No son caprichos los que mueven a la Iglesia de Osorno, sino graves acusaciones que afectan a la honra, la credibilidad y la confianza del obispo nominado... (Editorial R y L).
La
tradición de la Iglesia siempre ha concedido especial importancia a la
nominación de los obispos, por la gran repercusión que tiene el
testimonio de vida del pastor en la comunidad cristiana.
Desde los consejos de Pablo a Timoteo, papas, doctores y santos han atendido con particular celo esta ocupación, aportando criterios y normas que en el presente recoge el Código de Derecho Canónico.
Desde los consejos de Pablo a Timoteo, papas, doctores y santos han atendido con particular celo esta ocupación, aportando criterios y normas que en el presente recoge el Código de Derecho Canónico.
En
la historia de la Iglesia han habido situaciones delicadas que han
debido ser corregidas y remediadas por la instalación de obispos que no
fueron acogidos por la comunidad. En virtud de ello, en el siglo V, san
Celestino, advertía:
«Y
que nadie sea dado como obispo a quienes no le quieren o rechazan, no
sea que los ciudadanos acaben despreciando, o incluso odiando, a un
obispo no deseado, y se vuelvan menos religiosos de lo que conviene
porque no se les permitió tener al que querían.» San Celestino I, Papa.
Se
expresa así que, atendiendo al Bien Común de la Iglesia, el bien
superior es la fe de la comunidad cristiana, por sobre cualquier otro
interés.
La
historia vuelve a hacerse presente, esta vez en la diócesis de Osorno,
ante la nominación de un obispo rechazado por una comunidad cristiana
madura y organizada, representada por fieles, sacerdotes, diáconos,
religiosos y religiosas.
No
son caprichos los que mueven a la Iglesia de Osorno, sino graves
acusaciones que afectan a la honra, la credibilidad y la confianza del
obispo nominado, quien ha sido señalado como uno de los más cercanos
colaboradores y encubridores de Fernando Karadima, en el deleznable
delito del abuso de menores. Son las víctimas quienes lo identifican
como uno de los principales protectores de tal delincuente.
La
Iglesia de Osorno ha sorprendido por la fuerza moral manifestada en la
defensa de un derecho esencial, cual es el cuidado de la fe y la
religiosidad de todo el pueblo. Dicha fuerza radica en el buen recuerdo y
en el gran ejemplo de su primer obispo, el siervo de Dios, Francisco
Valdés Subercaseaux. Precisamente, las huellas de santidad de aquel
querido pastor, que testimonió un amor radical a los pobres, se vuelven
con escándalo contra la imposición de un obispo no deseado, que
contradice el anhelo legítimo de la comunidad de tener a un buen pastor.
Don
Juan Barros tiene derecho a la caridad cristiana. Pero ésta no lo
rehabilita para el ejercicio de tan noble ministerio, especialmente
cuando la memoria de los delitos cometidos por su mentor –multiplicados y
reiterados por la complicidad de un silencio culpable– repugnan y
violentan la conciencia de todo un pueblo. Nadie que profese un
verdadero y honesto amor a la Iglesia puede obligar a aceptar tan
grotesca imposición, sin dañar el mayor bien de la Iglesia, cual es la
fe de sus hijos e hijas, y sin sumarse a la complicidad de tanto
escándalo y vergüenza.
La
Iglesia de Osorno sufre y la Iglesia chilena también. Duele el silencio
del episcopado ante el reclamo justo de los cristianos, duele la falta
de consideración, especialmente hacia los fieles cristianos laicos y
laicas, que en presencia de hechos relevantes que incumben a todos, son
tratados como sujetos indignos de una justa explicación y como objetos
de ningún interés episcopal. De esa manera, ratifican aquel testimonio
doloroso de que el laicado es parte de esa vocación terciaria y residual
de la Iglesia. Los hechos demuestran que la persona de un obispo,
comprometido en hechos muy graves, vale más que todo un pueblo.
En
medio de tanta ignominia, reaviva la esperanza firme el involucramiento
personal del administrador apostólico, don Fernando Chomalí Garib,
cuyas gestiones en Roma se encomiendan a la intercesión del venerable
siervo de Dios, don Francisco Valdés Subercaseaux, que un día dijo
palabras tan proféticas y oportunas como:
“El
Obispo de Osorno se considera servidor sin distinción de todos los
osorninos, pero no eludirá su deber, cuando sea el caso, de ser la voz
de los que no tienen voz, y de recordar que la autoridad recibió el
poder para la defensa de los débiles.”
Venerable siervo de Dios, Francisco Valdés Subercaseaux, Novena de su veneración, Revista Humanitas.
Venerable siervo de Dios, Francisco Valdés Subercaseaux, Novena de su veneración, Revista Humanitas.
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