martes, 5 de enero de 2021

La sensibilidad al dolor de Emmanuel Mounier (I)

 

Felisa Elizondo

 

Un testigo luminoso en tiempos de penumbra

      En meses pasados entre alarma e incertidumbre, cuando llegaban noticias de fallecimientos de gentes queridas, volví a ojear un pequeño libro: Cartas desde el dolor (Ediciones Encuentro, 1995) que recoge la extraordinaria sensibilidad de Emmanuel Mounier, un pensador conocido más que nada por su aportación a la filosofía de la persona. Años atrás, de la lectura de su semblanza, escrita por uno de sus estrechos colaboradores, me había quedado la impresión de un hombre que traslucía en sus expresiones una bondad humilde y una llamativa audacia. La figura admirable y amable de alguien comprometido hasta el límite de sus fuerzas para que en su tiempo –de guerra y postguerra– se preparara otro mejor. Un cristiano “a cuerpo descubierto”, como deseaba ser él mismo y lo esperaba de otros en momentos de dificultad. Un “testigo luminoso” como dice de él Carlos Díaz, que se ha esforzado por darlo a conocer en nuestros ambientes.

      Nacido en Grenoble (Francia) en 1905 de una sencilla familia de campesinos de la que siempre se sintió deudor, cursó años de filosofía e hizo su tesis doctoral sobre Charles Péguy, el poeta y escritor muerto en la I Guerra con quien sintió una afinidad más que notable en la manera de sentir lo cristiano. Tanto en la atención al sufrimiento como en la “difícil” esperanza : “el secreto de este revolucionario que cantaba poemas y plegarias hay que recogerlo en esa mirada cargada de dulzura lejana que no nos permite ignorar de qué fuente tomaba sus destellos”, escribió. Recordó más veces la afirmación del maestro de que los santos son en cada época los que rompen la desesperanza curando “el pequeño miedo” que atenaza a sus contemporáneos. Y, sin imaginar que la suya iba a durar poco, pensaba que una vida “rota” no es tal si ha dado testimonio, si no ha violado la ley que nadie puede violar: la dignidad de cada ser humano.

 

Fundador de “Esprit”

      Mounier no siguió el esperable itinerario universitario. En 1932, dejó de lado una carrera de profesor para dedicar sus energías a la fundación de una revista que incorporó firmas de autores que han quedado en la historia cultural del siglo. La revista se ofrecía con una voluntad de entendimiento que superaba estrecheces tanto ideológicas como confesionales, lo que no ahorró dificultades a su director, además de exigirle una trabajosa búsqueda de medios económicos en años de penuria como fueron los de su salida a la luz y los de su reedición tras la guerra. Esprit ofrecía espacio al diálogo sincero cuando apenas lo consentía la tensión entre izquierdas y derechas, enfrentadas política e ideológicamente. Consciente de vivir el final de época de la cristiandad, su creador prefirió sumar al proyecto a los que pudieran sintonizar de algún modo con el humanismo personalista y comunitario que propugnaba como ideario de base. Muchas de las páginas salieron a la luz gracias a la dedicación y escritura personal de su iniciador, que soñó con un instrumento que reuniera a muchos en el afán por una sociedad y un cristianismo renovados.

      Ciertamente el eco de estos planeamientos pudo ser recogido sólo en parte por su iniciador, ya que tuvo una vida corta en la que tampoco faltaron dificultades y decepciones aunque, como creyente, se acogía invariable - heroicamente, diríamos también - a la esperanza.

      Murió con sólo 45 años por el fallo de un corazón que se había desgastado en el denuedo de vivir, y de impulsar círculos y discusiones en torno a la revista, que siguió siendo durante años, un despertador de conciencias por el conjunto de valores que representaba.

 

La persona en el centro

      Sus páginas, muchas veces escritas en el tracateo de viajes constantes, y desde luego el conocido Manifiesto a favor del personalismo, representan una comprensión de la persona intrínsecamente vinculada a la de comunidad. Un personalismo que desborda tanto el individualismo como el colectivismo, que ha entrado a contar en la historia del pensamiento y, desde luego, en la ética y la acción política.

      A través de los ensayos y notas, en su mayor parte publicados en Esprit, se puede seguir su preocupación por una Europa necesitada de aliento para superar el trauma de la guerra que arruinó a toda una generación. Y se puede percibir cómo vivió la urgencia de decidir y actuar en situaciones nada fáciles, en momentos en que ni el comunismo igualador ni el individualismo burgués salvaban el modo de pensar que venía propugnando. Basta releer su “definición” y tratamiento del término persona para advertir la conmoción y el respeto con que se situaba ante la realidad de cada ser humano, singular e inagotable.

      Según esta visión, el ser personal se desborda y trasciende en un existir que es amar y la vida es experiencia de comunión. El actuar de cada uno, siempre original, se eleva y transforma al entrar en comunión con otros. Toda vida humana es única y valiosa y, aunque marcada por el fracaso o el dolor, acrecienta la humanidad con su peso impagable y silencioso.

      Quienes lo conocieron personalmente aseguran que respiraba “el olor a suelo” en su tarea de escritor, de hombre arraigado en una tierra y entre unas gentes concretas, de intelectual comprometido con los problemas acuciantes de su tiempo. Sin dejar de valorar la paciencia que no anestesia, mostraba una cercanía familiar y una confianza cristiana que, decía, “vive de desesperanza en desesperanza”. Como su admirado Péguy, guardó para con la realidad “una mirada inventada para otra luz” y, a pesar de bastantes pesares en forma de incomprensiones, de escasez de medios, encarcelamiento y censuras, pudo sostener que “lo contrario del pesimismo no es el optimismo. Es una mezcla indescriptible de simplicidad, de piedad, de obstinación y de gracia”. Así entendía que los cristianos, después de tomar conciencia de las sacudidas del siglo que les desbordan, “deberían redescubrir, a tientas, la naturaleza paradójica del Reino, desarmado y triunfante, inasequible y arraigado. A tientas”.

      En suma, fue un testigo y un pensador de cuestiones de fondo que nos afectan como humanos. Pero en el espacio de este artículo nos detendremos tan sólo en algo que se puede entrever repasando su biografía y releyendo algunas de sus páginas: se trata de su atención y modo de hablar del dolor, del propio y del de los otros. De una mirada conmovida que ha quedado reflejada en textos breves, en los escritos más personales y, desde luego, en su correspondencia, recogida en parte en las Cartas desde el dolor.

 

 

 

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