miércoles, 27 de enero de 2021

Los laicos, presidentes excepcionales de la eucaristía y de la comunidad (I parte)

Jesús Martínez Gordo.

Facultad de teología de Vitoria – Gasteiz

 

Estos últimos tiempos, presididos por la pandemia del coro­navirus, he podido leer diversas propuestas referidas a superar el “ayuno eucarístico” al que, por fuerza mayor, nos vemos llevados de diferentes maneras. Leyendo tales aportacio­nes he recordado cómo fue Hans Küng el primero que afrontó, en el tiempo inmediatamente posterior a la finalización del concilio Vaticano II, la posibilidad de articular el actual modelo de presi­dencia de la eucaristía –y, por ello, de la comunidad cristiana–, con otro, que, referido a circunstancias extraordinarias, pasara por un laicado asumiendo dicha presidencia de la eucaristía y de la comunidad (“La Iglesia”, Barcelona, 1968, 461-525)[1].

 


Creo que no está de más asomarse a esta propuesta, y al debate que provocó, ya que puede ayudarnos a centrar la aten­ción en los puntos capitales que, entonces aflorados, reaparecen hoy, en medio de esta dramática situación.

Invito, a quien se adentre en la lectura de este texto, a recor­dar conmigo las razones por las que esta iniciativa fue muy criti­cada desde el punto de vista escriturístico, aceptada desde el punto de vista dogmático por teólogos relevantes (cierto que con cautelas), sien­do, finalmente, condenada por el magis­terio eclesial. Pero, sobre todo, le invito a no olvidar el camino (corresponsable y sinodal) que hay que seguir promoviendo para, sin salirse de su cauce, debatir qué puntos el tiempo se ha encargado de dejar en la cuneta y cuáles están rebro­tando con particular fuerza, pidiendo ser reconsiderados.

 

Una propuesta revolucionaria

Según el teólogo suizo, que los laicos presidieran la eucaristía era una posibili­dad que –habiendo sido real en las comu­nidades paulinas o helénicas de primera hora– estaba llamada a ser recuperada, siempre que se dieran –y se respetaran– determinadas condiciones. Obviamente, la existencia –y posible recuperación de esta praxis– tendría que llevar a reconsi­derar la vigente teología sobre los sacra­mentos del orden y de la eucaristía, des­medidamente deudora de lo aprobado en el concilio de Trento o, por lo menos, a enriquecerla y completarla.

Con la formulación de esta propuesta se abrió un debate que presentó una doble vertiente, escriturística y dogmática. Escriturística, en primer lugar, porque se discutió si, efectivamente, era una posibili­dad que se había dado en los primeros tiempos de la Iglesia, sobre todo, en las comunidades paulinas de primera hora. Y dogmática, porque hubo teólogos que evaluaron la consistencia universal de la teología sobre el ministerio ordenado y la eucaristía, aprobada en Trento, y su capa­cidad para afrontar adecuadamente las urgencias de la comunidad cristiana en nuestros días. Su dictamen no dejó lugar a dudas: estuvieron de acuerdo en que era procedente tomar en consideración la propuesta de H. Küng, aunque no la compar­tieran; y, menos, en todos sus extremos.

 

La fundamentación escriturística

El nudo gordiano de su aportación descansaba en la existencia –al parecer, incontestable– de dos maneras de orga­nizarse de la primera Iglesia: la helénica, de la gentilidad o paulina de primera hora y la palestinense o judeocristiana.

Las comunidades paulinas de prime­ra hora habrían estado cimentadas –al decir de H. Küng– en “el carisma del Espíritu”. Tal fundamento explicaría, en primer lugar, que la autoridad hubiera sido concebida y vivida como obediencia de todos a Dios, a Cristo y al Espíritu que se visualiza en la mutua y libre subordinación, es decir, en el libre servicio de todos a todos y en la libre obediencia al carisma propio y del otro, que es distinto en cada caso. No habría habido, por tanto, un acatamiento unilateral, sino condicional: mediado por el respeto al carisma que el Espíritu había entregado a cada uno de los miembros para el bien de todos.

Así entendida, la autoridad no des­cansaría ni en el poder de la comunidad o del apóstol ni en la propia decisión personal, sino, sobre todo, en la obe­diencia al servicio que objetivamente prestan los diferentes miembros: “lo que da autoridad en una comunidad no es un estado determinado, ni una tradición especial, ni la edad avanzada, ni la larga pertenencia a la Iglesia, ni una transmi­sión del Espíritu, sino el servicio mismo ejecutado por obra del Espíritu”. Se trata­ría, obviamente, de un servicio que –más tarde o más temprano– habría de ser reconocido como carisma del Espíritu por la comunidad cristiana.

Además, la centralidad del Espíritu con sus carismas explicaría, en segundo lugar, que en estas primeras comunida­des paulinas no hubiera existido un episcopado monárquico ni un presbiterado ni ordenación alguna, es decir, que no hubiera habido una estructura jerárquica. Sí habría existido una autoridad, propia y exclusiva del Apóstol, que habría coexis­tido con la autoridad propia de los caris­mas que reciben los bautizados. Todos los cristianos tendrían un compromiso específico, en conformidad con su carisma, “pero ninguno (fuera del Apóstol) la exclusiva responsabilidad por todos”.

Era sumamente importante recordar que la ausencia de un episcopado monár­quico, del presbiterado y de una ordena­ción –apuntó H. Küng– no nos permitiría sostener que estas comunidades fueran incompletas, inacabadas o provisionales. Ni mucho menos. Pablo estaba convenci­do de que, al encontrarse llenas del Espíritu y de sus dones, poseían todo lo que necesitaban.

Finalmente, señaló H. Küng, estas comunidades paulinas de primera hora habrían cedido el paso a otras organiza­das en torno a los “episcopos” y los “diá­conos”, tal y como se puede apreciar en Flp. 1,1: “De Pablo y Timoteo, siervos del Mesías, Jesús, a todos los consagrados al Mesías Jesús que residen en Filipos, incluidos sus obispos y diáconos”.

Las comunidades palestinenses, a diferencia de las paulinas, habrían estado estructuradas jerárquica y ministerial­mente. Los “presbíteros” y los “epísco­pos” habrían desempeñado tareas y fun­ciones exclusivamente reservadas a ellos y habrían tenido un papel muy relevante que no descansaría en el poder de la comunidad, sino en la autoridad que los apóstoles habían recibido de Jesús.

Pues bien, concluyó H. Küng su argu­mentación escriturística, “ninguna de las dos formas fundamentales de la primitiva constitución cristiana puede ser tenida por forma originaria, sino que ambas, por lo menos por sustitución, se dieron juntas desde el principio”. Tal constatación no impediría reconocer la compenetración mutua o, por lo menos, su articulación, algo que se visualizaría en una parcial mezcolanza de los títulos de “episcopos” y “presbíteros”, dada la semejanza de funciones. Ni tampoco impediría recono­cer que el modelo palestinense de comu­nidad acabara integrando al paulino en la generación inmediatamente posterior a la desaparición del Apóstol de los gentiles.

Por tanto, la investigación histórica y exegética llevaría a sostener la existencia simultánea de las comunidades paulinas de primera hora (carismáticas) con las judeocristianas o institucionalizadas.

 

La necesidad de una revisión dogmática

Esta diferenciada manera de organi­zarse sería sumamente importante –sos­tuvo H. Küng– porque permitiría perca­tarse de lo “espantosamente grande” que es la distancia entre la Iglesia actual y “la constitución primigenia”. Y es esa percepción la que tendría que llevar a la Iglesia de nuestros días a preguntarse por la fidelidad de su actual forma organizativa a la de los orígenes, por más que ande sobrada de argumentos con los que justificar su actual estructuración. Sin embargo, tales explicaciones no podrían ocultar la incómoda historia en la que se sostiene ni el rubor que brota cuando se la contrasta con la riqueza y pluralidad de los primeros tiempos.

Habría, concretamente, cuatro cues­tiones que tendrían que ser reconsidera­das a la luz de dicha pluralidad: qué se entiende por ordenación; cómo ha de ser la articulación entre el ministerio y el carisma; cuál es el núcleo de la sucesión apostólica y qué relación existe entre el sacerdocio bautismal y el ministerial. El afrontamiento de estas cuestiones –que H. Küng fue desgranando en su aporta­ción– ayudaría a comprender el sentido de que los laicos pudieran presidir la eucaristía y la comunidad en circunstan­cias excepcionales. Imposible detenerse –y menos, de manera minuciosa– en estos apartados que quedan para poste­riores ocasiones.



[1] Quien esté interesado en los pormenores de esta aportación puede consultar: J. MARTÍNEZ GORDO, “El laico, presidente de la eucaristía y de la comunidad”: en SURGE Vol. 72 N.º 685-686 (2015) 657-709.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Identifícate con tu e-mail para poder moderar los comentarios.
Eskerrik asko.