Jesús Martínez Gordo
La ola de atentados perpetrados
por fundamentalistas islámicos estas últimas semanas en Europa ha sumido a
muchas personas en un desconcierto total. Y, muy probablemente, también han
sido muchas las que habrán tenido que hacer un enorme esfuerzo para evitar que
el inmenso dolor provocado por semejante barbarie no degenerara en ira descontrolada.
Apenas pasados unos
días, sigue habiendo detalles que continúan llamando la atención: la crueldad y
frialdad con que se ha procedido; el perfil de sus verdugos (ciudadanos con
nacionalidad europea) y el hecho de que entre 30 y 40 jóvenes del barrio Ariane
(a unos cinco kilómetros del Paseo de los Ingleses, en Niza), se hayan incorporado
a las filas yihadistas durante los últimos seis años. Y existen, también, diagnósticos
y valoraciones que, sin acabar de sacarnos del estupor, merecen ser reseñados
porque pueden ayudar no solo a comprender lo que está pasando, sino también
porque nos ofrecen pistas para saber qué es lo que tendríamos que hacer para
que esto no vuelva a suceder o, por lo menos, para que resulte más difícil. Expongo,
concretamente, tres.
En primer lugar, el
parecer de quienes, cargados de razones, han vuelto a recordar que estos atentados
no vienen provocados por el choque de culturas o por una confrontación de
religiones, sino, más bien, por los intereses de las potencias europeas en el Medio
Oriente. O, de una manera más descarnada, pero, para nada, exagerada: por el
fundamentalismo económico en el que se sostiene el nivel de vida del que
disfrutamos los países que formamos parte del llamado primer mundo. Existe,
ciertamente, una guerra, pero no es de religiones, sino “por los recursos de la
naturaleza” y “por el dominio de los pueblos”. Lo ha vuelto a recordar el papa
Francisco camino, en esta ocasión, de Polonia, a las Jornadas Mundiales de la
Juventud.
Hay, en segundo lugar, otra
consideración que, poniendo la mirada en la intolerabilidad del yihadismo, ha
pedido a Manuel Valls, en la Asamblea Nacional, que se ilegalice el salafismo,
sin matiz alguno. El primer ministro ha respondido que es mucho más sensato descalificar
moralmente Daesh o Al Qaeda. Y ha urgido a los musulmanes de Francia a que lo desautoricen
en sus mezquitas, en sus barrios y en el seno de sus familias. La suya, ha
recordado, es una palabra insustituible en esta tarea.
Kamel Kabtane, rector de
la gran mezquita de Lyon, le ha respondido: vale, de acuerdo, los
musulmanes tenemos
un importante papel que desempeñar en el combate contra el salafismo yihadista,
pero necesitamos la ayuda del Estado. Y ésta puede que pase (como ya se hace y
se pretende reforzar) por la formación de imanes franceses. Pero, sobre todo, por
facilitar los medios (formativos y económicos) que permitan conocer
verdaderamente qué es el islam. Posibilitando el acceso a dichos medios, se
superará la versión yihadista del salafismo. Y, también, activando, por
supuesto, una política que evite que los musulmanes franceses seamos
considerados ciudadanos de segunda categoría.
Dramático lo que está
sucediendo en Europa. Y, particularmente, en Francia estos últimos años. Pero,
también, curioso y sorprendente para el debate, nunca cerrado, a pesar de los
más de cien años transcurridos desde su proclamación, sobre qué es y cómo se ha
de entender la laicidad: o se ignoran y se encierran las religiones en el ámbito
privado (y cuando se tiene un problema se les pide que salgan de la cueva en la
que se las ha encerrado para que lo solucionen o, cuando menos, echen una mano)
o, retrotrayéndonos a los tiempos del galicanismo, se intenta crear una especie
de “islam de Estado” o “religión nacional”.
Y están, en tercer
lugar, las declaraciones del cardenal suizo Kurt Koch, presidente del
Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos: la
presencia del islam en Europa, al auto-comprenderse como una religión pública y
visible, cuestiona su confinamiento en la esfera privada. Hay países europeos a
los que no les queda más remedio que revisar esta “invisibilización” y, a
veces, hasta “demonización”. Entre otras, razones, porque una sociedad que intenta
relegar la religión en la esfera privada, tiene enormes dificultades para favorecer,
por ejemplo, el diálogo entre las diferentes sensibilidades salafistas que vertebran
el islam contemporáneo, así como para deslegitimar las corrientes fundamentalistas
que aceptan el recurso a la violencia cuando se trata de erradicar del mapa, según
su diagnóstico, a los musulmanes herejes y a los corruptos occidentales. Y, sobre
todo, para favorecer un diálogo interreligioso, cada día más urgente y
necesario.
Si no se revisa dicha
concepción de la laicidad se corre un alto riesgo de, intentando limpiar el
agua sucia de la bañera, arrojar con ella a la criatura que se estaba lavando. El
fanatismo y la ignorancia se erradican con formación, con información y con dialogo.
Nunca, con el extrañamiento de las religiones.
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