jueves, 27 de enero de 2011

UNO DE LOS FONDOS...

Se comprende fácilmente que en una sociedad uniforme aceptemos cómodamente las diferencias de una alteridad elemental expresadas con palabras como ‘esa persona es distinta de mí’. Se las integra y gestiona sin problemas, porque la referencia sigue siendo siempre “mi yo”. Pero se niegan las alteridades de la segunda potencia, por decirlo de algún modo, porque en tal caso es el otro quien decide lo que él es, es el otro quien decide cuál es su diferencia respecto a mí. La alteridad, en este caso, se convierte en un punto sobre el que yo no puedo intervenir y que, por consiguiente, me obliga a no exigir que el otro se posicione por relación a mí; y me obliga a reconocer mis límites,  reconocer que yo no soy toda la humanidad, y por lo tanto a aceptar al otro como diferente a lo que yo pueda imaginar. En esto consiste la riqueza de las diversas culturas humanas. El otro manifiesta enfoques de la vida y la existencia que, seguro, hacen referencia a lo más elemental del ser humano: nacer, crecer, casarse, sufrir, morir, trabajar, etc. Manifiestan actividades comunes en la construcción de la humanidad.  Y cada cultura construye una relación con dichas actividades distinta, totalmente distinta de otra cultura. Mientras no se tome la alteridad desde este doblete, la reduciremos siempre a una relación de fuerzas. Yo me impongo al otro y quiero evitar que el otro se me imponga.
(Arzobispo Rouet)

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