Jesús Martínez
Gordo, en PPC
"Estuve divorciado y
me acogisteis"
Andrés Torres Queiruga
Hay libros que, si no existen, deben ser escritos. No
es tópico decir que tal es el
caso de este ensayo de Jesús Martínez Gordo. Lo
necesitábamos para hacer claridad sobre una situación extraña, extrañísima. Una
iglesia en claro trance de normalización y entrando en un elemental sentido de
realismo histórico, aparece agitada por choques inesperados y asombrada por el
ruido de gritos incomprensibles.
Cardenales serios y solemnes se
tiran al monte, en un desafío sin precedentes, impensable hace muy pocos años.
Ellos, que han callado durante tres décadas de restauración, proclamando casi
como norma suprema la obediencia al papa, con un estilo en el que, escala
abajo, participaron y ejercieron sin dejar opción a la réplica ni al disenso
más responsable, de repente asumen aires demócratas e incluso están dispuestos
a romper su propia regla. Lo hacen frente a un papa que, finalmente, aparece en
la iglesia y ante el mundo con sentido común, voluntad democrática y corazón
evangélico. Y se acuerdan ahora del diálogo, el debate y la participación, e
incluso amenazan con amonestarlo y, si fuese necesario, con deponerlo.
Tomo este gesto último,
incomprensiblemente histriónico, como signo y síntoma de una situación oscura,
de resistencias ratoniles alérgicas al movimiento y cerradas a la historia.
Ante la llamada a retomar el Concilio y dejarse llevar por el viento del
Espíritu, buscando una iglesia abierta a la misión y fiel al Evangelio,
persiste en muchos la nostalgia de las cebollas de Egipto: una iglesia
clausurada en sí misma y poniendo el código en el lugar del corazón para juzgar
al hermano con un moralismo tan cruel como obsoleto, oscureciendo así la luz
del Evangelio y taponando con legalismo el fluir infinitamente generoso de la
misericordia divina. El mundo -escribió alguien tan poco sospechoso en este
punto como Jean Paul Sartre- espera un Creador, un Dios digno de los anhelos
más íntimos del alma humana, e insisten y persisten en darle un gran Jefe, que
controle la libertad, ignore el sufrimiento y mate la alegría de vivir.
Espero que se me disculpe este
desahogo. De algún modo era indispensable para explicar por qué considero
necesario este libro. Ante todo, y acaso sobre todo, porque arroja una claridad
lúcida y una información precisa sobre la situación. De repente, datos que
aparecían dispersos y no conectados, personajes de los que sonaba el nombre
pero cuyas ideas no eran bien conocidas, aparecen en su lugar y contexto
precisos. Y todo comienza a tomar consistencia.
El libro se inicia con una
mirada al pasado reciente, es decir, al tiempo en que, de modo lento pero con
una coherencia inflexible, se fue cociendo el ambiente donde vino a insertarse
el pontificado del Papa Francisco. Desde la Humanae vitae y la crisis de la
moral, a través de la domesticación de los sínodos, hasta la renuncia de
Benedicto XVI, se formó un horizonte cuidadosamente cerrado a la renovación.
Uno de los apartados más lúcidos de este libro -"Orden, doctrina y
ley" (pág. 52-56)- presenta la estrategia, bien pensada y rígidamente
ejecutada, de la restauración postconciliar: 1) "promoviendo al episcopado
sacerdotes que aceptaran, sin dudas ni fisuras de ninguna clase, el
magisterio", reforzándolo con un juramento de "devota fidelidad"
a sus enseñanzas; junto a esto, "acabar arrinconando a los obispos más
abiertos y conciliares"; 2) "una revisión a fondo -lenta pero
inexorable- de la capacidad magisterial reconocida por Pablo VI a las
Conferencias episcopales"; 3) "dotar de consistencia magisterial a
las ‘verdades innegociables', desactivando la autoridad intelectual
"particularmente de los teólogos moralistas" y "de algunos
eclesiólogos".
Sobre este rígido tablero se
desarrolló la gran partida de la renovación... y de las resistencias:
"Puertas abiertas y vientos huracanados" (63-96), reza el expresivo
título del segundo capítulo. Por un lado, el nuevo estilo de Francisco:
"¿Quién soy yo para juzgar?" y la consulta abierta a la voz del
pueblo de Dios. Por otro, las reacciones: intento de vuelta atrás por el
cardenal Müller; respuestas positivas de los cardenales Maradiaga, Marx y Kasper;
y la primera sorpresa: se anuncia la tropa aguerrida de los cardenales más
rígidos, que, en un libro conjunto, se convierten en campeones de la ortodoxia
contra el Papa (autoridad antes intangible..., cuando pensaba como ellos). No
se pierda nadie, lector o lectora, el lúcido análisis a que el autor somete,
punto por punto, sus diversas argumentaciones (80-96).
Los capítulos siguientes, 3-4,
están dedicados a la historia agitada y compleja de los dos sínodos: el
extraordinario de 2014 y el ordinario de 2015. El nuevo estilo, tanto en el
funcionamiento verdaderamente sinodal -traduzcamos "democrático"-
como en el espíritu de humildad, amor y comprensión con que se planteó,
encendió el entusiasmo y provocó las resistencias. Los dos temas principales
-fundamentalmente: homosexuales y divorciados vueltos a casar civilmente-
dividieron el sínodo, que logró abrir horizontes, pero no pudo llegar a
resultados unívocos.
El Papa, que fomentó la libertad
y respetó las decisiones, abrió entonces un periodo de reflexión, como preparación
del Sínodo Ordinario de 2015. No es fácil agradecer de verdad la clarificación
que el autor ofrece en el capítulo 4, pues permite situar en su lugar preciso
los enrevesados y muchas veces confusos datos que ocuparon la atención y la
preocupación de los participantes y agitaron con viveza la atención pública.
Se formaron dos frentes
claramente antagónicos. La minoría renitente estaba compuesta por tres grupos:
el africano, el estadounidense (con algunos europeos) y la minoría europea (con
representación española), queda bien explicada en su ideología y en sus
estrategias, no siempre limpias. Frente a ella la mayoría sinodal, logró evitar
una guerra fratricida: buscando un consenso posible y dejando en un segundo
plano la discusión de la homosexualidad, se centró en los divorciados y se
esforzó en demostrar que la renovación no anula la verdadera continuidad de la
fe, sino que promueve su realización auténtica. El cardenal Schönborn,
acudiendo a las "simientes del Verbo" (las "razones
seminales" de la Patrística), tuvo un protagonismo cordial (no ajeno a
venir personalmente de padres y abuelos divorciados). Quedaba trabajado el
terreno para el Sínodo Ordinario.
El capítulo 5 -"El
equilibrio, inestable y abierto, de la misericordia" (163-192)- muestra el
resultado del mismo. Los cardenales de la minoría continúan en el monte y
lanzan otro libro (esta vez incluyendo el nombre del cardenal Rouco); pero el
efecto sorpresa había caducado y este libro "pasó con más pena que
gloria" (166). Contribuyeron a esa campaña "el curialista
homosexual" Charamsa (aunque este con intención distinta), la filtración
de una carta secreta dirigida al Papa (con trampas internas: de trece
cardenales firmantes en principio, quedó sólo media docena) y el burdo embuste
de una enfermedad mental del Papa. Por fin, la sensatez y la cordura, el
ejemplo papal y la llamada al amor evangélico marcaron el estilo sinodal:
acogida y no exclusión.
No se ha logrado la claridad
unívoca ni la magnanimidad deseada en el tema de la comunión de los
divorciados. Pero en el horizonte brillaba una nueva luz. A ella no fueron
ajenas "dos memorables intervenciones" de Francisco: "El papa no
está, por sí mismo, por encima de la Iglesia" y "La palabra ‘familia’
ya no suena igual que antes del Sínodo" (así las titula el autor). El
capítulo final, el 6 (193-211), está dedicado a la Exhortación postsinodal
Amoris laetitia, informando de su presentación pública, ya substraída al
control de la Curia, y de su verdadero y auténtico espíritu, decidido a la renovación
y abierto al futuro.
El ensayo acaba con un deseo:
"Dios guarde a Francisco muchos años. Tantos como necesarios sean para que
puedan dejar abiertas o, por lo menos, entornadas, muchas más puertas en la
Iglesia. Y no sólo las referidas a la pastoral familiar y a la moral
sexual".
Palabras justas de un libro
escrito con valentía, lucidez y claridad, precedido por un prólogo de Mons.
Bruno Forte, teólogo cordial y con importante participación en el sínodo.
Merecen ser atendidas y acaso meditadas con cuidado, tanto por los que,
impacientes, claman por medidas apresuradas que pondrían en peligro todo el
proceso, como por los que, renitentes, no acaban de ver que el río del Espíritu
no hace más que arrastrar chatarra moral y vieja impedimenta teológica, para
así poder fecundar de nuevo la tierra con el agua, antigua y siempre viva, del
Evangelio.
Y, permítaseme una observación
final, aunque pueda resultar algo críptica: léase atentamente este libro,
porque posiblemente -al menos así lo espero- no tardará mucho tiempo en ser
leído como el protocolo de discusiones obsoletas, sólo explicables por la
resistencia de unas mentalidades anacrónicas y moralizantes que todavía no han
caído en la cuenta de la autonomía (mejor, de la teonomía) de la moral ni del
carácter única y exclusivamente misericordioso de Dios.
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