lunes, 3 de octubre de 2016

¿Es posible la comunion con los fundamentalistas?



Adaptado del artículo “Fundamentalismo y comunión” de Juan Mª Laboa
sobre la “religión mal vivida” en Sal Terrae enero 2016






En el tratamiento de este tema, conviene tener en cuenta que la to­lerancia, el pluralismo, la convergencia de concepciones y, por otra par­te, la intolerancia y el fundamentalismo tienen que ver con la doctrina, pero también, y a veces de manera determinante, con la cultura, la psi­cología y el talante de los individuos y de la sociedad civil del momento. Por otra parte, en el catolicismo no siempre coinciden armoniosamente la necesaria y permanente adaptación entre una legislación con preten­sión de universalidad y la obligada asimilación de las condiciones y rea­lidades locales. La permanente tensión existente entre el centro romano y las periferias nacionales responde también a esta realidad.


Para precisar el concepto [fundamentalismo] en su significación actual, y en contraste con el integrismo, podríamos partir de la consideración del fundamentalismo cristiano como «la insistencia, por motivos religiosos o políticos, en la existencia de un punto de vista de la verdad absoluto»; y, asociado, a esta actitud, «un rechazo de ciertos principios importantes del mundo mo­derno, como la tolerancia, el pluralismo, la secularización y el relativis­mo», por temor a que estos derechos disminuyan la autoridad y la ac­tuación de Dios y de la Iglesia en la sociedad, tal como escribió Pío VI en la bula de condena de los derechos del hombre y del ciudadano: «Pero ¿qué podía haber más insensato que el establecimiento entre los hombres de esta igualdad y esta libertad desenfrenada que parece borrar toda ra­zón? ¿No es la libertad de pensar y actuar un derecho quimérico contra­rio a los derechos del Creador supremo, a quien debemos la existencia y todo cuanto poseemos?»



Como es bien conocido, los siglos XIX y XX han constituido una época de profundos cambios y transformaciones en la sociedad europea. El progreso ha supuesto, a menudo, el abandono de antiguas costumbres, métodos, ideas y prejuicios. Para el mundo cristiano todo esto abarcaba y comprendía la palabra «novedades». Toda novedad parecía contener, de hecho, una profunda carga negativa. La novedad no era buena para la Iglesia y se enfrentaba directamente a la tradición. Los cultivadores de las novedades resultaban siempre peligrosos y cercanos a la herejía, si es que no habían caído ya en ella. La Tradición comenzó a significar tam­bién lo antiguo, la rutina, lo repetido, lo conocido... Se convirtió en una trampa. Ya no era «el sábado para el hombre, sino el hombre para el sábado», sin darse cuenta de que la tradición representaba, a menudo, cos­tumbres, hábitos, interpretaciones teológicas y reglas recientes que no eran aceptables para el hombre contemporáneo ni imprescindibles para la vida evangélica. En efecto, en el largo conflicto de mentalidades y de ideas que ha dividido a los católicos a lo largo de los dos últimos siglos, los motivos determinantes no siempre han sido elementos doctrinales y dogmáticos, sino más bien culturales y psicológicos, de orgullo, pereza mental y oportunismo.


Tal vez no resulte fácil mantener al mismo tiempo la unidad y un es­píritu amplio, dialogante y tolerante. Tal vez resulte complicado mante­ner a la vez la ortodoxia y la libertad de pensamiento, aunque, obvia­mente, es posible y necesario. En cualquier caso, para los integristas la única manera posible y aceptable de convivir en la Iglesia consiste en ac­tuar rígidamente según una única pauta determinada: la suya. Las cir­cunstancias concretas en que se encuentra la persona no tienen ninguna importancia.
La actitud integrista busca y espera encontrar en la Iglesia un siste­ma cerrado, completo, uniforme, que lo abarque todo, en el que encuentre con sencillez la respuesta adecuada y definitiva a todos los pro­blemas de la sociedad. No cabe duda de que para algunos la presencia de diversas posibles interpretaciones puede desconcertar y desorientar. No es eso lo que esperan de la Iglesia, sino seguridad, respuestas, conviccio­nes definitivas. De ahí su rechazo furibundo de diversas escuelas teoló­gicas, de los cambios en la liturgia, del cambio del latín por las lenguas modernas.

Esta postura pasiva pero agresiva, bastante común en el cristianismo contemporáneo, resulta destructiva para la convivencia y la comunión eclesial. El enemigo es el cercano; el creyente que no se identifica com­pletamente; el que, formando parte de la misma comunidad, demuestra una cierta autonomía y mantiene un talante diverso, un punto de vista diferente, y defiende con desparpajo explicaciones teológicas no coinci­dentes con las tradicionales o las romanas.


Naturalmente, no es posible llegar a esta situación de comunión in­traeclesial si predomina el fundamentalismo, sus métodos, sus miedos y sus sospechas. El reto más importante en la Iglesia actual es el de supe­rar el reino de la sospecha. Durante estos dos siglos y, sobre todo, en los últimos años se ha instalado en el ámbito eclesial la óptica de situación, la sospecha de que quienes piensan o sienten de otra manera resultan de­letéreos para la comunidad creyente y para la evangelización. Los «otros» son considerados herejes infiltrados, movidos por extrañas intenciones, o bien personas ignorantes o ávidas de poder que buscan tan solo la im­posición de sus ideas. No es posible un pluralismo convergente en el pla­neta de la sospecha; no es posible una comunión eclesial allí donde la desconfianza camina en todas direcciones. Otro tanto se debe afirmar de las causas de nombramientos o exclusiones. Conviene recordar las pala­bras de Newman: «Exigen una Iglesia dentro de la Iglesia... convirtien­do en dogma sus puntos de vista particulares. Yo no me defiendo contra sus opiniones, sino contra lo que se debe llamar su “espíritu cismático”».
Y, junto a la sospecha, el miedo. Aunque se trate de una moneda co­rriente en los ámbitos del poder político o económico, si el miedo se ins­tala en la Iglesia, se resquebraja la esencia de esta. Además, allí donde se instala el miedo crecen la prepotencia y la tiranía, tal como nos enseña la historia.

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