La verdad es que el
comentario no está carente de fundamento. Se ha podido comprobar nuevamente en
las declaraciones que ha realizado el pasado 26 de junio, regresando de Armenia
a Roma, y respondiendo a una pregunta sobre la posición de la Iglesia en lo
referente a la homosexualidad: si “una persona tiene
esa condición, tiene buena voluntad y busca a Dios, ¿quiénes somos nosotros
para juzgar?” Y, completando lo ya manifestado en julio de 2013, ha finalizado
este punto formulando una invitación: “debemos acompañar bien” a estas
personas.
Mira tú, por
dónde, ha reabierto el tema, precisamente, cuando parecía que su voluntad de mirar
amablemente la homosexualidad había decaído en los dos últimos sínodos de
obispos de 2014 y 2015 para sacar adelante, por lo menos, sus propuestas
referidas a las parejas de hecho y a los divorciados vueltos a casar
civilmente. No me extraña que haya quienes consideren particularmente
“peligroso” a este papa que se sale sistemáticamente del guion establecido. Y
que lo hace siempre para bien, al menos, de los marginados y más débiles.
Cuando se escuchan estas
declaraciones de Francisco, es inevitable traer a la memoria otras -oídas y
difundidas-, por estos y otros lugares del mundo, no tan amables sobre el mismo
asunto. Pero, sobre todo, los comportamientos homófobos -y hasta homicidas- que
hacen dudar no solo de la capacidad para convivir amablemente con lo diferente,
sino, particularmente, de la cordura y sensatez humanas.
Quizá, por ello, no esté
de más recordar que en la Iglesia católica coexisten, por lo menos, dos maneras
de entender y de relacionarse con la homosexualidad. Y, por extensión, con las
personas bisexuales y transexuales, dejando, al margen los comportamientos y
planteamientos patológicos que, como en todo colectivo humano, también pululan
entre sus filas.
Está, en primer lugar,
el grupo (sin duda, el más numeroso) formado por quienes diferencian las personas de los actos homosexuales. Si estos últimos,
sostienen, “son intrínsecamente
desordenados”, no se puede olvidar nunca que las personas “deben ser acogidas
“con respeto, compasión y delicadeza”, evitando “todo signo de discriminación
injusta”. Es muy probable que algunos de quienes integran este colectivo tengan
dificultades para diferenciar los comportamientos, de las personas en cuanto
tales, pero esto no anula la existencia de un numeroso grupo de católicos
empeñados en establecer dicha diferencia y en ser coherentes con ella.
Hay una segunda sensibilidad
que —eclesialmente minoritaria, pero en ascenso— va más lejos y que, además de
exigir un trato digno con las personas homosexuales, pide que se reconozca que
en ellas hay “dones y cualidades”
innegables. Ésta
fue la propuesta formulada por la Secretaría General del Sínodo en 2014 que, a
pesar de no prosperar en el aula sinodal, retomó la Conferencia Episcopal
Alemana en su informe para el Sínodo del año siguiente: para la mayoría de los
católicos alemanes, se sostenía en dicho informe, “la orientación sexual es una
disposición inmutable y no una elección particular”. Por eso, irrita el
discurso que entiende la condición y el comportamiento homosexual como
intrínsecamente desordenados. Mantener semejante tesis, es desconocer (o
negarse a reconocer) la diversidad de orientación sexual que, por
connaturalidad, se da. Son muchos los católicos alemanes, concluía, que, sin
igualarlas con el matrimonio, aceptan cordialmente las uniones homosexuales.
Este informe vino acompañado de diferentes
aportaciones desde otros ámbitos. Probablemente, la más interesante (y
llamativa) fue la de Adriano Oliva. Para este dominico, un especialista en la
obra de Sto. Tomás, la homosexualidad es —en
sintonía con lo argumentado por el pensador de Aquino— “según la naturaleza” de esta persona, individualmente
considerada. Por eso, cuando se evalúa la aceptabilidad moral o no de sus
correspondientes comportamientos, se ha de efectuar a la luz de los tres
criterios que han de presidir toda relación, sea homo o heterosexual, en la
moral cristiana: su exclusividad, su fidelidad y su gratuidad.
Cuando se procede a dicha evaluación desde tales
criterios, hay que reconocer que se dan relaciones homosexuales perfectamente
aceptables por la moral católica. Y que, igualmente, existen otras que, al no
ajustarse a ellos, van “contra la naturaleza” de la persona homosexual,
incurriendo en lo que sería tipificable como sodomía.
La homofobia no se neutraliza disparando al
bulto ni con tics cristianofóbicos, sino con razones e información.
Una vez más, ¡gracias Francisco
por ser tan “peligroso”!
Jesús Martínez Gordo, teólogo
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