lunes, 30 de diciembre de 2013

Dios murió en Stalingrado

Roger Scruton en su último libro: “El cristianismo es el progreso más grande de la historia”

Giulio Meotti

“Los actuales debates sobre la religión tienen su origen, por un lado, en la confrontación entre cristianismo y ciencia y, por otro, en los ataques del 11 de septiembre”. The Soul of the World” (“El alma del mundo”) es el manifiesto contra el neo-ateísmo de Roger Scruton, profesor en Saint Andrews University, cuna de la realeza británica, presentado por el “Wall Street Journal” como “el filósofo más famoso de Inglaterra”, fundador de “Salisbury Review” (la revista más prestigiosa del conservadurismo inglés) y autor de treinta libros, entre los que se encuentra “The Meaning of Conservatism” (la biblia de la revolución Thatcher). Publicado por Ediciones Princeton, el libro de Scruton formula una tesis explosiva y apologética, insólita en las publicaciones filosóficas contemporánea s:el cristianismo es superior a cualquier otra religión, porque, por primera vez en la historia de la humanidad, no se ha fundado en los sacrificios de otros seres humanos,
sino en el autosacrificio.

Scruton manifiesta haber sentido la necesidad de analizar el fenómeno religioso, desde los Evangelios hasta Feuerbach, a partir del hecho de que “nuestra situación actual no tiene precedentes en la historia del mundo. Las sociedades occidentales están organizadas por instituciones y leyes laicas, por comportamientos y costumbres laicas, no habiendo, o casi, referencia alguna a lo transcendente, ya sea como fundamento de la autoridad temporal, ya sea como instancia última de apelación en nuestras controversias. Esta situación no es en sí misma nueva: así lo fue también en el siglo XIX cuando coexistieron una fe ampliamente sentida por la gente y un respetuoso escepticismo por parte de las elites. Lo que es, en cambio, nuevo es el difuso repudio de lo sagrado, la expulsión de lo divino de la vida de la ciudad, del cuerpo, de las emociones y de la mente. Se ridiculizan relaciones sacramentales como el matrimonio (reestructurado bajo la forma de un contrato), las costumbres y las ceremonias religiosas ya no tienen su sitio en la existencia contemporánea y, juntamente con lo sagrado, se desvanecen las virtudes de la inocencia, del respeto y de la vergüenza”.

La voluntad de sacrificio está arraigada en la profundidad de cada ser humano, escribe Scruton. “Pero la gran diferencia está entre las religiones que piden el sacrificio de sí mismo y las religiones que (como la de los aztecas) exigen el sacrificio de los demás. Si existe lo que puede ser llamado progreso en la historia religiosa de la humanidad, esto es algo fundado en la pretensión moral del cristianismo de desplazar el sacrificio de los otros por el de sí mismo. El cristianismo ha invertido el sentido y la razón de ser del sacrificio ya que, a partir de su irrupción en la historia, ha pasado a ser el sacrificio de sí mismo por los demás y no el sacrificio de los demás en beneficio de uno mismo. Cuando se valoran las religiones somos muy sensibles a evaluar si los sacrificios que piden son para beneficio de los demás o de sí mismo, algo, esto último, que ha irrumpido en nuestra conciencia con particular fuerza por las acciones de los llamados ‘mártires’ islamistas”

Scruton escribe en su libro que el islam no es una explicación del mundo, de su creación y de su sentido. “El islam tiene su origen en una necesidad de sacrificio y obediencia. No hay duda de que los islamistas se han apropiado de muchas creencias metafísicas, entre las que se encuentra la convicción de que el mundo ha sido creado por Alá. Pero también creen haber sido llamados a sacrificarse en nombre de Alá, y que sus vidas habrán adquirido sentido cuando hayan sido sacrificadas por amor de Alá. El islamismo es, por tanto, un grito desesperado, dirigido a Dios, para que se revele; es la esperanza de alcanzar la plenitud, ocasionando un número increíble de muertos”

Scruton recurre a Jean-Jacques Rousseau para explicar la ideología contemporánea: “Rousseau defendió la existencia de un Dios que no está en el mundo, porque lo desalojó de él. Sus huellas terrenas se encuentran, como mucho, en un pasado tan lejano que ahora son inapreciables e imperceptibles. Esto explica el celo extraordinario con que los seguidores de Rousseau han re-emprendido su revolución. La suya fue una guerra santa, una guerra contra la superstición en el nombre de Dios. Pero Dios, en realidad, no era otra cosa que un nombre. El “Ser supremo” de Robespierre, la divinidad abstracta de Voltaire, son términos que no sirven para nombrar a Dios, sino el agujero en forma de Dios que necesita ser llenado con sacrificios humanos”.

Según Scruton, la misma moderna bioética es una forma de sacrificio humano porque, “ocupada en el mantenimiento de los vivos a costa de los muertos y de los no nacidos, es una especie de ‘hybris” en la que sólo cuenta el orgullo desmesurado. Los científicos están intentando desvelar el secreto de la creación, con la intención de controlarla y someterla. Este proyecto, saludado por personas previsoras como la victoria final sobre la enfermedad, el sufrimiento y la muerte misma, ya fue predicho y rechazado por Aldous Huxley en su novela ‘Brave New World’” (“Un mundo feliz”).

El mensaje de Huxley, explica Scruton, es incuestionablemente religioso: “Si los seres humanos lograran desvelar su propio código genético, predijo, usarían este conocimiento para superar las limitaciones de la naturaleza. Pero haciendo esto, se atarían a cadenas hechas por ellos mismos. Las limitaciones de la naturaleza son las que Dios ha creado. Son llamadas y reconocidas como razón, libertad, moralidad y elección.

Las cadenas humanas predichas por Huxley presentan una composición muy diferente: están hechas completamente con la carne y con los placeres de la carne. No existe sufrimiento en el ‘Brave New World’, ningún dolor, duda o terror. Tampoco hay felicidad. Es un mundo de placeres confiables del que han sido exiliadas toda esperanza y cualquier alegría. Los habitantes de Huxley son campeones producidos por los laboratorios, no nacen sino que son producidos, en conformidad con los requisitos fijados por un gobierno benigno y racional. No existe el éxito o el fracaso y todos disfrutan del mismo nivel de satisfacción gracias a un sistema de entretenimiento masivo.

Sólo una cosa podría destruir el equilibrio y esta cosa es la reproducción sexual, con su imprevisible resultado genético. Para evitar esto, las autoridades animan a la promiscuidad universal combinándola con la contracepción universal y con el suministro (esponsorizado por el Estado) de estupefacientes. Así se mantiene a cada ciudadano en un estado de aquiescente amabilidad. Es el paraíso de los utilitaristas, donde el placer ha sido optimizado y el dolor superado. Nosotros, instintivamente, rechazamos esta nueva forma de vida como monstruosa, inhumana”.

Según Scruton, también “el aborto en masa ha reintroducido los sacrificios humanos, pero es diferente del infanticidio con el que Moloch se saciaba de niños”. Es casi peor, dice Scruton: “Se elige el aborto para evitar que el rostro de la víctima no sea visto por quien toma la decisión”. La referencia de Scruton es al dios al que se le ofrecían los primogénitos para ser quemados vivos.

En el libro, Scruton critica la concepción evolucionística, “que no explica por ejemplo nuestro horror al incesto”, o que es incapaz de aportar explicaciones plausibles sobre el origen del lenguaje: “No sabemos cómo ha nacido. Pero sabemos que el lenguaje nos permite entender el mundo como ningún animal podría entenderlo. El lenguaje nos permite distinguir la verdad y la mentira, el pasado, el presente y el futuro, lo posible, lo real y lo necesario, etcétera”.

Y otro tanto con respecto al altruismo. “En todos los casos, el altruismo en las personas comporta un juicio: lo que es malo para el otro me impulsa a evitarlo o a atajarlo. Y la existencia de esta clase de pensamiento es, precisamente, lo que no se explica con la teoría que nos dice que el altruismo también es una estrategia dominante en el juego de la reproducción.

En las últimas dos décadas el darvinismo ha invadido el campo de las ciencias humanas de una manera que el mismo Darwin difícilmente habría podido prever. En las manos de sus divulgadores, estas ciencias invitan a creer que todas las peculiaridades de la condición humana tendrían el mismo origen en nuestro ‘make-up genético’ (constitución o huella genética) y que una ciencia completa del gen humano permitiría conocer nuestros pensamientos y los ideales más íntimos. Sin embargo, tiene razón Kant cuando sostiene que un ser racional tiene motivos para obedecer la ley moral y prescindir del progreso genético”.

¿Qué es lo que nos hace humanos?, se pregunta Scruton. “El hecho de que solo nosotros nos hacemos preguntas. Todos los animales tienen intereses, instintos y se reproducen. Pero solo nosotros rechazamos ser definidos por el mundo en el que vivimos.

En los monasterios, en las bibliotecas y en las cortes de la Europa medieval, las grandes preguntas eran permanentemente debatidas. Las personas eran llevadas a la hoguera por sus preguntas y otras surcaban tierras y mares para castigar a las personas por sus respuestas. En el Renacimiento y en la Ilustración a las grandes preguntas han sucedido a la muerte y a la destrucción, como se puede constatar en las guerras religiosas y en la Revolución francesa. El comunismo y el fascismo se han incubado en la filosofía, y ambos han llevado al homicidio en masa.  Nuestra naturaleza a cuestionar todo parece tener un coste enorme. ¿Tendríamos que renunciar a hacer preguntas? Creo que no. Sería como renunciar a ser plenamente humanos”. Esta insaciable sed de preguntar, indica, tiene un origen religioso.

Efectivamente, según Scruton, la religión es parte integrante de la estructura de la mente humana. “Es evidente, al menos para Durkheim, que la religión es un fenómeno social y que la búsqueda individual de Dios responde a una necesidad profunda de la especie. ¡Ante el espectáculo de las crueldades perpetradas en nombre de la fe, gritó Voltaire, ‘Ecrasez l’infâme!’ (“destruid al infame”). Legiones de pensadores ilustrados lo han seguido, declarando que la religión organizada es la enemiga del género humano, la fuerza que provoca y autoriza el homicidio. Sin embargo, la religión no es la causa de la violencia, sino su solución. Otro tanto se puede decir con la obsesión por la sexualidad: la religión no es su causa, sino el intento de solucionarla”.

También el laicismo, dice Scruton, tiene una naturaleza religiosa, sustitutiva del cristianismo: “Después de un período caracterizado por el cinismo y la duda, la segunda oleada de secularización ha dado vida a un extravagante simulacro de estructura mental religiosa. El nuevo asco que rebrota ante la herejía y el deseo de ortodoxia hacen pensar que la ideología laica esté intentando llenar en nuestros días la laguna dejada por la vieja forma de pertenencia social”. Scruton desmantela los intentos de caracterizar a la religión como irracional por parte del nuevo ateísmo: “La experiencia de lo sagrado no es un resto irracional de miedos ancestrales ni una forma de superstición que un día será arrojada a la calle por medio de la ciencia”.

Scruton sostiene que el rostro del hombre es el depositario de la condición humana: “El rostro humano presenta una cierta ambigüedad. Esto es algo que se puede ver de dos maneras: como mediación de la subjetividad que le habita o como una parte del cuerpo humano. La tensión se evidencia en el gesto del comer, como han sustentado León Kass y Raymond Tallis. A diferencia de los animales, no somos empujados por nuestras bocas hacia la comida. Llevamos la comida a la boca, manteniendo la postura erguida, lo que nos permite dialogar con nuestros vecinos”. Existe también la sonrisa. “Los animales no sonríen, en el mejor de los casos hacen una mueca. Ningún otro animal ríe”.

Solo el hombre siente vergüenza del propio cuerpo. “Hay una intuición importante en el libro del Génesis sobre el lugar de la vergüenza en nuestra comprensión del sexo. Adán y Eva han comido el fruto prohibido, y, al hacerlo, han alcanzado el ‘conocimiento del bien y el mal’. En otras palabras, la capacidad de inventar por sí mismos el código que gobierna su comportamiento. Se esconden, conscientes, primera vez, de sus cuerpos como objetos de vergüenza. Esta ‘vergüenza del cuerpo’ es una sensación extraordinaria que sólo un animal consciente podría tener”.


Finalmente, Scruton recupera los conceptos ya expuestos en su autobiografía cultural, “Gentle Regrets” (“Excusas apacibles”): “¿qué es lo que exactamente perdemos los europeos si la religión cristiana se aleja de nosotros? La inmensa mayoría del género humano no está capacitada para vivir privada de religión, sin perderse en el terrible nihilismo que ha barrido dos veces nuestro continente. El ateísmo ha encontrado su prueba definitiva en Stalingrado, el lugar en el que dos filosofías ateas lucharon entre sí con la intención de destruirse. Allí no hubo piedad y todo lo que era humano fue borrado de la faz de la tierra. Su único resultado final fue el nihilismo”.

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