Johann
Baptist Metz[1]
1.- ¿Un proyecto
«secular»?
No es el
cristianismo el único que tiene hoy problemas consigo mismo Otro tanto le
ocurre a la Europa
política; y, precisamente, por lo que atañe al cristianismo. ¿Qué quiero decir
con esto? En las discusiones de los últimos años en torno a la aprobación de la Constitución de la Unión Europea (más
exactamente, del tratado para la Constitución de la Unión Europea) podía
oírse una y otra vez: «Europa es un
proyecto secular y, por tanto, el cristianismo no tiene lugar alguno en la Constitución
europea».
Es
absolutamente necesario examinar este punto con más detenimiento; y, en
concreto, tanto en lo relacionado con el significado del término «secular» como
en lo referente a la neutralidad religioso-cosmovisional de la Constitución europea
que se sigue del «proyecto secular Europa». Pues existen dos versiones radicalmente contrapuestas de tal
neutralidad. La una puede ser caracterizada como versión laicista; la otra,
como versión pluralista; y, según por cuál de ellas se opte, el clima
intelectual-moral, el ethos de la nueva Europa, será de índole laicista
o de índole pluralista.
La versión pluralista del tratado de la Constitución no
excluye la religión de la vida pública, sino que la obliga a confrontarse
públicamente con el constitutivo pluralismo de religiones y visiones del mundo.
Y lo hace desde la garantía que la Constitución ofrece a la libertad religiosa, que
es definida tanto positiva como negativamente, esto es, con la intención de que
sea protección «para» la religión, pero también protección «frente a» la
religión.
Por el contrario, la versión laicista (que, como es sabido, sólo
resulta comprensible sobre el trasfondo de una muy determinada constelación
histórica en Francia) insiste en una estricta privatización de la religión. En
realidad, no es neutral respecto de la religión, pues en su concepto de
neutralidad privilegia a la fuerza la libertad religiosa negativa (en cuanto
libertad de toda religión). En su
esencia, es anti-pluralista. Una Constitución europea de tenor laicista
avasallaría de una manera auténticamente fundamentalista a todas aquellas
constituciones nacionales en Europa en las que se ha plasmado un modo diferente
(del francés) de abordar públicamente la religión. Esta versión laicista, tal
como se ha impuesto en el actual texto constitucional, no persigue una Europa
secular, sino una Europa secularista.
Es posible que
hoy no sean pocos los que perciban en esta versión laicista un ethos constitucional para Europa
que remite hacia delante, que señala el camino hacia el futuro. Yo, por mi
parte, no puedo reconocer en ella sino una suerte de visión ajada para Europa, una visión que ignora la hoy creciente
percepción de la contradictoria dialéctica de los procesos de una ilustración
unidimensional y una secularización chata. La versión laicista pretende someter
(de forma, por así decirlo, fundamentalista) la vida pública europea a un
paradigma no dialéctico de secularización.
2.- ¿Dialéctica de la
secularización?
En este
contexto, me gustaría ocuparme brevemente de una discusión de filosofía de la
religión que está teniendo lugar hoy en Alemania.
Siempre he
sentido curiosidad por saber por qué la Escuela de Frankfurt, más allá de su «dialéctica
de la Ilustración»,
nunca habló en realidad de una «dialéctica de la secularización». Ahora parece
que, por ejemplo, en la última fase de J. Habermas se abre la posibilidad de
una «traducción» filosófica de las religiones sustanciales, una
«"traducción" en la que lo "traducido" no se torna
superfluo» (J. Reikerstorfer), una traducción en la que la filosofía (de la
religión) no reemplaza, sin más, al auténtico lenguaje de la religión en orden
a prescindir de él en el discurso público de la Modernidad y en las
propuestas de una integración normativa del pluralismo constitutivo de ésta.
Dejemos la
palabra a J. Habermas: «Garantizar iguales libertades éticas para todos
requiere la secularización del poder del Estado, pero prohíbe la excesiva
generalización política de la concepción secularista del mundo. Los ciudadanos secularizados, en el
ejercicio de su papel de ciudadanos del Estado, no pueden negar por principio
un potencial de verdad a las imágenes religiosas del mundo, como tampoco pueden
cuestionar el derecho de sus conciudadanos creyentes a contribuir, en el
lenguaje religioso que les es propio, a las discusiones públicas. La
cultura política liberal puede incluso esperar de los ciudadanos secularizados
que tomen parte en los esfuerzos por traducir del lenguaje religioso a otro
lenguaje públicamente accesible contribuciones que sean relevantes».
Esta definición
operacional de una «dialéctica de la secularización» en el marco de las
sociedades de discurso burguesas suscita, sin embargo, preguntas aclaratorias
críticas. ¿No subestima Habermas en su planteamiento teórico-discursivo el
poder intelectual y crítico de la base anamnética del discurso público, que a
través de la tradición judeo-cristiana no sólo se ha incorporado a la ética
creyente, sino también a la ética racional de la humanidad, y que asimismo se
refleja, por ejemplo, en el entorno de la Escuela de Frankfurt, en concreto en la
metafísica negativa de W. Benjamín y Th.W. Adorno?
3.- Bajo el hechizo de la amnesia cultural
Es probable que
nunca haya echado yo en falta la base anamnética del discurso público con tanta
claridad como en las discusiones sobre el tratado para la Constitución de la Unión Europea.
Evidentemente, la apelación a esta base anamnética tendría que haber dado razón
de por qué y cómo una opinión pública
orientada a la memoria puede ser, de hecho -precisamente a la vista de la
historia europea-, fundamento del entendimiento y la paz, demostrando que
con ella no se lesiona de raíz ni se revoca uno de los más importantes logros
de la ilustración política. Pues ¿no son justamente los arraigados recuerdos
histórico-culturales colectivos los que siempre dificultan el entendimiento,
los que una y otra vez conducen a dolorosos conflictos y dramáticas enemistades
(internacionales tanto como nacionales), los que hasta hoy sirven de alimento a
todas las guerras civiles, abiertas o latentes?
Mi intento de
elaborar la memoria passionis como categoría básica de la teología en
una opinión pública pluralista pretende salir al paso de este peligro y esbozar
al mismo tiempo una forma de abordar la opinión pública pluralista accesible y
exigible a todos los seres humanos, sin replegarse por ello en la racionalidad
formal y meramente racio-procedimental de los discursos.
Sin embargo, a
la vista del tratado para la
Constitución de la Unión Europea, que entretanto ha sido aprobado [N.
del Traductor: aunque no ratificado por todos los países miembros, lo cual
ha conducido a su estancamiento], parece
como si Europa hubiera perdido por completo su memoria, como si hubiera
sucumbido a esa amnesia cultural que progresa de forma no dialéctica y que,
como salta a la vista, muchos europeos tienen sin más por auténtico progreso. Al
final de este «progreso» estaría el biotecnológico «experimento hombre», el
cual ya no se dejaría limitar de forma normativa por recurso alguno a la
memoria. En la controversia pública en torno a las «imágenes del ser humano» y
los «valores», el cristianismo insiste en que el ser humano no es sólo un
experimento de sí mismo, sino también -y de forma aún más fundamental- su
propia memoria. Y la teología reivindica
en el discurso racional contemporáneo la distinción entre racionalidad técnica
y racionalidad anamnética. Su insistencia en esta distinción responde al
deseo de apoyar la protesta de una política de la memoria -para la que el ser
humano era, es y seguirá siendo algo más que (y distinto de) el último
fragmento de naturaleza no sometido todavía a total experimentación- contra la
plena autorreproducción del ser humano en el experimento biotecnológico que se
perfila en el horizonte. Después de todo, tampoco la política de discurso imperante
hoy en esta controversia pública puede defenderse contra su avasallamiento por
la cada vez menos confinada bio-política, si no es recurriendo a una semántica
sobre el tema «ser humano» alimentada por el recuerdo.
El preámbulo
del tratado para la
Constitución europea se ocupa del clima intelectual-moral de
Europa; en una palabra, del ethos europeo, el cual es descrito ahí
exclusivamente con atributos tan manidos y ahistóricos como «cultural,
religioso, humanístico». ¡Pero, como ya ha quedado dicho, la determinación del ethos
europeo no es posible al margen de la memoria histórica de su génesis!
¡Requiere cerciorarse de las profundas estructuras histórico-culturales de
Europa, exige mencionarlas! La democracia se basa ciertamente en el consenso,
pero el ethos democrático se apoya sobre todo en la memoria. Lo cual, a
su vez, da razón del hecho y el modo en que los «legados» (cultura, religión,
humanismo) citados de forma abstracta en la Constitución de la Unión Europea, lejos
de haberse desarrollado con independencia unos de otros, se hallan diversamente
entrelazados en recíproca crítica e inspiración; y así es como impregnan el ethos
de Europa.
Al fin y al
cabo, no es casual que el Estado neutral
que garantiza y protege la libertad religiosa -lo cual hace que ese Estado sea
secular- haya surgido precisamente en el espacio cultural histórico marcado en
parte por la herencia judeo-cris-tiana. ¡Por lo que respecta a la comprensión y praxis de la libertad
religiosa, no todas las religiones
son iguales! La consideración de esta desigualdad pertenece, a mi juicio, a
la responsabilidad por la cultura política de Europa. Por eso la «herencia judeo-cristiana», que en un largo proceso
histórico de aprendizaje ha afirmado y desarrollado para sí misma (no sin resistencias
internas) esta forma plena de la libertad religiosa, debería ser mencionada
explícitamente entre las «herencias de Europa»; precisamente con vistas a
asegurar en la práctica la plena libertad religiosa y el pluralismo basado en
ella.
En este
sentido, en noviembre de 2003, en una carta abierta al entonces ministro alemán
de Asuntos Exteriores, propuse que la débil e imprecisa fórmula que estaba
previsto incluir en el preámbulo de la Constitución («inspirándose en las tradiciones
culturales, religiosas y humanísticas de Europa») se completara al menos « con
una mínima precisión: «inspirándose en las tradiciones culturales, o religiosas
-en especial, la judeo-cristiana- y humanísticas de Europa». Lo cual, según me
aseguró el ministro de Asuntos Exteriores, fue imposible de aprobar en la
comisión constitucional, a causa de la oposición por parte de Francia y de
Bélgica.
4.- El peligro de la
auto-privatización del cristianismo
Como siempre,
la «dialéctica de la secularización» a que acabo de aludir no conduce, en
cualquier caso, a una opinión pública libre de religión, sino a una opinión
pública pluralista desde el punto de vista religioso y cosmovisional, a una
opinión pública en la que la libertad religiosa se plasma en la práctica. A la
vista de esta situación, sobre el cristianismo europeo se cierne, a mi juicio,
un nuevo peligro elemental. Ya no es -no, al menos, en primer lugar- el peligro
de una privatización del cristianismo impuesta al cristianismo desde fuera por
el estado secular. Se trata, más bien,
del peligro de que el cristianismo, bajo la presión anónima de una opinión
pública pluralista desde el punto de vista religioso-cosmovisional y cada vez
más privatizada, cuestione su propia identidad y misión. El cristianismo
europeo no está amenazado sólo por los peligros de la auto-secularización, sino
también por los de la auto-privatización de lo no secularizable.
Como he
mencionado en el capítulo anterior, hace ya muchos años intenté desarrollar un
programa de desprivatización bajo la rúbrica de una «nueva teología política».
En el tiempo transcurrido desde entonces se ha pasado a una segunda fase de desprivatización,
centrada en la superación de las
tendencias a la auto-privatización del cristianismo eclesial en general
En §12 he
aludido ya a dos síntomas de esta auto-privatización eclesial: por una parte,
las tendencias -de resonancias fundamentalistas- a concebir la Iglesia
como un «pequeño rebaño», en el que Dios se convierte, por así decirlo, en
propiedad privada de la
Iglesia; y, por otra, la
tendencia cuasi-liberal a una iglesia de servicios burguesa que, si bien
contribuye al encuadramiento privado de la vida en un mundo de vida
crecientemente difuso e indescifrable, nada aporta a la configuración pública
de la vida.
En el citado §12
he llamado la atención sobre el peligro y la forma en que el decreto del
Concilio Vaticano II «Sobre la libertad religiosa», singularmente importante y meritorio en
orden a la cuestión que nos ocupa, pueda ser malinterpretado como una
invitación a la auto-privatización de la Iglesia. Pero ¿qué
aspecto tendría un cristianismo que lograra sustraerse con éxito al peligro de
su auto-privatización en una Europa pluralista? ¿Es la pretensión pública del
cristianismo realmente compatible con la pluralidad? ¿De qué modo se puede
hablar de la rememoración bíblica de Dios en una opinión pública estrictamente
pluralista? Y, por otra parte, ¿qué ocurriría si el uso público de la razón se
sustrajera a la dialéctica de recuerdo y olvido y buscara fundarse, por ende, de
manera exclusiva en el olvido? Esto es, ¿qué ocurriría si la amnesia cultural
se impusiera definitivamente en el uso público de la razón en Europa?
Después de todo
lo dicho, es evidente que la mención de
la herencia judeo-cristiana en la configuración de Europa no favorecería la
exclusión de otras tradiciones religiosas, sino que, antes al contrario,
posibilitaría la convivencia pacifica y fructífera en el espacio público
pluralista de Europa.
A la vista del
desarrollo demográfico de Europa, cada
vez resulta más urgente un diálogo interreligioso entre cristianos y musulmanes
orientado a la capacidad de aceptación del pluralismo. ¿Cómo se sitúa, por
ejemplo, el islam en lo referente a la comprensión y práctica de la libertad
religiosa? ¿Y en lo relativo a la siempre precaria relación entre monoteísmo y
pluralismo, entre monoteísmo y violencia? Y el cristianismo, por su parte,
¿hasta qué punto no se priva a sí mismo -con la resignada auto-privatización de
la religión que lleva a cabo- de su auténtica capacidad de aceptación del
pluralismo?
La importancia
de estas preguntas y otras semejantes -a las que el planteamiento laicista se
cierra de antemano- para la configuración política y cultural de Europa se pone
de manifiesto, sobre todo, una vez que ya no puede ser excluida la
incorporación a largo plazo de Turquía a la Unión Europea.
En la
anteriormente mencionada carta al ministro alemán de Asuntos Exteriores (con
fecha de 23 de noviembre de 2003) también se dice: «La mención expresa de la
herencia judeo-cristiana de Europa exige, sin embargo, establecer un criterio
para las futuras negociaciones con Turquía, algo sobre lo que hasta ahora
apenas se ha discutido, aunque afecta a la cultura política. No ha sido el Corán, sino (sobre todo) la Biblia la que ha impreso su
sello en el trasfondo religioso-cultural de la historia de Europa. Lo cual
también tendría que ser reconocido por una Turquía deseosa de ser aceptada en la Unión, pues Europa no puede
ni debe querer ampliarse al precio de la amnesia cultural».
Un cristianismo
que transmite el principio bíblico de la igualdad incluso en su versión moral
ofrece, conforme a las reflexiones de §11 y §12, un ethos basado en la
autoridad de los que sufren que, desde el reconocimiento del pluralismo de
nuestras circunstancias y convicciones, puede
revelarse como universalmente vinculante.
De ahí que la
teología política no contemple posibilidad alguna de renunciar a un derecho
racional de carácter universal mediado negativamente, en este sentido, por la
autoridad de los que sufren. Por eso critica, asimismo, que se levante contra
la razón una sospecha generalizada de incompetencia, al tiempo que intenta
fundar las pretensiones de universalidad de ésta en el carácter dialéctico de
la razón anamnética.
[1]
“Memoria passionis. Una evocación provocadora en una sociedad pluralista”, Sal
Terrae, 2007, 196-203
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