El teólogo: la fe se comunica de persona a persona, como sucedía al inicio. Las estructuras eclesiásticas deben favorecer y no obstaculizar este dinamismo
Gianni Valente
Roma
Roma
Hace algunos días, durante la
Audiencia general en la Plaza San Pedro, el “bestiario” de Papa Francisco se
enriqueció con la nueva especie del «obispo que se pavonea». Aquel que hace de
todo para obtener el episcopado «y, cuando llega allá, no sirve, se pavonea,
vive solamente para su vanidad». También para Severino Dianich, sacerdote y
apasionado teólogo de ochenta años, la cuestión de los obispos se ha convertido
en una prueba decisiva en los tiempos en los que vivimos. Tiempos en los que,
según su opinión, incluso la reflexión sobre la naturaleza y la tarea de la
Iglesia debe abandonar los rieles que no llevan a ninguna parte y en los que ha
estado detenida desde hace algún tiempo. Empezando por las consignas,
exhaustas, de la llamada Nueva Evangelización.
Hoy en día, los obispos son más de 5 mil en todo el
mundo. Convocar a un Concilio sería imposible incluso desde el punto de vista
logístico.
Pero los obispos responsables
de una circunscripción eclesiástica son menos de 2700. Y los obispos sin
diócesis son figuras que nadie habría considerado posibles durante el primer
milenio de la Iglesia. Hasta que no se corrijan estas estructuras, prevalecerá
la idea de que el nombramiento episcopal es algo así como un reconocimiento
profesional.
¿Qué se puede hacer para cancelar esta impresión?
Lo primero sería poner
límites a las transferencias de los obispos. Sobre todo a esa práctica según la
cual sería inconcebible ser transferido de una sede grande a una más pequeña.
Esta es la negación del servicio episcopal. En el primer milenio, el obispo
llevaba el anillo porque se casaba con su Iglesia.
¿Y los mecanismos de selección? ¿Habría que
replantearlos también?
En la Iglesia occidental
debería recuperarse la práctica según la cual un obispo es “parido” por el
vientre de las Iglesias locales, como sucede en las Iglesias de Oriente,
incluidas las Iglesias católicas. No sería la varita mágica, pero habría,
seguramente, más obispos mejor sintonizados con el clima espiritual y cultural
de sus pueblos. Se evitarían las figuras de los obispos llovidos de fuera, que
tratan de adquirir influencia ostentando sus contactos con la Curia romana,
como si fueran funcionarios periféricos de un imperio.
La cuestión de la reforma de la Iglesia comienza a
despegar. Pero normalmente no son claros los criterios que deberían impulsarla…
Hay que preguntarse, antes que
nada, si cualquiera de las perspectivas nuevas que se propongan están en
consonancia con el objetivo que da existencia a la Iglesia: comunicar a todos
la experiencia de la fe en Cristo. Hay que empezar por ahí.
Explíquese mejor…
Durante 1500 años, en muchas
zonas del mundo, la transmisión de la fe se daba de padres a hijos, en la
familia. Había misioneros en las tierras en las que todavía no había llegado el
Evangelio. Pero la vida “normal” de la Iglesia era concebida sin misioneros.
Este marco mental dio forma a toda la estructura eclesial, y también a la
legislación canónica, hasta nuestros días. Pero ahora, la vieja sociedad
cristiana y ano existe. Simlemente ya no existe. Incluso en Italia, considerada
un bastión, los bautismos de los niños han disminuido 70%. Solamente tres o
cuatro familias de cada diez nacen en fuerza del sacramento cristiano del
matrimonio. Es fácil prever que habrá cada vez menos niños que reciban el
bautismo.
Pero justamente por este motivo, desde hace décadas,
se habla de Nueva Evengelización. Crearon incluso un dicasterio específico en
el Vaticano…
La Nueva Evangelización, a
pesar del adjetivo, coincide principalmente con la idea de poder volver al
pasado. Una réplica, aunque esté actualizada, de lo que fue la gran cultura de
la Restauración, después de la Revolución Francesa. Se expresó, sobre todo,
como idea para recristianizar a la sociedad. Las ideas y los proyectos de la
Nueva Evangelización se han conjugado más en el ámbito de la relación de la
Iglesia con la sociedad, la cultura, las naciones, que en el ámbito de las
personas. La prioridad era dar un nuevo vigor a la influencia que la Iglesia
podía ejercer todavía en los contextos sociales y culturales, como secedía
antes. Pero yo creo que ya no existe la posibilidad de volver atrás. Por ello,
el problema de la evangelización se plantea como un problema nuevo. E implica
estructuras renovadas en la Iglesia. Porque todas las instituciones
eclesiásticas son funcionales para el viejo sistema y corren el riesgo de convertirse
en un obstáculo y no ayudar a la evangelización.
¿Y qué sugiere?
Hay que tener en
consideración la dinámica propia y original de la comunicación de la fe. La que
se verificó al principio, cuando los creyentes comunicaban la propia existencia
de fe a sus vecinos y a sus parientes no creyentes en la convivencia concreta
de todos los días. Ahora bien, una cierta forma que ha prevalecido en el cuerpo
eclesial resulta inadecuada y no logra reconocer esta simple dinámica ni
ponerse a su servicio. Sin embargo, justamente la comunicación de la fe de
persona a persona, propia de la Iglesia del principio, resulta más adecuada en
las condiciones en las que vivimos.
¿Por qué?
En los profundos procesos de
secularización, la cultura prevaleciente ha esgrimido prepotentemente al
individuo con su libertad, hasta conducirlo al aislamiento y al solipsismo. El
sentido de lo colectivo se percibe mucho menos. Así, sería fácil volver a
descubrir que la vía más adecuada para transmitir la fe de Jesús es el contacto
directo, de persona a persona. Y no puede ser rebasado. También resalta que la
dinámica propia de la transmisión de la fe es sacramental, y no pedagógica o
propagandística. La vida de gracia se transmite mediante los sacramentos. Y los
sacramentos no se celebran a distancia, ni por poder, sino solamente en el
encuentro, es más en el contacto entre las personas.
En su ensayo “La Iglesia hacia su reforma”, demuestra
que a menudo la forma en la que se ejerce el magisterio no deja ver la fuente
sacramental de la vida de la Iglesia…
La relevancia del magisterio
todavía es medida más según las declaraciones solemnes de principios y no por
su insistencia en la dinámica sacramental de la Iglesia. Siempre me he
preguntado por qué una encíclica papal, a menudo redactada por los
colaboradores y solamente firmada por el Papa, debe ser considerada un acto
papal más importante que una homilía pronunciada dentro de la liturgia
eucarística, es decir allí en donde la fuente sacramental de la vida de la
Iglesia se muestra en su forma más alta. Papa Francisco, con sus homilías
cotidianas en Santa Marta y su divulgación, parece haber captado este punto
neurálgico. Su estilo de gobierno ejerce la autoridad en el ámbito de la
caridad pastoral. Y de esta manera, mediante una decisión tan simple, se
subraya la naturaleza esencialmente sacramental del ministerio ordenado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Identifícate con tu e-mail para poder moderar los comentarios.
Eskerrik asko.