domingo, 5 de febrero de 2012

El sínodo de los obispos: lo que pudo ser… y lo que algún día será


EL SÍNODO DE LOS OBISPOS:
lo que pudo ser… y lo que algún día será
Jesús Martínez Gordo


Pablo VI hace pública su voluntad de instituir el Sínodo de los obispos en el discurso inaugural en la última sesión del concilio (14 septiembre 1965).

Al día siguiente se publica el “Motu Propio” “Apostolica sollicitudo” por el que se erige tal organismo con la finalidad de ayudar eficazmente al papado en su solicitud por la iglesia universal. Se trata de una institución central en el gobierno de la iglesia, representativa de todo el episcopado católico, perpetua, flexible en cuanto a su composición y apta para abordar problemas ocasionales o de más entidad. Se señala que normalmente será de carácter consultivo, aunque puede tener potestad deliberativa cuando así lo decida el Papa, y se indica que está “sometido directa e inmediatamente a la autoridad del Romano Pontífice”. Compete al Papa convocarlo, ratificar la elección de sus miembros, fijar los temas y presidirlo por sí mismo o por medio de otras personas.


Con la constitución del Sínodo de obispos, Pablo VI visualiza institucionalmente la colegialidad episcopal, la integra en el gobierno eclesial e inaugura una costumbre –rota con la encíclica “Humanae vitae”- de someter a consulta (y si es el caso, a deliberación) de los obispos las cuestiones de fondo que afectan a la iglesia.

En el análisis de los primeros Sínodos se puede constatar cómo los obispos participantes transmiten al Papa su parecer sobre las cuestiones planteadas o sobre otros asuntos de interés en el gobierno eclesial, dejando, por supuesto, siempre a salvo la libertad y autoridad del sucesor de Pedro. Sin embargo, las votaciones realizadas en el primero de los sínodos (1967) dan la impresión de que éste es más “deliberativo” que consultivo, algo así como una prolongación del Vaticano II o una especie de “mini-concilio”.

Ante esa impresión, la curia vaticana recuerda a los obispos que el gobierno del Papa es “personal” y no “colegial” y que el Sínodo es uno de los muchos instrumentos con que cuenta para ello, nunca una instancia que entre en competencia con la autoridad del pontífice. Recela, como se puede apreciar, de esta importante institución y propone una reforma de su reglamento que refuerce la autoridad papal, minimice el papel de la colegialidad episcopal en el gobierno eclesial y, de paso, dote de un mayor protagonismo a la misma curia vaticana.

Al tomar en consideración esta crítica de la curia, Pablo VI activa la eclesiología preconciliar que rezuma la “Nota explicativa previa” a la Constitución Dogmática sobre la Iglesia “Lumen Gentium”. Ésta es una “Nota explicativa previa” que, curiosamente, se adjunta al final del documento conciliar por “mandato de la autoridad superior” y con la intención de acallar el rechazo de la minoría conciliar a la doctrina sobre la colegialidad episcopal.

En dicha “Nota explicativa previa” se sostiene que el Papa puede actuar “según su propio criterio” (“propia discretio”) y “como le parezca (“ad placitum”) aunque matiza, seguidamente, que está capacitado para actuar de semejante manera por “el bien de las iglesias”. Es una afirmación que va mucho más lejos de lo aprobado en el Vaticano I con el dogma de la infalibilidad.

Los padres conciliares perciben que dicha incorporación no sólo obedece a la voluntad papal de acallar a la minoría, sino también al temor (en buena parte, compartido por Pablo VI) de que la doctrina sobre la colegialidad acabe amortiguando desmedidamente el modo como los papas han ejercido hasta entonces –y durante mucho tiempo- su responsabilidad primacial en el gobierno eclesial.

Desde un punto de vista estrictamente jurídico, esta “Nota explicativa previa” no forma parte del cuerpo doctrinal de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, al no haber sido formalmente aprobada por los padres conciliares ni, por tanto, ratificada por el Papa. Sin embargo, y a pesar de ello, es un texto que va a propiciar la lectura involutiva y restauradora que –incubada mediante esta concesión de Pablo VI- alcanza su cenit durante el largo pontificado de Juan Pablo II y en el de Benedicto XVI.

Dos de los ejemplos más elocuentes son el código de derecho canónico de 1983 y la misma historia del Sínodo de los obispos.

Concretamente, si se analiza la trayectoria del Sínodo de obispos, se puede apreciar cómo ésta es una institución convocada con cierta frecuencia. Es cierto, además, que los obispos participantes hacen uso de la palabra con una incuestionable libertad. Sin embargo, el incremento de convocatorias sinodales ha ido parejo a una lenta, pero progresiva, disminución en su capacidad para influir en el gobierno eclesial. Curiosamente, semejante declive ha ido acompañado de intervenciones papales en las que se ha recordado su indudable importancia.

Es muy elocuente que no haya sido -durante sus más de cuarenta años- la asamblea deliberativa que, incluso, se recoge en el código de derecho canónico de 1983 (CIC 343). En realidad, no ha pasado de ser un foro de asesoramiento papal y de intercambio eclesial; aunque nadie cuestiona que se ha convertido en un excepcional puesto de observación del postconcilio.

La intervención del cardenal C. Mª Martini en el Sínodo de los obispos europeos de 1999 tuvo cierta resonancia mediática cuando señaló que algunos problemas espinosos, tanto de índole disciplinaria como doctrinal, aparecidos durante los 40 años transcurridos desde la celebración del Concilio Vaticano II, debían ser abordados mediante “un instrumento más universal y autoritativo” (…) “en el completo ejercicio de la colegialidad episcopal”.

Toda una autorizada crítica a la recepción eclesial del Sínodo de obispos, a pesar de que no faltaron medios de comunicación que la interpretaron como la petición de convocatoria de un concilio Vaticano III.


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