la comunidad cristiana, es decir, “una orde­nación carismática de la comunidad sin particular institución en el ministerio (ordenación)”.

Evidentemente, semejante constitu­ción era algo excepcional. Sin embargo, su excepcionalidad no estaba reñida con su bondad –y hasta necesidad– en una situación misional extraordinaria como fue la de Pablo en sus primeros años y como es la nuestra en la actualidad. ¿Puede la Iglesia impedir –se preguntó H. Küng– que suceda otra vez lo que un día aconteció en Corinto y en otras igle­sias paulinas, es decir, que, por la libertad del Espíritu de Dios, aparezca el carisma del gobierno? Cualquier teología intere­sada en la ordenación y sucesión apostó­lica especial de los pastores, está obliga­da a reflexionar a partir del fundamento exegético explicitado. Y, precisamente, por ello, estaría urgida a responder a la siguiente pregunta: ¿qué sucedería si un cristiano o una cristiana, que se halla en una situación excepcional, reúne –por impulso del Espíritu Santo y gracias a su personal testimonio– un pequeño grupo y bautiza y celebra con ellos la cena del Señor? Esta persona, que no ha recibido una misión especial por parte de las auto­ridades jerárquicas, ¿no puede ser, sin embargo, como en las iglesias paulinas, un responsable carismático? ¿Sería válida su eucaristía, como la de los corintios en ausencia de Pablo? Los ministros ordena­dos, cuando se encontraran con él, ¿podrían negarle el reconocimiento? Hay que estar de acuerdo, sentenció H. Küng, en que éstas son, por lo menos, cuestio­nes discutibles.

Pero se podía ir un poco más lejos. Podríamos encontrarnos, señaló el teólo­go suizo, con personas que prescindieran de estos resultados exegéticos y prefirieran abordar la cuestión en términos estrictamente dogmáticos. Pues bien, volvió a preguntar H. Küng, en una Iglesia en la que todo cristiano puede, “en caso de necesidad”, bautizar y, en opinión de muchos teólogos, también absolver, ¿no habría que pensar la posibi­lidad, igualmente, de una ordenación y una eucaristía “en caso de necesidad”?

No podemos olvidar, más allá de la argumentación apoyada en la excepcio­nalidad –concluyó nuestro autor– que en su propuesta lo decisivo eran los resultados que arrojaba la investigación exegé­tica y, por ello, la acción libre del Espíritu de Dios y de sus carismas. Y, a su luz, la necesidad de reconocer la ortodoxia de que un laico presidiera de manera extraordinaria la eucaristía y la comuni­dad y, por ello, la existencia de una nueva vía de acceso –cierto que igualmente extraordinaria– al presbiterado.

 

El debate posterior

La propuesta del teólogo suizo fue objeto de un doble y complementario debate sobre su consistencia escriturísti­ca y sobre su solidez dogmática, antes y después del sínodo de 1971.

Concretamente, las aportaciones de W. Kasper e Y. - M. Congar (publicadas antes de la celebración de dicho Sínodo) estudiaron la consistencia dogmática de la misma, indicando que no había que echarla en saco roto. Retomada después del Sínodo, el debate se centró en eva­luar la solidez escriturística de la pro­puesta. P. Grelot cuestionó el análisis que el teólogo suizo había realizado de 1 Corintios 12-14, una de las comunidades paulinas de la gentilidad. Por su parte, P. - R. Tragan analizó la estructura organiza­tiva de la que se consideraba la primera comunidad helénica fundada por Pablo (1 Tes 5, 12-13). Y J. Dupont estudió lo que H. Küng llamaba “apostolicidad especial” criticando que la yuxtapusiera y sometie­ra a la apostolicidad “general”, en contra de lo que arrojaban las investigaciones sobre los Hechos de los Apóstoles.

Como resultado de estas y otras críti­cas, quedó desactivado el supuesto fun­damento exegético de la propuesta, pero no así –por sorprendente que pueda parecer– su posible consistencia dogmá­tica. En este campo, las posiciones fue­ron mucho más receptivas, aunque apo­yándose en una argumentación más matizada que la aportada por el teólogo suizo. Tanto P. Grelot como C. Vogel y C. Vagaggini indicaron que la propuesta podía ser teológicamente recibida, siem­pre y cuando se tuviera en cuenta su excepcionalidad y, sobre todo, siempre que se respetaran determinadas condi­ciones espirituales y teológicas que garantizaran debidamente su eclesiali­dad. Por tanto, la inconsistencia de la fundamentación escriturística no cerraba su procedencia teológica y dogmática.

 

El “Monitum” de la Congregación para la Doctrina de la Fe

El 15 de febrero de 1975, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó –por mandato del Papa Pablo VI– una Declaración aprobada por el mismo Papa el día anterior en la que se informa­ba de que H. Küng mantenía –en diferen­tes grados– algunas opiniones que se oponían “a la doctrina de la Iglesia que debe ser profesada por todos los fieles”. Concretamente, señalaba que “la opinión sugerida por el profesor H. Küng en el libro ‘La Iglesia’ y según la cual la eucaris­tía, al menos en casos de necesidad”, podía “ser consagrada válidamente por bautizados carentes de la ordenación sacerdotal”, no podía “estar de acuerdo (“componi nequit” – “no può accordar­si”) con la doctrina de los concilios Lateranense IV y Vaticano”.

Seguidamente la Congregación comunicaba que H. Küng había manifes­tado –mediante carta– su voluntad de armonizar –después de un tiempo de estudio– sus opiniones con la doctrina del magisterio auténtico de la Iglesia. Por eso, la Congregación se limitaba, de momento y por mandato del Papa, “a amonestarle” (“monet”) para que no continuara “enseñando tales opiniones” y le recordaba “que la autoridad eclesiástica” le había “confiado la tarea de ense­ñar sagrada teología en el espíritu de la Iglesia y no opiniones que destruyen esta doctrina o la cuestionan”.

Éste fue un primer posicionamiento que será ampliamente argumentado en el pontificado de Juan Pablo II –siendo J. Ratzinger prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe– mediante la Carta Sacerdotium ministeriale ad Ecclesiae catholicae episcopos de qui­busdam quaestionibus ad eucharistiae ministrum spectantibus (16 de agosto de 1983). En esta carta se abordaron algu­nos de los puntos doctrinales que esta­ban en juego en la propuesta de H. Küng y que serán retomados –y modulados– años después por L. Boff y E. Schillebeeckx.

Concretamente, se explicitaba la rela­ción entre lo que es el sacerdocio común y la apostolicidad; se reservaba la presi­dencia de la eucaristía exclusivamente a los obispos y presbíteros; se exponía el sentido y alcance del “votum” o deseo de la eucaristía y se desautorizaba la pre­tensión de celebrarla fuera del sagrado vínculo de la sucesión apostólica –esta­blecido con el sacramento del orden– porque destruía la unidad con la Iglesia.

 

El realismo de la utopía

La excepcional situación de “ayuno eucarístico” en el que, según países y momentos, estamos sumidos, no solo abre el debate sobre la celebración y par­ticipación sacramental en la era telemáti­ca, sino que también reabre la cuestión de la presidencia de las iglesias –en este caso, domésticas– que son muchas fami­lias o pequeñas comunidades y, por tanto, de la eucaristía. Y, a la vez, la necesidad de articular el magisterio ministerial de la Iglesia y el “sensus fidelium” que, funda­do en el bautismo, cuaja en una Iglesia, a la vez corresponsable y sinodal.

Visto lo sucedido en el Sínodo de la Amazonía y en su “singular” recepción papal (“Querida Amazonía”, 2020), supongo que habrá que esperar algunos papados para que algo de esto sea pro­vechosamente debatido. Pero, en todo caso, no está de más recordarlo “a tiem­po y a destiempo, con ocasión y sin ella”, aunque no falten quienes sostengan que esto es “eclesiología ficción”.

A diferencia de ellos, sigo entendien­do que las utopías de hoy son las eviden­cias de mañana. Y porque lo creo, escribo estas líneas, a medio camino entre el recuerdo agradecido por lo ya andado y la invitación a no olvidar un debate que nos permita anticipar el futuro al que estamos convocados: algo, que, cada día que pasa, se me antoja mucho más realis­ta que agarrarse como lapas a un Concilio que, como el de Trento, necesita ser sometido a una radical revisión o, cuando menos, a hacerlo compatible con otro modelo extraordinario de presidencia de la eucaristía y de la comunidad.

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Identifícate con tu e-mail para poder moderar los comentarios.
Eskerrik asko.