Aldo María valli realiza una entrevista exclusiva con el profesor Stanisław
Grygiel, filósofo polaco, gran amigo de san Juan Pablo II y hasta hace poco,
antes de su despido, docente en el Pontificio Instituto teológico fundado
precisamente por el papa Wojtyła.
Una entrevista muy amplia, en la que el profesor Grygiel habla del caso que
le ha visto implicado, pero sobre todo, explica cuál es, en su opinión, la
naturaleza de la crisis actual de la Iglesia y pronuncia palabras muy claras:
«La Iglesia actual necesita un Moisés que, llevado por la ira del Dios
misericordioso, con el que habla en la montaña, incendie todo los becerros de
oro en cuya adoración el pueblo, con el permiso de muchos pastores, busca la
felicidad».
***
Profesor Grygiel, usted, a propósito de la teología actualmente dominante,
ha hablado de «pragmatismo teológico». ¿Qué quiere usted decir con esta
expresión y cuáles son los objetivos de dicho pragmatismo?
El principio marxista en la manera de pensar es: la praxis precede
al y decide sobre el logos, es decir, la verdad. Así ha dado un vuelco
no sólo a la vida intelectual del mundo occidental, sino también a la vida de
la Iglesia católica. Recuerdo los años 1966-1967, en los que viví en la
Universidad Católica de Leuven, en Bélgica, y muchas lecciones de teología y
filosofía que seguían este principio. El resultado fue una teología pragmática
y una pastoral igualmente pragmática, que no parte de la Persona de Cristo,
sino de la descripción sociológica de los distintos comportamientos humanos. Si
la mayoría se divorcia, entonces… Muchos teólogos y, sobre todo, muchos
pastores en la Iglesia católica se olvidan de hablar con el Hijo del Dios vivo.
Les falta la fe en el sentido de la confianza en la Persona de Cristo y, en
consecuencia, la fe en el hombre.
La Unión Soviética, al no ser capaz de conquistar Europa occidental con
medios militares, intentó penetrar la mentalidad de los intelectuales, para
someterla a las órdenes de los señores de este mundo. Lo consiguió a la
perfección, como vemos hoy en día, mientras vivimos las desastrosas
consecuencias de esa astuta acción de los agentes comunistas y de sus «idiotas
útiles» occidentales.
Sabemos que usted ha sido despedido, junto con otros docentes, del
Instituto Juan Pablo II sobre el Matrimonio y la Familia. Más allá de su caso
particular, ¿qué nos enseña este caso? ¿Por qué esta revolución?
No puedo esconder mi dolor, provocado por el hecho de que el Instituto
fundado por san Juan Pablo II haya sido abolido hace dos años. El despido de
los profesores representa un acto coherente con esta decisión, por eso no me
sorprende. Lamento sólo la confusión a la que han sido arrastrados los
estudiantes, y en la que se sienten perdidos. Alguien deberá rendir cuentas un
día. San Juan Pablo II preparó con fervor y pasión a los primeros profesores
para esta gran misión. Unos meses antes de la fundación del Instituto nos
invitó a su apartamento para meditar juntos sobre la situación en la que se
encontraba no sólo la Iglesia, sino también el mundo. Quiso crear un Instituto
en el que la teología surgiera de la experiencia moral de la persona humana y
de la Palabra Divina en la que la verdad del hombre ha sido plenamente
revelada. No hay que maravillarse, entonces, que en esa época meditáramos
rezando, y rezáramos meditando. Ante Dios y ante el hombre que arde por Él,
como ardía la zarza en la montaña en el país de Moria, hay que arrodillarse. En
caso contrario, no se comprenderán «el universo y la historia» (cf. Redemptor
hominis, n. 1).
Confieso que no llego a comprender por qué razón quienes han ejecutado la
decisión papal de abolir el Instituto fundado por san Juan Pablo II hablan de
profundización, expansión y ampliación de la enseñanza de Juan Pablo II. No se
renueva la casa destruyéndola, incluidos sus fundamentos. Sería mejor hablar
clara y francamente según el mandamiento del Evangelio: «Que vuestro hablar sea
sí, sí, no, no. Lo que pasa de ahí viene del Maligno» (Mt 5, 37).
Usted me pregunta: ¿por qué esta revolución? Las razones y los motivos tal
vez las revelen los historiadores. Dios, en cambio, los juzgará. Toda
revolución parte de cero y llega al punto del que parte. Siempre y por doquier,
el revolucionario acaba como empieza: tal es el principio, tal es el fin. Yo
veo la situación que se ha creado hoy como un momento de conflicto en marcha
entre las dos visiones del hombre. Karol Wojtyła parte de la Palabra de Dios y
de la experiencia moral de la persona humana. Por consiguiente, para él son
«categorías» fundamentales la verdad que surge del acto de la creación y la
mentira que el hombre comete cuando «crea» sus propias verdades. Precisamente
por esto la experiencia de la persona humana tiene carácter moral, es decir,
consiste en vivir las acciones como buenas o como malas. El «pragmatismo» es
una negación total del «centro del universo y de la historia», es decir, del
Hijo del Dios vivo.
La Iglesia católica está viviendo un periodo de confusión, marcado por
profundas divisiones. ¿Cómo juzga usted la situación?
La Iglesia católica, abriéndose al mundo, se ha encontrado en la situación
que atraviesa el mundo posmoderno, marcado por el «pragmatismo». La teología y
la filosofía posmodernas se reducen al juego de opiniones (predicados) y ya no
miran al hombre como la magna quaestio de san Agustín. La pregunta sobre
el sentido de la vida desaparece y su lugar es ocupado por la pregunta sobre la
felicidad horizontalmente entendida.
La Iglesia actual necesita un Moisés que, llevado por la ira del Dios
misericordioso, con el que habla en la montaña, incendie todo los becerros de
oro en cuya adoración el pueblo, con el permiso de muchos pastores, busca la
felicidad. El nuevo Moisés provocará en las mentes y en los corazones la verdad
del amor grabada en las Tablas y por muchos olvidada. La economía de la salvación
puede vivir en el caos sólo hasta cierto punto. La ira misericordiosa de Dios
tomará la palabra.
A la luz de lo que está sucediendo en el Instituto Juan Pablo II, muchos
tienen la impresión de que el magisterio del papa Wojtyła, sobre todo en lo que
atañe a las cuestiones de moral familiar, ha quedado arrinconado en la
buhardilla, donde se ponen las cosas que ya no sirven. ¿Comparte este juicio?
No lo comparto, aunque humanamente podría parecer así. La Iglesia vive de
la fe del pueblo, de la que cada Pedro es custodio. Los teólogos pueden
ayudarle o no a comprender esta fe, pero él es el garante de la fidelidad de la
Iglesia a la Palabra del Hijo del Dios vivo. Los teólogos pueden interrumpir la
Tradición e intentar hacerlo todo desde el inicio. Alejados del Principio en el
que se basa el Evangelio, pueden inventar nuevas interpretaciones del propio
Evangelio para que sea aceptable para el mundo posmoderno. Sin embargo, antes o
después, el corazón del hombre orientado al Amor que es Dios se despertará, y
gritará que ya no puede vivir lejos de la casa del Padre.
La sabiduría que procede de Dios permanece para siempre. La estupidez que
procede del hombre pasa, dejando que el hombre dependa no de la verdad, sino de
los vientos. Una tarde, el santo padre Juan Pablo II me puso entre las manos la
carta que le había escrito un teólogo moralista muy conocido en el mundo. Este
teólogo le pedía al papa que cambiara la ética de la vida matrimonial, en caso
contrario, según este teólogo, la Iglesia perdería fieles. «¿Qué piensas de
esto?», me preguntó el papa. Le respondí, tal vez demasiado bruscamente: «Ha
escrito una estupidez». El papa me miró y al cabo de unos instantes me dijo:
«Es verdad, pero ¿quién se lo dice?»
Es una opinión bastante difundida que Amoris laetitia representa una
alejamiento verdadero de la enseñanza precedente. El profesor Seifert ha
hablado incluso de una «bomba atómica» que corre el riesgo de destruir todo el
edificio moral católico. ¿Cuál es su opinión a este respecto?
Al no ser teólogo, no quiero dar un juicio. Soy un simple creyente y como
tal puedo y debo confesar que me siento identificado con este texto sólo
parcialmente. Mi experiencia del amor es más evangélica que sociológica y
psicológica. El que desea conocer la naturaleza humana, es decir, su ser
orientado a Dios, debe contemplar a los santos y, sobre todo, al Hijo del Dios
vivo, convertido en hombre en el seno de la Virgen Madre, María. Describir los
trastornos matrimoniales y sexuales no es cumplir el mandamiento que dice «Id al
mundo y predicad el Evangelio».
En estos días me vienen a la mente a menudo las palabras de Cristo, según
las cuales «cualquiera» que abandone a su esposa y tome otra mujer comete
adulterio (cf. Jn 2, 25). Él lo dice de cada hombre, sin excepción. Lo dice
porque sabe qué hay dentro del hombre. Si es verdad que hoy en algunos casos no
es adulterio, como algunos doctos teólogos afirman, significa que Cristo no
sabe qué hay dentro del hombre. Por lo tanto, no es Dios. «Pero, cuando venga
el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18, 8).
Este documento, si fuera más breve, sería más expresivo y tal vez más claro
y adecuado a las palabras del Evangelio: «Sì, sì – no, no». En cambio, una nota
a pie de página ofusca todo su contenido.
Si tuviera que hablar de Juan Pablo II a un joven de hoy, ¿cómo
presentaría, en pocas palabras, al papa santo?
Juan Pablo II le diría a un joven de hoy las mismas palabras que dijo al
pueblo en la plaza de San Pedro el día de su entronización: «¡No tengáis
miedo!». Le llevaría al acto de la creación y al acto del Juicio Final, porque
sólo a la luz del Principio y del Fin el hombre puede entrever la verdad a la
que está orientado. Contemplaría junto al joven de hoy la belleza del Amor que
es Dios e intentaría despertar en él el amor, para que este joven pueda ponerse
en manos de Dios. Creo que la experiencia de la belleza de la persona humana,
de la belleza de su amor, indica el camino que puede llevar a un joven de hoy a
Dios. Tal vez por esto el maligno intenta golpear mortalmente el amor humano y
a todos aquellos que, atraídos por él, con valentía, sin miedo, revelan su
verdad. El maligno espera (es su única esperanza) destruir el fundamento del
matrimonio y de la familia y, a fin de cuentas, también el de la Iglesia,
atacando al amor divino-humano. La carta de sor Lucía al cardenal Carlo
Caffarra habla de esto de manera clara y contundente.
Profesor, ¿tiene futuro la familia cristiana, fundada en el matrimonio?
Cada hombre, cada matrimonio, cada familia tiene ante sí un futuro a
condición de que confíen en la verdad. «La verdad os hará libres», dijo Cristo.
La libertad, que es el resultado de confiar en la verdad, representa el futuro
hacia el que anhela el corazón humano. No hay que defender la verdad. Esta se
defiende sola. Los que se confían en los juegos y los cálculos humanos perderán
todo, aunque primero parezca que han ganado todo. Los hombres que confían en la
verdad no buscan los éxitos de este mundo. Buscan la victoria eterna. Por ello,
ya desde hoy participan en ella. La persona humana puede ser eliminada, la
comunión en la que vive puede ser a veces destruida, pero la verdad nunca será
vencida, porque es invencible.
Publicado por
Aldo Maria Valli en su blog Duc
in altum.
Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana.
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